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“Lengua servil” y sociedad de sumisión

En japonés es imposible dirigirse en términos idénticos a un superior y a un compañero de trabajo, o hablarle a un hermano mayor del mismo modo que a un hermano pequeño. La lengua se encastra en una sociedad vertical en la que la sumisión se ha erigido en virtud.

por Mizubayashi Akira, agosto de 2020

La crisis política que atraviesa hoy Japón es la más seria desde 1947, fecha en que entró en vigor la actual Constitución. Precisamente se trata, para los ciudadanos, de aprobar o no su revisión de acuerdo al proyecto publicado en 2012 por el Partido Liberal Democrático (PLD), que actualmente ejerce el poder. El primer ministro Shinzo Abe, que lo lidera, está arremetiendo contra los principios fundamentales de la democracia.

La Constitución de 1947 sustituyó a la del Gran Imperio del Japón (1889), bajo cuyo amparo terminó hundiéndose el país en las locuras asesinas de una guerra de agresión colonial conocida como guerra de los Quince Años (1931-1945). Los japoneses pasaron entonces de la era de los “súbditos” (o soberanía imperial) a la de los “ciudadanos” (o soberanía popular).

Este cambio de régimen, radical y profundo, se produjo a costa de la deleznable hecatombe causada por la expansión colonial del Estado militarista-fascista japonés (1) y de la igualmente vil masacre provocada por los bombardeos masivos del 10 de marzo de 1945 en Tokio y las dos bombas atómicas que arrasaron las ciudades de Hiroshima y Nagasaki en cuestión de segundos.

Pese a que mantiene la vigencia del “tennoísmo” (emperador e institución imperial como dispositivo central), la presente Constitución es heredera de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, en su afán por “defender los derechos naturales y civiles, sagrados e imprescriptibles”. El Japón de hoy, surgido de las ruinas y devastaciones de la guerra, se construyó pues sobre la idea de poner fin de una vez por todas al sistema de opresión estatal.

El caso es que, en los últimos años y especialmente desde el establecimiento en diciembre de 2012 de la segunda Administración Abe, este Japón democrático de la posguerra ha entrado en una fase crítica y es objeto de una intencionada política de desbaratamiento (2). La primera etapa de la revisión constitucional estriba en la remilitarización del país a través de una enmienda al artículo 9, que prohíbe la posesión de fuerzas armadas, pero su verdadero objetivo va mucho más allá. Se trata de liquidar los principios fundamentales del constitucionalismo moderno como sistema de defensa de las libertades públicas. Este es el auténtico peligro.

Frente a las fuerzas políticas actualmente al mando, portadoras de una visión tradicionalista del país centrada en la preeminencia del emperador y empeñadas en acelerar una revisión constitucional, es justo preguntarse por qué han llegado los japoneses a este punto tras setenta años de “experiencia democrática”. ¿Por qué siguen legitimando una política autoritaria, irrespetuosa con la vida de la abrumadora mayoría de la población, como trágicamente lo muestra el ejemplo del desastre de Fukushima y la alarmante realidad posterior? (3).

Mi primera respuesta es de tipo político-filosófico.

Lo que esencialmente define el concepto japonés de “política” –o sea, la forma en que los japoneses crean y organizan su existencia colectiva, su forma de estar juntos– es considerarse a sí mismos no como “nación cívica” sino como “nación étnica”. A diferencia de Europa occidental, que, para bien o para mal, inventó el Estado-nación inspirándose en la filosofía política, desde Thomas Hobbes hasta Jean-Jacques Rousseau, basada esta en el concepto fundamental de pacto social, Japón no termina de abrazar la idea central de que la vida colectiva es el resultado de una “asociación política” creada a conciencia para salvaguardar los derechos naturales, las libertades fundamentales.

Ocurre que, en el imaginario político japonés, no se entiende de esa manera el “estar juntos”. Este, por el contrario, se confunde con la Naturaleza y, por ende, existe desde el principio de los tiempos independientemente de la voluntad humana. Intuyo y sospecho que el origen de la apatía política de los japoneses radica en esta concepción naturalista de la sociedad, es decir, en el rechazo a concebir la sociedad como una creación humana, fruto de una decisión común. Por eso me atrevo a afirmar, por muy desconcertante que parezca, que no puede haber “pueblo”, ni “ciudadano”, ni siquiera “sociedad” en Japón, en el sentido que da a estos términos la filosofía política de la Ilustración francesa y europea (4).

Estructura jerárquica de la sociedad “incrustada” en el idioma

Mi segunda respuesta es lingüística.

