Inaugurada hace treinta y cuatro años, la reunión anual del club de los países ricos ya se había hecho vieja. El círculo se había vuelto demasiado pequeño, demasiado occidental, demasiado señorial. Al principio, Asia sólo estaba representada por Japón, generalmente mudo; América Latina y África ni figuraban. Caída de los muros, vuelco del mundo, aldea global, diálogo de culturas: el Grupo de los seis (G-6) de 1975, convertido en G-7 al año siguiente (con la llegada de Canadá), finalmente en G-8 en 1997 (tras el ingreso de Rusia), se transformó en G-20 desde 1999, es decir mucho antes de que el presidente francés Nicolas Sarkozy se otorgase el mérito de todas las innovaciones planetarias.
Con la irrupción de Brasil, de Argentina, de Sudáfrica, de la India, de China, el G-20 –estaba escrito– iba a poner patas arriba un orden internacional carcomido, dar la palabra a los países del Sur, doblar las (...)