En enero de 1936, la galería Esteve de Barcelona presentó una exposición sensacional. Su interés residía en que, ante la inminente tragedia bélica, congregaba a los tres pintores que mejor encarnaban la posición de los artistas españoles más significativos: Joan Miró, hombre de grandes silencios; Salvador Dalí, quien ya flirteaba con los futuros sublevados; y Pablo Picasso, referente indiscutible. Los tres soslayaron la guerra abandonando España, lo que les permitía expresar sus ideas de manera más libre. Sin embargo, la actitud de cada uno dependió de su carácter, de su ideología, y hasta de su manera de concebir el arte. El esplendoroso y comunicativo malagueño nada tenía que ver con el histriónico pintor de Figueres, ni con el tímido y bisoño catalanista.
Durante sus años de niñez y juventud, Joan Miró pasaba el tiempo en la masía de su familia, en Montroig, enraizado en el campo y alejado de querellas políticas. (...)