El “estar juntos” propio de Japón, la forma en que coexisten los miembros de la comunidad, aquello que Régis Debray define estilosamente como el arte de formar un “nosotros” colectivo a partir de un montón de “yoes”, se caracteriza esencialmente por la verticalidad de las relaciones humanas, la cual asigna a cada uno una posición que solo cobra sentido dentro de una estructura jerárquica. La sustancia de esta forma de organizar las existencias es el dominio de los superiores y la sumisión de los inferiores. Se trata pues de un sistema de mandamientos concatenados que encuentra su perfecta traducción en la común y corriente expresión joi-katatsu (de joi, “voluntad de los superiores” y katatsu, “transmisión hacia abajo”), grabada en la mente de los súbditos japoneses. Según los historiadores, este “estar juntos” coercitivo, hecho de dominación y sumisión, se habría establecido ya en el siglo VIII en el antiguo Estado imperial, reforzándose posteriormente con el Estado shogunal de Edo (1600-1868).

Este orden político, basado en el principio binario de dominación-sumisión tal y como se ha forjado a lo largo de la historia, terminó produciendo un orden lingüístico hecho a su semejanza. Esto significa que la lengua también está estructurada vertical y jerárquicamente, constriñendo al hablante a elegir las palabras convenientes y los giros que se adecúan a cada situación particular, caracterizada esta en lo esencial por el estatus del interlocutor, superior o inferior.

En otras palabras, la estructura jerárquica de la sociedad está de alguna manera “incrustada” en el idioma. Un superior puede convertirse en inferior y viceversa, en la vasta cascada de posiciones sociales rigurosamente estratificadas dentro de cada grupo social, ya sea una empresa, una administración, un partido político o un club, en la escuela y hasta en la familia.

Imaginemos la siguiente situación. Conversan dos hombres, que trabajan en la misma empresa: uno es un simple empleado (A); el otro es el director general (B). Están hablando de sus respectivos padres. Aquí, A podría preguntar a B: “¿En qué año nació su padre? ¿A qué se dedica?, etc.”. Y B, después de responder a A, podría hacerle las mismas preguntas usando exactamente los mismos términos. Los dos hablantes comparten el mismo vocabulario: “su padre”, “nacer”, “dedicarse”, etc. La lengua, como podemos ver, es un bien común accesible a todos los hablantes de manera simétrica y equitativa. Ahora bien, en japonés no es lo mismo, ni mucho menos. A (el hablante de rango inferior) y B (el hablante de rango superior) no utilizan las mismas palabras o, caso de hacerlo, A debe modificarlas añadiendo partículas lingüísticas de deferencia (para el padre de B) o de menoscabo (para su propio padre).

También podemos tomar el ejemplo de una conversación que pone a dos hermanos frente a frente. ¿Cómo se denominan uno a otro? En francés [al igual que en español], simplemente disponen del pronombre personal “tú”. La edad no determina de ninguna manera lo que dice cada persona. En japonés, por el contrario, marca diferencias notables en las palabras utilizadas. El mayor, que está en una posición superior, puede usar la palabra omaé (“tú”) o llamar por su nombre al hermano menor. No así para el benjamín, que, al dirigirse al de más edad, está obligado a utilizar la expresión niisan (“hermano mayor”). Nada de nombre de pila, ni omaé, ni cualquier pronombre personal de segunda persona. Una vez más, la asimetría salta a la vista.

Un tercer y último ejemplo servirá para arrojar cruda luz sobre el idioma japonés como instrumento de actualización de las relaciones jerárquicas de la sociedad. El mecanismo revelador es en este caso una disfunción idiomática, por el uso erróneo del pronombre personal de segunda persona anata en boca de un joven de veinte años con retraso mental. Se trata de un personaje de mi libro Dans les eaux profondes; se llama Takashi y trabaja en una importante empresa. Por su discapacidad (su edad mental es de diez años), la tarea que le incumbe es simplemente recoger todo el correo y distribuirlo. De modo que conoce a todos y cada uno, desde el director general hasta los trabajadores temporales. Su traspié lingüístico consiste en el uso universal del pronombre personal anata, cuando el idioma lo veta con personas de rango superior. Mediante un acto transgresivo del que no es consciente y por el que nadie se escandaliza debido a su déficit intelectual, Takashi revela la incrustación de la jerarquía en la lengua. Sabemos que Roland Barthes tilda la lengua de “fascista”. Porque “el fascismo –afirma– no consiste en impedir decir, sino en obligar a decir” (5). Se necesitó, pues, el desenfado de un “adulto-niño” para encararse con el “fascismo” de la lengua japonesa.

Estar frente a un “tú” es, por lo tanto, la experiencia existencial insoslayable de los hablantes japoneses, ya sea superior o inferior en términos jerárquicos el interlocutor. Así se configura un escenario en el que, lógicamente, la sociedad civil, ese espacio homogéneo donde (supuestamente) se “asocian” hablantes libres e iguales, parece no tener cabida.

