“Nadie como Montesquieu contribuirá a acreditar la doctrina del ‘dulce comercio’. En la sección de El espíritu de las leyes dedicada a las cuestiones económicas, llama la atención, ya desde el primer capítulo, la siguiente observación: ‘Es casi una regla general que dondequiera que hay costumbres sosegadas, hay comercio; y dondequiera que hay comercio, hay costumbres sosegadas’” (1). En su ensayo sobre cómo los pensadores modernos intentaron encontrar una solución a las guerras, Albert O. Hirschman pasa por alto que a estos les afecta una curiosa ceguera: no se percatan, al parecer, de que el comercio no es necesariamente tan dulce como dicen.
Debían haber puesto coto a su optimismo los evidentes estragos causados por el comercio, como la colonización bélica, por no hablar de las venideras crisis económicas. Y más aún, las epidemias. Cuando Charles de Secondat, barón de Montesquieu, tenía 31 años, la peste de Marsella mató entre junio y octubre de 1720 a un tercio de la población de la ciudad, la mitad de la de Tolón y entre 90.000 y 120.000 personas de las 400.000 que vivían en Provenza. ¿Cómo es posible que Montesquieu y otros no vieran que el comercio traía consigo sus propias catástrofes? Algo vio, dicho sea. En las Cartas persas, escritas durante la plaga y publicadas al año siguiente, sacaba a colación una epidemia que, pese a la aproximación cronológica, se puede suponer es la peste negra de 1347-1349, que acabó con un tercio de la población europea: “No hace todavía dos siglos que la más ignominiosa de todas las enfermedades se abatió sobre Europa, Asia y África. Consiguió en poquísimo tiempo efectos sorprendentes. Y de haber continuado su avance con la misma furia, habría terminado con los hombres”. El peor de los desenlaces, por lo menos, sí lo contemplaba: una extinción de la especie humana.
La peste de 1720 en Marsella fue mucho menos extensa, pero de igual importancia en la historia de las epidemias. Comienza con un barco comercial, el Grand Saint-Antoine, que cubría la ruta del Levante (Siria, Líbano y Palestina). En el camino de regreso, nueve personas mueren. Tras un intento fallido de atracar en Livorno, y negársele de entrada el desembarque en Marsella el 25 de mayo de 1720, al barco se le pone en cuarentena frente a Marsella en la Isla de Jarre, asignada a los barcos afectados por la peste. En el Vieux Port tiene su sede una oficina de salud, a la que los capitanes de los buques procedentes del Levante tienen que llegar en barca para obtener el derecho a entrar en el puerto. En el Líbano, en Sidón, el cónsul francés había expedido una patente neta al barco –la cual certificaba que había salido del puerto libre de enfermedades contagiosas–, y así mismo hicieron el cónsul de Tiro, donde se subió a bordo otro cargamento, y el cónsul de Trípoli, donde el barco reparó daños. El capitán notifica a la oficina las muertes ocurridas en la travesía. Muere un marinero a bordo del Grand Saint-Antoine después de dos días en Marsella, se desembarca el cuerpo, pero el médico no advierte ningún signo de peste.
Después de enviar el barco a la Isla de Jarre, la oficina de salud reconsidera su decisión. Mientras que los fardos de algodón se envían a otro lugar de aislamiento, autoriza la descarga de los productos preciosos, es decir, la seda. Unos días después, decide que se descargue toda la mercancía. En condiciones poco claras, los fardos llegan pues a distribuirse uno tras otro, con las pulgas que llevan el bacilo de la peste. Los porteadores fueron los primeros en contaminarse. A partir de finales de junio, la epidemia se disparó en pocos días, afectando los barrios antiguos y a continuación los nuevos. Antes de extenderse a la Provenza. Cruel ironía: la mercancía, destinada a la feria de Beaucaire del 22 de julio, no produjo sin embargo víctimas allí ya que la ciudad canceló el evento. La plaga dejó un trauma duradero en la población local. Más que las escenas trágicas de cadáveres arrojados a la calle, fosas comunes y cuantos horrores culminan en estos dramas epidémicos, la memoria prefiere recordar las imágenes positivas de los héroes que se desvivieron por las víctimas: el arzobispo de Belzunce y el caballero Roze, honrados hoy por estatuas y nombres de calles de la ciudad. Toda la región estuvo confinada con un muro de la peste y un cordón de tropas militares al norte.
