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Elogio de la gratuidad

por Paul Ariès, noviembre de 2018

El proyecto de renta básica universal suscita el entusiasmo de algunos, movidos en su inmensa mayoría por sentimientos de equidad y generosidad. Pero, ¿descansa su pretensión sobre bases sólidas desde el momento en que se ampara en la idea de una “crisis del trabajo” según la cual una parte cada vez más importante de la población ya no encontrará empleo? Teniendo en cuenta que el aumento de la productividad permanece en un nivel históricamente bajo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, se podría concluir, al contrario, que los seres humanos no han acabado con el trabajo. ¿No sería mejor centrar su reflexión en la identificación de otra crisis: la de la mercantilización?

El capitalismo, cuya vocación es transformar el mundo en mercancías, no puede continuar dicho proceso sin amenazar a la humanidad con un hundimiento a la vez financiero, social, político y ecológico. Tomar conciencia de esta situación lleva a defender otro tipo de renta básica, desmonetarizada. En otras palabras: la gratuidad, cuya ampliación se trataría de defender, ya que nunca ha desaparecido del todo. Renta básica o gratuidad, el dilema, resumido, es: ¿qué vale más la pena, dar dinero a los ciudadanos o proveerles de servicios gratuitos?

Podemos identificar tres factores a la hora de dar una respuesta. En 2017, el University College de Londres comparó el coste de una renta básica universal con el de la implantación de la gratuidad de los servicios básicos universales (vivienda, alimentación, sanidad, educación, servicios de transporte, servicios informáticos, etc.) en Reino Unido (1). La segunda costaría 42.000 millones de libras esterlinas (alrededor de 48.000 millones de euros), frente a los 250.000 millones en el caso de la renta básica (alrededor de 284.000 millones de euros). Por un lado, el equivalente al 2,2% del producto interior bruto (PIB) británico; por el otro, el 13%. Resultados similares se observarían en Francia, llevando a una primera constatación: la gratuidad parece a priori más “realista” económicamente que la renta básica universal.

Además de su coste, la renta básica universal presenta un escollo: el hecho de mantener, o incluso extender, la equiparación de todos los aspectos de la vida con una cierta cantidad de dinero. ¿Remunerar a los padres por la educación de sus hijos, a los estudiantes por sus lecturas o a los campesinos por los servicios que prestan al medio ambiente no contribuye en última instancia a reforzar la lógica de la mercantilización? Una reflexión de este tipo llevó al intelectual André Gorz a abandonar la idea de la asignación universal (que una vez consideró “la mejor herramienta para redistribuir hasta donde sea posible tanto el trabajo remunerado como las actividades no remuneradas”) en provecho de la de gratuidad (2).

Incluso los mejores proyectos de renta básica universal se quedan a medio camino: por un lado, nada garantiza que las sumas asignadas se utilicen en productos de valor ecológico, social, democrático; por otro lado, el dispositivo mantiene a la sociedad dentro de una lógica de definición individual de las necesidades, en definitiva, de la sociedad de consumo.

Además de responder tanto a la emergencia social como a la ecológica, la gratuidad permite derrotar a los cuatro jinetes del Apocalipsis que amenazan a la humanidad y el planeta: mercantilización, monetarización, utilitarismo y economismo. Nos propulsa hacia una lógica de necesidades y escasez.
La gratuidad que debemos defender implica una construcción. Económica, en primer lugar: si la escuela pública es gratuita, es porque los impuestos la financian. La gratuidad libera el servicio del precio, no del coste. Cultural, en segundo lugar: no se trata de prometer una libertad salvaje de acceso a los bienes y servicios, sino de respaldarla con reglas.

Primera regla: la gratuidad no se limita a los bienes y servicios que posibilitan la supervivencia, como el agua o la alimentación básica. Se extiende a todos los ámbitos de la vida, como el derecho a parques y jardines públicos, a parques infantiles, al embellecimiento de las ciudades, a la energía básica, la sanidad, la vivienda, la cultura, la participación política... El desafío es multiplicar las islas de gratuidad con la esperanza de que mañana formen archipiélagos y pasado mañana continentes.

Segunda regla: si todo es susceptible de ser gratuito, se producirán ciertas subidas en los precios. ¿Paradoja? De ninguna manera: la gratuidad va de la mano de la sobriedad. Un ejemplo: la gratuidad de un bien como el agua responde no solo a una preocupación social, sino también a una emergencia ecológica, instando, por ejemplo, a construir redes de distribución más pequeñas a fin de reducir las pérdidas (calculadas en más de un tercio), o a poner trabas al principio del sistema mercantil según el cual el agua solo es utilizable una vez. El reciclaje de las aguas grises (procedentes de usos domésticos) para su consumo sigue prohibido en Francia por razones de salud. Sin embargo, se desarrolla en otros países (Estados Unidos, Japón, Australia), donde la gente no enferma más que en Francia. Pero, ¿es concebible que se pueda pagar lo mismo por agua destinada al consumo y por agua destinada a llenar una piscina? No hay una definición científica, y mucho menos moralista, de lo que sería un buen o mal uso de los “bienes públicos”. Por lo tanto, dependerá de los ciudadanos –es decir, de los procesos políticos– definir lo que deberá ser gratuito, encarecido o incluso prohibido. Lejos de generar despilfarro, tal como sostiene la fábula de la “tragedia de los comunes” de Garrett Hardin (3), la gratuidad potencia el sentido de la responsabilidad a la hora de explotar el medio ambiente.

