Colchones enrollados sobre las literas, oficinas vacías, tabiques desnudos: no falta sitio en la prisión de Norgerhaven, en el norte de los Países Bajos. Resuena el tintineo del manojo de llaves que cuelga de sus pantalones mientras Frank Hogterp, jefe de prisión, atraviesa los pasillos en dirección a la sala de actividades. “Una vez al día, los reclusos pueden venir aquí para ver la televisión, jugar al ping-pong o prepararse para comer”, explica. Tendrá que comunicarse con ellos en inglés: “Aquí no se habla noruego”, señala sonriendo, ya que, desde septiembre, las celdas vacías han sido atribuidas a 242 prisioneros noruegos.
Mientras que los Países Bajos sufrían –como Francia– de escasez de plazas para detenidos hasta 2004, su población carcelaria ha descendido casi un 45% en menos de diez años. Ya se ha cambiado el uso de ocho establecimientos y otros veinte deberían cerrar de aquí a tres años. Al contrario (...)