Por supuesto, se invocó la voluntad divina, como en todas las circunstancias, pero en el siglo XVIII los poderes políticos ya no podían dejar que, en nombre de la providencia, se dieran por cerrados los asuntos públicos. La Justicia se hizo cargo del caso, acusando al capitán del barco, Jean-Baptiste Chataud, y al primer concejal, Jean-Baptiste Estelle, comerciante y destinatario de parte de las telas. El primero puso como excusa que había obtenido las patentes obligatorias en Siria y que había informado debidamente la oficina de salud. El segundo murió sin que se pudiera demostrar si había presionado para que se descargasen los fardos contaminados. Sin que tampoco lo acrediten documentos escritos, determinados comerciantes sí presionaron para recuperar su mercancía. El guardián sanitario del barco murió un día antes de que se levantara la cuarentena impuesta a la tripulación, y el cirujano del puerto diagnosticó una muerte por vejez. También fue falsificado el cuaderno de bitácora del capitán Chataud para indicar que las muertes ocurridas durante la travesía eran achacables a intoxicaciones alimentarias.
El simple hecho de que existiera un sistema de patentes en el Levante es suficiente evidencia de la preocupación por organizar una lucha sanitaria desde que la peste negra designara la región como el origen de las grandes epidemias. La organización de una administración de cuarentena en el puerto de Marsella era otra faceta de lo mismo. Bien es verdad que, por aquel entonces, contagionistas y anticontagionistas andaban enzarzados en una acerada polémica sobre la etiología de las enfermedades transmisibles (2). A iniciativa del regente y de su médico Pierre Chirac, quien sospechaba que se trataba de la peste, fueron enviados a Marsella los doctores François Chicoyneau y Jean Verny, de la Universidad de Montpellier. Con la epidemia de Marsella se dieron los primeros pasos hacia una comprensión científica de la enfermedad, atribuyéndola a insectos o a gusanos, y por tanto a agentes infinitamente pequeños. Los primeros en lanzar estas conjeturas fueron dos médicos de Lyon, Jean-Baptiste Bertrand y Goisson, directamente confrontados a la enfermedad (3). La hipótesis la mantuvieron médicos de otros países, como el holandés Nicolas Hartsoeker, quien conjeturaba la existencia de “insectos invisibles”. Habrá que esperar al discípulo de Pasteur, el franco-suizo Alexandre Yersin, para identificar el bacilo e inventar la vacuna, en 1894, en Indochina. Pese al desconocimiento, las respuestas políticas y médicas a la peste no ignoraban, por tanto, su origen extranjero. Tampoco Montesquieu.
Bien se ve que tenía presente esa amenaza, ya que volvía a mencionarla en El espíritu de las leyes. Aunque tenía plena conciencia del peligro que las epidemias representaban para la propia existencia de la humanidad, no las relacionaba aún en modo alguno con el comercio internacional. En un breve repaso histórico a las epidemias, señalaba causas sucesivas: las conquistas bizantinas y las cruzadas como causas de la peste negra; la conquista del Nuevo Mundo y la sed del oro para la sífilis.
En ese capítulo sobre “las leyes en su relación con las enfermedades del clima”, Montesquieu considera por tanto las leyes y aborda la cuestión de los remedios. En referencia a la sífilis en el siglo XVI, lamenta no haber recurrido a una antigua legislación: “Ya que incumbe a la sabiduría de los legisladores velar por la salud pública, lo acertado hubiera sido contener este contagio por medio de leyes semejantes a las mosaicas”. La “ley mosaica”, afortunadamente olvidada, al menos en esta circunstancia, prohíbe tocar a los leprosos. Pero aquí se trasluce cierto optimismo, que ya se manifestó veinte años antes en las Cartas persas: “¿Qué habría sucedido si el veneno hubiese sido un poco más violento? Y sin duda hubiese llegado a serlo de no haber tenido la fortuna de encontrar un remedio tan potente como el que se descubrió”. ¿Qué remedio? No se menciona. ¿Habrá mayor precisión en El espíritu de las leyes? “La peste es un azote cuyos estragos son aún más prestos y más rápidos. Su principal asiento está en Egipto, desde donde se expande por el universo entero. En todos los Estados de Europa se han dictado muy buenos reglamentos para no dejarla entrar; y hoy en día se ha ideado una admirable forma de cortarle el paso: se acordona con tropas el país infectado, impidiendo así cualquier comunicación”. La cuarentena, el confinamiento y, en última instancia, la fuerza de las armas no son cosas que inspiran demasiado optimismo. Pero si no bastara, siempre se puede echar mano de la religión: “Los turcos, que en este aspecto no tienen policía alguna, ven cómo, en la misma ciudad, los cristianos se libran del peligro y mueren solo ellos”.
Al “dulce comercio”, por lo menos, esto no le afecta. En las epidemias del siglo XVIII, al igual que sucede hoy, existe una enfermedad que no parece tener remedio, ni entre las mentes más preclaras, siempre igual de aguda por más que se conozcan sus causas: la negación de la realidad.