- Miltos Manetas. — "344 Days in Prison" (344 días en la cárcel), 2020, de la serie en curso "#AssangePower"
En marzo de 2017, Julian Assange cumplió su quinto año de reclusión en la embajada de Ecuador en Londres. Los dirigentes de la Central Intelligence Agency (CIA) estaban decididos a hacerse con él e incluso se planteaban matarlo: WikiLeaks, cofundada por Assange, acababa de revelar los medios que utiliza la CIA para espiar aparatos electrónicos. La filtración era decisiva. Los dirigentes de la agencia pensaron primero en secuestrar al culpable. Pero violar la integridad de la embajada ecuatoriana para raptar a un ciudadano australiano en pleno centro de Londres sería diplomáticamente delicado. Después, se convencieron de que Assange se disponía a huir a Rusia, con la complicidad de Ecuador y del Kremlin. Entonces trazaron planes aún más rocambolescos: “Enfrentamientos armados con agentes del Kremlin en las calles de Londres, estrellar un coche contra el vehículo diplomático ruso que transportase a Assange para capturarlo después, disparar a las ruedas del avión ruso que fuera a trasladarlo para impedir que despegara rumbo a Moscú. (…) Una hipótesis incluso contemplaba la posibilidad de que Assange intentara la huida en un carro de lavandería”. Al final, la oposición de la Casa Blanca a una operación jurídicamente resbaladiza dio al traste con estos planes.
Todo esto aparece detallado en un artículo publicado en línea el pasado 26 de septiembre por un equipo de periodistas de Yahoo News tras haber interrogado a una treintena de funcionarios de las agencias de seguridad estadounidenses (1). Mike Pompeo, entonces director de la CIA, mostró a las claras sus cartas en abril de 2017: “WikiLeaks es un servicio de inteligencia hostil a Estados Unidos, a menudo respaldado por Rusia. (…) No vamos a permitir que Assange y la gente de su calaña sigan escudándose en la libertad de expresión para machacarnos con secretos robados. Vamos a convertirnos en una agencia mucho más feroz. Y mandaremos a nuestros agentes más despiadados a los destinos más peligrosos para aplastarlos”.
Como era de esperar, aquella investigación de Yahoo News armó cierto revuelo mediático: editoriales indignados invocando el derecho a la información, clamando que la democracia está en peligro, advirtiendo del creciente “iliberalismo”, menciones al “vientre aún fecundo”, etc. Sobre todo, porque al investigador principal, Michael Isikoff, no se lo podía considerar sospechoso de antiamericanismo o de albergar simpatías hacia Moscú: en marzo de 2018 había publicado un libro titulado Russian Roulette: The Inside Story of Putin’s War on America and the Election of Donald Trump (“La ruleta rusa: la historia secreta de la guerra de Putin contra Estados Unidos y la elección de Donald Trump”).
Y bueno, pese a todo, dos semanas después de las revelaciones de Yahoo News, ni el Wall Street Journal ni el The Washington Post ni el The New York Times les habían dedicado ni una línea (2). Ni tampoco Le Monde, Le Figaro, Libération, Les Échos o la agencia France Presse. Cierto, la información fue mencionada en línea por The Guardian, Courrier International, Le Point, Médiapart o Cnews, pero a menudo sin insistir demasiado. Es decir, que prácticamente nadie se enteró. La agencia Bloomberg le dedicó 28 palabras.
Recordemos ahora el clamor internacional que provocó el intento de asesinato del abogado Alexei Navalny (3). Otro valiente opositor al poder, otro alertador (whistleblower) perseguido y amenazado por el Estado. Solo que este está recluido en una cárcel rusa y no en una prisión londinense. El diferente trato mediático dispensado a los dos héroes ilustra a la perfección la flexibilidad que tienen los conceptos “derechos humanos” y “libertad de prensa” que los medios de comunicación occidentales siempre sacan a pasear. Diríase que su oposición al presidente Vladímir Putin ha hecho a Navalny más “humano” que Assange, disidente también, solo que del “mundo libre”.
En su clásico libro Los guardianes de la libertad, Edward Herman y Noam Chomsky establecían en 1988 que “un sistema de propaganda” presentará de modo diferente a las “personas que han sido maltratadas en los Estados enemigos” de “aquellas tratadas con igual o mayor severidad por el propio gobierno o el gobierno de los Estados clientes”. Como ejemplo citaban la extravagante desproporción de trato entre dos asesinatos de clérigos acaecidos más o menos en la misma época a manos de la policía o de grupos paramilitares: el asesinato del arzobispo salvadoreño Óscar Romero en marzo de 1980 y el del sacerdote polaco Jerzy Popieluszko en octubre de 1984, ambos conocidos por su oposición al poder. Tras un estudio exhaustivo de los principales titulares de la prensa estadounidense, Herman y Chomsky concluían que “el mérito de la víctima Popieluszko puede tasarse entre 137 y 179 veces más que el de una víctima de los Estados clientes de los Estados Unidos”. En aquel entonces –pero eso lo hemos entendido todos ya– Polonia formaba parte de la órbita soviética, es decir, del “Imperio del mal”.
