“La vida y la muerte del presidente Salvador Allende obligan por igual al respeto. Fiel hasta el final a su juramento constitucional, no renunció a su proyecto socialista ni eliminó las libertades públicas. Fue el ejército, y no la coalición de izquierdas, quien proclamó el estado de sitio y suspendió el funcionamiento de una democracia que durante mucho tiempo había sido un ejemplo para los países de América Latina. Si la calidad de las almas pudiera suplir a la de las ideas, si un jefe de Estado sólo fuera responsable de sus intenciones, la historia de Chile se escribiría en blanco y negro. Los demonios en armas abaten la virtud del poder.
Basta con remitirse a los cables que enviaban desde hacía semanas los corresponsales de prensa para convencerse de que el golpe de Estado entristecía más de lo que sorprendía. De un lado y de otro había preparativos para la (...)