A de Argelia, B de Bolivia, C de Colombia, E de Ecuador, F de Francia… A veces, el detonante de las protestas tiene poca importancia un mes más tarde. Y el cumplimiento de la demanda inicial de los manifestantes, escaso efecto. Al anular una subida del 4% de las tarifas del metro, Sebastián Piñera no despejó las calles de Santiago de Chile, al igual que tampoco el Gobierno de Hong Kong desarmó a sus opositores al retirar un proyecto de ley de extradición a la China continental. Una vez desencadenado el movimiento, hay que ceder más. Llegado el caso, enviar a la policía, el ejército. Prometer, en Irak, en Chile, en Argelia, que se modificará la Constitución.
Pero, tan pronto como el fuego se apaga en un sitio, se reaviva en otro. Las exigencias son inmensas: “El pueblo quiere la caída del régimen”. ¿Cómo puede lograrlo? ¿Para qué? Todavía no lo sabe, y sigue adelante. En Argelia, pronto hará un año que se manifiesta. En Hong Kong, se puso en marcha el pasado abril. Su mérito es grande: el temor a una represión feroz podría paralizar a los manifestantes. Sin embargo, no ceden un ápice. ¿Y qué pasa en Irán, donde las autoridades mantienen incluso en secreto el número de manifestantes asesinados?
Un rechazo general vertebra el movimiento popular. Rechazo del liberalismo económico que perpetúa una sociedad de clases, con sus intocables de arriba y de abajo. Pero, sobre todo, rechazo de la arrogancia y prevaricación del sistema político, que la clase dominante, “las elites”, han convertido en la guardia pretoriana de sus privilegios.
La cuestión del medio ambiente es prueba de la impotencia. Cuatro años después de las solemnes proclamaciones de la Cumbre del Clima de París COP 21, la capa de pintura ya ha saltado. El mundo de los ricos no ha refrenado sus apetitos de consumo; los riesgos de calentamiento son más palpables. La alcaldesa socialista de París, Anne Hidalgo, suelta peroraciones ecológicas mientras deja que los grandes edificios de la capital se cubran con anuncios gigantes y luminosos de marcas de lujo o teléfonos móviles. Y el ministro de Transportes francés se congratula ante la perspectiva de carreras profesionales prometedoras en su ramo: “Necesitamos 30.000 conductores en los próximos años, por tanto es un oficio que hay que valorizar, sobre todo entre los jóvenes”. Más conductores en las carreteras, más “buses Macron”, sin duda algo que protegerá el ecosistema. ¿Y el transporte ferroviario, la SNCF [ferrocarriles del Estado francés]? Están fuera de discusión, puesto que hay que combatir el exceso de trabajadores de las empresas públicas.
En diciembre de 2010, el levantamiento tunecino inauguró el ciclo de las “primaveras árabes”. El 15-M español tuvo lugar en mayo del año siguiente; la movilización de los estudiantes chilenos, en junio; Occupy Wall Street, en septiembre. El año que ahora empieza marcará el décimo aniversario de todos esos movimientos. Ya entonces se hacía hincapié en la juventud, la espontaneidad, el uso de las redes sociales, el rechazo de la utilización política, el enfado ante políticas económicas destinadas a reparar los estragos ocasionados por los bancos. Nueve años más tarde, aunque una dictadura ha caído en Túnez, las exigencias sociales que originaron ese levantamiento no han obtenido ni la sombra de una solución. Y la situación no es mejor en otras partes. Así las cosas, se comprende la necesidad de buenas noticias. Y la tentación de sobredimensionar la existencia de una conciencia internacional, próxima a las prioridades que uno mismo defiende, allí donde todavía solo existen movimientos heterogéneos, inestables, y que apenas se preocupan por establecer lazos entre ellos.