Ventajas frente a la epidemia

Podemos mencionar, al respecto, las “cinco vías éticas” (gorin) de la moral confuciana, que ha dejado un sello profundo en la conciencia japonesa: el vínculo de afecto que ata al padre con los hijos; el sentido del deber que une a los vasallos con el príncipe; los distintos papeles que coligan hombre y mujer en la pareja; el orden jerárquico que, entre hermanos, pone al mayor por encima del menor; la relación de confianza que debe reinar entre los amigos. Las relaciones mencionadas son todas de índole vertical, excepto quizás la amistad, que presupone la igualdad entre partes. Pero no queda muy claro que, en la moral confuciana, la amistad se libre de la estructuración jerárquica de las relaciones humanas. En cualquier caso, sólo aparece en quinto y último lugar de esta lista de relaciones ideales y dignas de consideración moral. Así pues, la presencia de extraños no entra en la perspectiva de este concepto restringido y normativo de la sociabilidad.

Ahora bien, ¿no es precisamente con los desconocidos, esos semejantes que se ignoran unos a otros, con quienes se supone que debemos formar una entidad política llamada sociedad civil? Así las cosas, la combinación binaria dificulta de entrada, si no es que la imposibilita, la experiencia de “comunalidad” en que los seres humanos, lejos de verse atrapados en una cadena de dominación y sumisión, se unen transversalmente para crear un espacio de intercambio igualitario de palabras y pensamientos.

Los japoneses ignoramos el concepto de plaza pública donde el pueblo se reúne y delibera. En Ensayo sobre el origen de las lenguas, Rousseau afirma que “una lengua con la que no resulta posible hacerse entender por el pueblo reunido es una lengua servil”. Si el ciudadano de Ginebra resucitara y visitara el país del sol naciente, sin duda diría que sus habitantes, atrapados en una acrobática e ininterrumpida sucesión de sumisiones y dominaciones, no son libres y hablan una “lengua servil”, a imagen y semejanza de su singular forma de estar juntos.

Considerada la democracia no como una forma de gobierno (o de ejercicio del poder), sino más bien como una forma de sociedad, ¿por qué no tiene esta fácil arraigo en el archipiélago japonés y, en términos más generales, probablemente tampoco fuera del muy limitado espacio cultural europeo donde nació motu proprio? La cuestión de la lengua de seguro juega un papel crucial que ha sido ignorado o subestimado durante demasiado tiempo. Y es que, según la lección de Rousseau, la lengua se va forjando según las necesidades de la sociedad. Pero me parece que este filósofo también sostendría que la lengua así forjada sirve a su vez para mantener o congelar la sociedad en la estructura que ordenó su formación, y que ambas se encuentran en una relación de mutua determinación o dependencia.

En un país como Japón, ¿puede el deseo de transformar la sociedad prescindir de una reflexión profunda sobre la naturaleza de la lengua, por medio de la cual se construye la realidad y se producen los intercambios en todos los ámbitos de la vida social, desde el patio de la escuela hasta el Parlamento, pasando por despachos y oficinas? Por supuesto que no. Si la “lengua servil” cambiara, la sociedad de sumisión se movería. Pero sacudir el idioma, como lo hizo Takashi, querer actuar sobre sus usos sociales, hacer que cambien las prácticas lingüísticas, esto es un trabajo de Sísifo, individual o colectivo, cuyos efectos solo la historia puede calcular…

En el contexto de la crisis sanitaria mundial por la covid-19 y considerando los pocos casos registrados en Japón, cabe preguntarse –al margen de la arraigada costumbre del uso de la mascarilla y de la específica liturgia social y cultural (sin apretón de manos, sin abrazos, con distancia proxémica)– si la producción de palabras vivas (y por ende de gotitas), efecto entre más factores de la cultura del debate, no podría entrar en juego. Si se diera el caso de que este inesperado factor es relevante, nos veríamos obligados a constatar, con tristeza, que la “lengua servil” ofrece ventajas frente a la epidemia...

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(1) Cf. Cécile Marin, “Empires en accordéon”, Manière de voir, n.° 139, febrero-marzo de 2015.

(2) Cf. Dans les eaux profondes. Le bain japonais, Arléa, París, 2018.

(3) Véase Philippe Pataud Célérier, “En Fukushima, una catástrofe banalizada”, Le Monde diplomatique en español, abril de 2018.

(4) Cf. la conferencia “Vivre en exilé linguistique. Aller au-delà des limites de son monde” del 25 de septiembre de 2018 en el marco de los Encuentros Internacionales de Ginebra.

(5) Roland Barthes, Leçon, Seuil, París, 1978.

Mizubayashi Akira

Novelista. Escribe tanto en francés como en japonés. Autor, entre otros libros, de Dans les eaux profondes. Le bain japonais, Arléa, París, 2018, y de Âme brisée, Gallimard, París, 2019.