Para los habitantes de los países industrializados, es difícil escapar al sentimiento de que la vida cotidiana circula siguiendo dos corrientes opuestas. Por un lado, la abundancia de servicios individuales accesibles a través de aparatos cada vez más rendidores, prácticos y baratos; por el otro, la escasez y encarecimiento de los servicios colectivos de contacto –aquellos que, brindados por humanos a humanos, tejen la trama de la sociedad–. Arbitrajes presupuestarios, modas intelectuales, flujos de inversión: todo parece alentar esta dinámica. Comprenderla –¿para combatirla?– implica aprehender un mecanismo puesto en evidencia hace unos cincuenta años, pero que los dirigentes políticos se esfuerzan en ignorar. ¿Su nombre? La “enfermedad de los costes” (cost disease).
A mediados de los años 1960, dos jóvenes economistas de Princeton, William Baumol y William Bowen, recopilaron entradas de teatro de Broadway para verificar una intuición: la ininterrumpida alza del precio de los espectáculos, según ellos imputable al carácter (...)