Desde finales del siglo pasado, la muerte del capitalismo, la convergencia de las luchas y el agotamiento de la hegemonía de la globalización se han anunciado con una regularidad de metrónomo. Se ha dicho cien veces que el adversario estaba agónico o se le ha dado por muerto. Pero siempre sabe cambiar de cara y de discurso. Cuarenta años después de la llegada al poder de Margaret Thatcher, acaba de triunfar una vez más en Reino Unido. Y, al otro lado del Atlántico, su derrota en noviembre no está en absoluto garantizada. Más vale ser consciente de ello, aunque sea reconfortante desviar la mirada de un fracaso, o de varios –en Brasil, Grecia, Bolivia, Italia… –, en cuanto nos enteramos de que, en algún lado, el fuego vuelve a prender.
Ahora bien, el combustible que desata esos incendios lo encontramos actualmente en casi todas partes. Es económico y político a la vez: no solo la crisis financiera de 2008 fue provechosa para sus principales responsables, sino que los grandes partidos tradicionales, de derechas o de izquierdas, se turnaron para imponer con obstinación medidas injustas a la población. La legitimidad del “sistema” quedó inevitablemente en entredicho. Diez años más tarde, está por los suelos. No obstante, la constatación de semejante quiebra puede dar lugar (o dejar expuesto un flanco) a interpretaciones ideológicas opuestas. Ya que el “sistema” que se cuestiona no es necesariamente el que trabaja al servicio de la clase capitalista. Otros ven en él todo lo que, según ellos, protege indebidamente al vecino algo menos desfavorecido, al extranjero, al beneficiario de ayudas sociales. Los privilegios de los dominadores se aprovechan de esa clase de resentimiento.
La “reforma” de las pensiones de Emmanuel Macron es un nuevo ejemplo de ello. Esta pretende crear un “régimen universal” que “será el mismo para todos los franceses sin excepción”. En realidad, consagra una ruptura generacional (los trabajadores nacidos antes de 1975 no se verán afectados por el nuevo sistema, claramente menos ventajoso), al mismo tiempo que prevé, con el pretexto de la “equidad”, que los ejecutivos de alto nivel ya no tengan jubilación por reparto por encima de determinado salario, lo que les animará a acudir a fondos de pensiones para complementarla (1). No obstante, para defender eficazmente –también frente a los manifestantes– su muy particular universalidad, el Gobierno francés ha decidido mantener el régimen especial de jubilación de los policías, con la excusa de que “desempeñan funciones de regalía [dependen exclusivamente del Estado] de protección de la población”…
A pesar de estos intentos de división que, en otros lugares, se dirigen contra suníes, chiíes, cabilios o catalanes, por el momento los manifestantes permanecen unidos. En torno a exigencias y rechazos que encontramos casi en todos lados: vivir dignamente; oponerse a nuevos recortes de programas sociales y a la subida de los precios de servicios indispensables (transportes, energía, comunicaciones); no contentarse con un descenso de la tasa de paro cuando encubre la multiplicación de “empleos basura” (en España, el 40% de los nuevos contratos laborales tienen una duración de menos de un mes) (2), sobre todo porque, frecuentemente, esos trabajos precarios se localizan en grandes ciudades en las que los precios inmobiliarios se han disparado. La carestía de la vida, la pobreza, las desigualdades son el aglutinante de las protestas. Tanto en Sudán como en Ecuador, en Líbano como en Chile.
Asimismo, casi en todas partes, gracias a la brutal franqueza del neoliberalismo que hace ostensible la connivencia entre el Estado y el capital, las reivindicaciones económicas enseguida se han acompañado de exigencias políticas. Ya que la corrupción y los escándalos no se reducen a los casos secundarios que la prensa escenifica: un asistente parlamentario que dedica parte de su tiempo de trabajo a actividades políticas o un presidente de la Asamblea [francesa] que ofrece bogavante a sus invitados. Casos que dan lugar a tuits indignados, revelaciones folletinescas, programas especiales… A estas alturas todo el mundo, o casi todo el mundo, ha entendido que la corrupción afecta fundamentalmente a un Estado neoliberal que financia mediante la destrucción de los servicios públicos el desarrollo de intereses privados. Los cuales, lógicamente, se benefician de cada “reforma” emprendida (privatizaciones, fiscalidad, jubilaciones).