La diferencia es menos caricaturesca en el caso que nos ocupa. Desde que se refugió en la embajada de Ecuador el 19 de junio de 2012, Assange ha sido citado en 225 artículos de Le Monde, según los archivos del diario. Durante el mismo periodo, Navalny aparece en 419 textos. Pero, más allá de las cifras, ambos opositores son analizados desde ópticas diferentes. Así, tres de los cinco editoriales que Le Monde ha dedicado al hacker australiano insisten en “la trayectoria ambivalente de Julian Assange”, título del editorial del 15 de abril de 2019 aparecido a los dos días de su arresto en Londres a manos de los servicios británicos: “Antes de hablar de la suerte de los ‘whistleblowers’ en lucha contra los secretos de Estado, conviene aclarar dos hechos. El primero, que Julian Assange es un acusado más. (…) El segundo, que Julian Assange no es amigo de los derechos humanos”. ¿Por qué no? “El militante antiestadounidense denuncia los secretos de los países democráticos y rara vez los de los países totalitarios”. Resumiendo, debería apuntar más a menudo contra la undécima potencia mundial y relajarse con la primera.
La misma idea encontramos en un editorial aparecido un año después, el 26 de febrero de 2020. Aunque “Julian Assange no debería ser extraditado a Estados Unidos”, estima el diario, lo cierto es que “no se ha comportado como un defensor de los derechos humanos ni como un ciudadano respetuoso con la justicia. (…) Siempre presto a denunciar los secretos de los países democráticos, se emplea mucho menos a fondo cuando se trata de países autoritarios”. El Wall Street Journal, que, por su parte, lleva tiempo haciendo gala de su doble moral prooccidental, lanzaba una crítica idéntica: “Assange jamás ha sido un héroe de la transparencia o del sentido de la responsabilidad democrática. Sus objetivos siempre resultan ser instituciones o Estados democráticos, jamás sus equivalentes autoritarios” (12 de abril de 2019).
En cambio, el apoyo a Navalny ha sido unánime y sin reservas. Ninguno de los cinco editoriales que Le Monde le ha dedicado (de los trece que lo mencionan) insiste en su “trayectoria ambivalente” o en que es “un acusado más”. Sin embargo, su militancia en una organización nacionalista, su participación en manifestaciones xenófobas, las llamadas “marchas rusas” y sus comentarios racistas dirigidos a los migrantes caucásicos y centroasiáticos le supusieron la retirada del estatus de “preso de conciencia” atribuido por Amnistía Internacional “debido a la preocupación que suscitaban las declaraciones discriminatorias que hizo en 2007 y 2008, que podrían haber constituido apología del odio” (la organización acabaría por restituírselo el pasado mayo a raíz de la utilización cínica que hicieron de esta retirada las autoridades rusas).
Cuando se trata del “abogado-bloguero, crítico de la corrupción de Estado, (…) camino de convertirse en el opositor número uno de Vladímir Putin”, la severidad reservada para Assange se disuelve. Hasta el punto de que Navalny brilla en la contraportada de Le Monde como un genio moderno de las redes sociales (16 de junio de 2017). E incluso como un colega de profesión: “El periodismo de investigación que llevaba a cabo denuncia el universo de la corrupción con una eficacia formidable, mediante vídeos muy vistos en Internet” (22 de agosto de 2020). Y el mismo diario le dedicó parte de su portada, un editorial, un artículo elogioso, todo ello acompañado por una columna del mismo Navalny en la que tildaba al líder del Kremlin de “jefe moral de los corruptos”. El periódico instaba también a los gobiernos europeos a “desterrar toda complacencia hacia Putin” (15 de enero de 2021).
Idéntico patrón nos encontramos en la crónica “Geopolítica” de France Inter. En lo que respecta a Assange, Pierre Haski denuncia la persecución estadounidense y se posiciona en contra de su extradición. Pero Haski recuerda a sus oyentes el “lado sombrío, tanto en lo personal como en lo político” de un “personaje que se ha convertido en incendiario”. Las siete crónicas que ha dedicado a Navalny entre el 1 de enero de 2018 y el 10 de octubre de 2021 (frente a las dos de Assange) no manifiestan ninguna reserva de este tipo. Al contrario, destacan la valentía y la tenacidad del opositor ruso. Cualidades ambas indiscutibles, pero de las que el fundador de WikiLeaks no parece menos dotado.
“El drama de Julian Assange –resumía en 2019 el periodista Jack Dion– es el de ser australiano y no ruso. Si hubiera sido perseguido por el Kremlin (…) los gobiernos se disputarían el honor de ofrecerle asilo. Su rostro adornaría la fachada del ayuntamiento de París y Anne Hidalgo apagaría las luces de la Torre Eiffel hasta el día de su liberación” (4).
Los periodistas occidentales antaño adoraban al hacker australiano, nombrado “persona del año” 2010 por la revista Time, que les brindó numerosas primicias en un clima geopolítico más apacible. Pero la cosa cambiaría desde que WikiLeaks publicara en 2016 los correos electrónicos del Partido Demócrata estadounidense que la CIA atribuyó a un hackeo ruso, y ahora lo maldicen. “¿Es Putin quien habla cuando habla Assange?”, titulaba, por ejemplo, el 2 de septiembre de 2016, la edición internacional del New York Times. Pero cuando el gobierno ruso impuso la infame etiqueta de “agentes extranjeros” a varias ONG, la prensa occidental se indignó legítimamente.
La Administración de Joseph Biden no ha renunciado a su demanda de extradición por espionaje. Así que Assange sigue en prisión. Suponiendo que las exigencias estadounidenses sean desatendidas, ya se conocen algunos de los planes de asesinato que tiene la CIA en su archivo. El pasado mes, un valiente periodista ruso recibió el Premio Nobel de la Paz por su defensa de una libertad de expresión bajo asedio. ¿Le tocará a Assange el año que viene?