Tercera regla: el paso a la gratuidad implica transformar productos y servicios preexistentes. En la restauración escolar, por ejemplo, esto debería permitir avanzar hacia una alimentación local, que respetara las temporadas, consumiera menos agua, contuviera menos carne y fuera preparada in situ (4). Las mediatecas atraerían a nuevos lectores, pero cambiando los hábitos, con muchos menos préstamos por carné, ya que se saldría de la lógica de consumo en la que todo el mundo mira por su dinero y saca prestado el máximo posible. Los servicios funerarios gratuitos, ya autorizados por ley, pueden ser una buena ocasión para instaurar una ceremonia republicana, o legalizar la humusación o promación (5); en todo caso, para implantar políticas de apoyo social y psicológico a las familias.

Las ciudades, laboratorios de la gratuidad de los transportes públicos urbanos y suburbanos, demuestran que nos equivocaríamos si nos contentáramos con suprimir los billetes: también –sobre todo– se trata de transformar el servicio, de adoptar tecnologías e infraestructuras alternativas. Estas no conciernen solo a las ciudades pequeñas y medianas, sino a urbes como Tallin, la capital de Estonia, o, a determinadas horas, la ciudad china de Chengdu, de catorce millones de habitantes. En Île-de-France, el informe encargado por la presidenta de la región, Valérie Pécresse, reconoce que la gratuidad no entrañaría un problema de financiación, sino de riesgo de saturación de la red, prueba de que el sistema de mercado no satisface el derecho a la ciudad y no sabe dar respuesta a la crisis ecológica. Por ello, este mismo informe se decanta por el imposible coche “limpio”. Contrariamente a la persistente idea que hace incompatibles gratuidad y calidad, la gratuidad no conduce a un empeoramiento de la calidad del servicio en ningún ámbito. La experiencia lo demuestra: esta no contribuye al aumento de las incivilidades ni a una mayor degradación; al contrario.

Sin embargo, algunos consideran que solo la mercantilización protegería los recursos naturales: cuanto más escasee el petróleo, por ejemplo, más aumentará su precio, lo que llevará a limitar su uso. Así pues, presentan la gratuidad como un derroche organizado. Nada más falso. Tomemos el caso de la energía: no se trata de volver toda la energía gratuita, ni siquiera de alcanzar el máximo de nuestras capacidades de producción. Actualmente, todo el mundo sabe que la supervivencia de la humanidad requiere dejar gran parte del petróleo disponible bajo tierra, ya que su uso agravaría el calentamiento global. Concebir la gratuidad de la energía requiere elaborar una transición rápida y suave desde un estilo de vida energívoro hacia un estilo de vida sobrio. Semejante política casa a la perfección con el escenario negavatio, basado en una reducción en origen de las necesidades de energía partiendo de sus diferentes usos.

El 1 de octubre de 2018, el llamamiento “Hacia una civilización de la gratuidad”, lanzado en torno al libro-manifiesto publicado en Francia Gratuité versus capitalisme, obtuvo el apoyo de gran número de personalidades y organizaciones políticas de izquierda y ecologistas. Opone a la gratuidad que solo es un acompañamiento del sistema (la de las tarifas sociales, destinadas a los “que han caído”, que nunca están exentas de condescendencia ni seguimiento estatal), a una gratuidad de emancipación (la de la escuela pública, la del principio de seguridad social tal y como se recoge en el programa del Consejo Nacional de la Resistencia). Y propone romper definitivamente con toda ecología basada en la culpa.

Emancipadora, la gratuidad es un canto a “disfrutar más”. Se pueden formular mil reproches a la sociedad de consumo; no obstante, siempre logra seducir incitando a consumir todavía más. Romper con este “disfrute de tener” implica oponerle otro: el de ser.

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(1) Jonathan Portes, Howard Reed y Andrew Percy, “Universal basic services”, Social Prosperity Network, Institute for Global Prosperity, Londres, octubre de 2017.

(2) André Gorz, Misères du présent, richesse du possible, Galilée, París, 1997.

(3) Garrett Hardin, “The tragedy of the commons”, Science, vol. 162, n° 3859, Washington, DC, diciembre de 1968.

(4) Cf. Une histoire politique de l’alimentation. Du paléolithique à nos jours, Max Milo, París, 2016.

(5) N. de la R.: “Humusación”: transformación del cuerpo en compost; “promación”: disolución del cuerpo en nitrógeno líquido.

Paul Ariès

Politólogo, director del Observatorio Internacional de la Gratuidad (Observatoire international de la gratuité, OIG) y autor de Gratuité vs capitalisme (Larousse, París, 2018)..