Pero la corrupción también es un sistema político que deja a elites globalizadas apropiarse de las riquezas nacionales, o destruirlas, o deslocalizarlas haciendo uso del libre comercio y de paraísos fiscales. Y también es cualquier gobierno culpable de prevaricación, como el de Líbano, que se muestra incapaz de asegurar la limpieza de ciudades asfixiadas por la basura, a riesgo de viciar un poco más la calidad del agua, de la supervivencia de la flora y de la salud pública. La corrupción también son gobiernos carentes de legitimidad, como el de Irak cuando renuncia a su misión fundamental dejando que la escuela languidezca, mientras que, en dieciséis años, el equivalente a dos veces el producto interior bruto ha terminado en los bolsillos de responsables políticos y empresarios corruptos (3). Por último, ya no sabemos qué termino emplear en Francia cuando el primer ministro constata hipócritamente que el hospital público está “en fase de pérdida, como se dice de un avión que no va bien y que podría entrar en pérdida”. “Entrar en pérdida” significa perder el control y caer en picado. ¿Continuará ocupando Édouard Philippe el cargo de primer ministro el año que viene para comentar el accidente y consolar a los familiares de los viajeros?
“Quiero una nación”, proclaman los iraquíes, a los que las 450 víctimas de la represión no han desanimado y que relacionan su rechazo a la injerencia extranjera y a la confesionalidad con un deseo de solidaridad, con vistas a construir un Estado digno de tal nombre, es decir, honesto (véase el artículo de "Los iraquíes contra el dominio de Irán"). En Chile, cuna de un neoliberalismo engendrado en medio de la sangre, la represión de los carabineros (más de 11.000 heridos, 200 tuertos, 26 muertos) tampoco ha puesto fin a las protestas, que también se envuelven en los colores nacionales. Sucede igual en Argelia, donde millones de manifestantes reclaman que el Ejército deje de monopolizar a la vez el poder, el petróleo, la violencia y los símbolos de la nación. Los “chalecos amarillos” también continúan privilegiando la bandera nacional francesa, deseosos de prevenir toda división interna de orden político o electoral; ellos, cuyas trayectorias divergieron hasta el día en que su indignación y sus exigencias se dieron cita en las rotondas de sus localidades.
Cuando expresa semejante rechazo del individualismo, de las depredaciones del mercado y de las divisiones que este establece entre sus víctimas, la nación tiene bastante buen aspecto. Y mejor todavía cuando la globalidad que se le contrapone es la de los tratados de libre comercio y los gigantes digitales que espían nuestros actos y camuflan sus beneficios. O la de la banca de negocios que prepara la próxima catástrofe financiera (de la que saldrán indemnes, una vez más). O la del Fondo Monetario Internacional, que, en el Líbano, Egipto, Ecuador, Haití, Grecia, Sudán y Argentina impone a una población exhausta remedios absolutamente drásticos.
Pero la globalización al menos tiene un mérito: el de demostrar hasta qué punto las clases dirigentes se parecen. Un joven exbanquero preside un país, un multimillonario septuagenario otro. A priori, totalmente diferentes, salvo por esto: una de las principales medidas de uno y otro fue favorecer fiscalmente a los ricos. Por otro lado, cuando estos dirigentes abandonan el poder, ¿para quién trabajan? El ex primer ministro francés François Fillon, artífice de una reforma de las pensiones en 2010 y luego partidario de un sistema de puntos para “bajar las pensiones”, trabaja actualmente para el banco Barclays. Al igual que François Baroin, al que la prensa (que lo adora) ya presenta como un potencial candidato de derechas en las próximas elecciones presidenciales. Confiando, quizás, en que sea él quien “cierre el paso” a la extrema derecha, Barclays le ha encargado que “guíe a los inversores extranjeros en Francia”.
