Cuando, el 23 de junio de 2016, los electores británicos otorgaron una mayoría (un 51,8%) al voto del leave, se pronunciaron a favor de la salida del Reino Unido de la Unión Europea (UE), el brexit. Todo había comenzado con una maniobra cínica de David Cameron: al organizar una consulta a la que no estaba obligado, el primer ministro conservador (él mismo favorable a la pertenencia a la UE) quería sobre todo desarmar a los sectores fuertemente eurófobos de su propio partido.
El fiasco fue total. Tras la victoria del leave, David Cameron se vio obligado a dimitir y fue reemplazado por Theresa May en el número 10 de Downing Street. En cuanto al Partido Conservador, perdió su mayoría absoluta en la Cámara de los Comunes durante las elecciones legislativas anticipadas del 8 de junio de 2017. Con el paso de los meses, lo que en un principio no era más que una peripecia de política interna británica se transformó rápidamente en una cuestión central para toda la UE.
Mediante la activación, en marzo de 2017, del artículo 50 del Tratado de Lisboa, que permite que un Estado miembro abandone la UE, Theresa May inició un proceso que ni ella ni los demás Gobiernos europeos controlan. Casualidades de la geografía, el principal escollo actual en las negociaciones entre Londres y los Veintisiete se encuentra en Irlanda. En caso de brexit, se restablecería una frontera física entre dos entidades estatales pertenecientes ambas hasta ahora al mercado único europeo: en el Sur, la República de Irlanda; en el Norte, una de las cuatro provincias del Reino Unido.
Cualquier fórmula que pretenda conservar la total libertad de circulación en el conjunto de la isla supondría conceder a Irlanda del Norte un estatus diferente al de Gran Bretaña, a lo que se oponen enérgicamente tanto los brexiters como el Partido Unionista Democrático (DUP por sus siglas en inglés), siendo indispensable para Theresa May el apoyo de sus seis diputados para conservar la mayoría en Westminster. No obstante, con independencia del final –hard o soft brexit– de la crisis generada por el escrutinio de junio de 2016, la “cuestión irlandesa” puede volverse en cualquier momento pasional, incluso violenta; capaz, pues, de hacer que fracase cualquier acuerdo.
Entre las otras enseñanzas que pueden extraer los partidos y movimientos que aspiran a una Europa en ruptura con lo que puede denominarse el “consenso de Bruselas”, la más importante es la consideración del elevado nivel de imbricación de las economías nacionales en el seno de la UE. De ahí numerosos “efectos mariposa” (1) potenciales como, por ejemplo, la repercusión de los nuevos itinerarios de transporte marítimo inducidos por el brexit en la actividad de las ciudades costeras de Bélgica y de Francia.
Resulta indispensable el conocimiento detallado de estas interacciones para anticipar las resistencias o los sabotajes de las fuerzas del statu quo. A este respecto, la campaña por el brexit, aunque tuvo lugar en otro contexto ideológico, es un contraejemplo sobre el que reflexionar: por su falta de preparación y, a veces, sus mentiras constatadas a posteriori, algunas personalidades del Partido Conservador han desacreditado ante una parte de la opinión pública británica la causa que pretendían defender. Han logrado una proeza: el 20 de octubre de 2018, en Londres, es decir, en el país más euroescéptico de la UE, contribuyeron a que salieran a la calle más de medio millón de manifestantes enarbolando la bandera azul estrellada europea para reclamar la organización de un nuevo referéndum. Pero, esta vez, para votar por el remain, es decir, por el mantenimiento del reino en la UE. De alguna manera, para incitar otra salida, la del brexit…