José Manuel Durão Barroso, ex primer ministro portugués y expresidente de la Comisión Europea, prefirió otro banco, Goldman Sachs. Algunas semanas antes, su excomisaria de Agenda Digital, la neerlandesa Neelie Kroes, había sido contratada por Uber. Y hace un año, Facebook fichó a un ex viceprimer ministro británico, Nicholas Clegg, como director de Relaciones Públicas. Su salario debería alcanzar los 4.500.000 de euros anuales, es decir, sesenta veces lo que cobraba como parlamentario. ¿Los manifestantes son realmente unos paranoicos cuando se preguntan para qué empleadores futuros trabajan ya sus gobernantes? ¿Y cómo debían los chilenos reaccionar cuando, el pasado septiembre, su ministro de Finanzas, elegido por el presidente Piñera, él mismo multimillonario, explicó a los manifestantes descontentos con una subida de los precios de los alimentos que los “románticos” siempre podían comprar flores, cuyo precio había “caído”?
El ejemplo de Chile es elocuente. Pese al fin de la dictadura militar y la alternancia de gobiernos de derechas y de izquierdas, la Constitución del general Augusto Pinochet, que prohíbe las nacionalizaciones, apenas ha sido retocada desde 1980. El país conserva así su corsé neoliberal que favorece intereses financieros: sistema de pensiones por capitalización, autopistas urbanas de peaje, universidades privadas, venta de cursos de agua en forma de acciones… En ese movimiento chileno, sin portavoz y que reúne inmensas multitudes, la reprobación no podía dejar de dirigirse también contra la oposición de izquierdas. Demasiadas veces ha tenido miedo de dar miedo combatiendo verdaderamente a la derecha “liberal”. Por consiguiente, “El pueblo unido avanza sin partido”. Ningún símbolo político en las manifestaciones, solo la bandera nacional y la del pueblo mapuche, principal blanco de la represión.
Sin embargo, en Chile, al igual que en otros lados, en particular en los países árabes, se hace patente un problema. El deseo de no comprometerse y el rechazo a designar dirigentes, representantes, están anclados en una larga experiencia de decepciones, derrotas y traiciones. Pero ¿cómo evitar la marginalización, el cansancio o el aplastamiento si la presión popular no encuentra nunca una salida política? El endurecimiento de la represión judicial, policial y militar, los vínculos cada vez más estrechos entre el capital y el Estado impiden considerar accesorio semejante debate. “Hay que organizarse y saber hacia dónde se va –resume Frédéric Lordon–, porque otros están organizados y saben hacia dónde van” (4).
Entretanto, mientras que, desde hace treinta años, pese a las alternancias en el gobierno, ninguna reforma estructural importante codificada por el neoliberalismo (libre comercio, mercado único, privatizaciones, desregulación financiera) ha sido cuestionada, los movimientos populares de los últimos meses pueden exhibir una serie de victorias bastante halagüeñas: un régimen ha sido derrocado (Sudán); varios primeros ministros han tenido que dimitir (en el Líbano e Irak), un presidente enfermo no ha podido volverse a presentar (en Argelia) y nuevas Constituciones podrían pronto dinamitar viejos pactos (la de Chile parece destinada a ser reescrita de la primera a la última línea). Sobre todo, una nueva generación, con demasiada frecuencia condenada a rembolsar su deuda estudiantil, a vivir en la precariedad y a disponer de una pensión mutilada y un medio ambiente degradado, descubre la lucha colectiva, la solidaridad y la victoria. Queda por ver cómo continúa, pero esta experiencia, vivida por decenas de millones de manifestantes que ahora se sienten más fuertes y dignos, garantiza que ningún sistema político podrá ya ofrecer al neoliberalismo la esperanza de una vuelta a la normalidad.