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Las razones de un vuelco

¿Es Brasil fascista?

Las elecciones de octubre de 2018 en Brasil han estado marcadas por la victoria de Jair Bolsonaro y de su formación de extrema derecha, el Partido Social Liberal (PSL). Misógino, homófobo, racista y rodeado de partidarios del regreso de los militares al poder, Bolsonaro encarna una corriente política que había mantenido un perfil bajo en América Latina desde el final de las dictaduras.

por Renaud Lambert, noviembre de 2018

Hace solo algunos meses, Brasil iba a dar un vuelco a la izquierda. Todo indicaba que Luiz Inácio Lula da Silva (Partido de los Trabajadores, PT) ganaría con facilidad las presidenciales de octubre de 2018. Con un 40% de intención de voto, el ex jefe del Estado sacaba una cómoda ventaja a sus rivales, pese a una situación de volatilidad que complicaba las estimaciones. No obstante, condenado por corrupción tras un proceso cuestionable –marcado por una intransigencia que la justicia no hizo extensiva a los dirigentes de la derecha (1)–, “Lula” tuvo que renunciar a su candidatura el 11 de septiembre de 2018. Desde entonces, un diputado de extrema derecha que propone purgar Brasil del comunismo y restablecer el orden se ha impuesto como el hombre fuerte del quinto país más poblado del planeta. ¿Se han convertido los brasileños en fascistas en cuestión de semanas?

Poca gente sabía de la existencia de Jair Bolsonaro (Partido Social-Liberal, PSL) antes de la campaña de 2018. Sus salidas sexistas, homófobas, favorables a la tortura o lamentando la blandura represiva del general chileno Augusto Pinochet sin duda se habrían olvidado si hubieran venido de uno de esos editorialistas especializados en generar polémica. Como resulta que conforman el programa de un hombre que ha obtenido un 46% de sufragios en la primera vuelta de las elecciones presidenciales [y un 55% en la segunda vuelta], han dado la vuelta al mundo.

Los brasileños de extrema derecha existen, sin duda. Pero, ¿representan algo más que una fracción de los 57 millones de personas que votaron por Bolsonaro? ¿Debemos considerar más bien, como Jesús Aznarez, editorialista del diario El País, que el resultado de las elecciones muestra “el analfabetismo político de buena parte de América Latina”, una región poblada por millones de “iletrados en materia de democracia”? (2). En otras palabras, ¿se puede aplicar el razonamiento de los editorialistas a la hora de explicar la elección de Donald Trump en Estados Unidos y el voto a favor de la salida de la Unión Europea en Reino Unido también al éxito de Bolsonaro en Brasil?

Un tercer análisis parte del sentimiento de relegación de gran número de brasileños. Hace solo unos años, su país generaba esperanza y admiración. Durante la reunión del G20 de abril de 2009, el presidente estadounidense Barack Obama interrumpe una conversación para precipitarse hacia “Lula”, que acaba de llegar: “Admiro a ‘Lula’: ¡el dirigente político más popular del mundo!”. Unos meses más tarde, la portada del semanario británico The Economist celebra el “despegue” de Brasil: un crecimiento espectacular, representado mediante el ascenso de la estatua del Cristo Redentor del cerro del Corcovado, en Río de Janeiro. Mientras la prensa elogia la izquierda “razonable” de Lula –opuesta a la del presidente venezolano Hugo Chávez, considerada demasiado “roja”–, Brasilia trastoca la jerarquía de las relaciones internacionales. En mayo de 2010, Europa descubre la magnitud de la crisis en Grecia e Irlanda. Brasil, por su parte, obtiene magníficos resultados económicos, e incluso se da el gusto de una venganza: un préstamo de 14.000 millones al Fondo Monetario Internacional (FMI). Ese mismo año, Brasilia y Ankara cortocircuitan las cancillerías occidentales y logran un acuerdo con Teherán sobre el programa nuclear iraní. El mundo parece haber cambiado, y Brasil da la impresión desempeñar un papel de primer orden…

Una situación insostenible

Menos de diez años después, el país provoca consternación. Los guionistas de la serie estadounidense House of Cards, de intrigas no obstante bizantinas, se confiesan superados por la creatividad que revelan los escándalos de corrupción brasileños. Esos casos de malversación, amplificados por medios de comunicación convertidos en fuerza opositora a un PT largo tiempo hegemónico, desacreditaron el sistema político. La violencia de los políticos hacia las instituciones halla su reflejo en la que abruma a la población en la calle: hay, de media, un asesinato cada diez minutos; entre 2006 y 2016 se contabilizan más de medio millón. Entre la clase media alta, son incontables las familias que han abandonado el país.

En vísperas de la votación, Brasil se encontraba en una situación insostenible. A partir de 2010, la caída de las exportaciones (tanto en volumen como en valor) provocó una grave recesión. Las decenas de millones de personas a las que las políticas del PT habían sacado de la pobreza no tenían intención de volver a caer en ella. Durante los “años Lula”, habían experimentado progresos e incubado esperanzas, a las que nadie renuncia fácilmente. La oligarquía, por su parte, poseedora de una deuda interna cuyo reembolso acapara casi la mitad del presupuesto federal, exigía que se continuase mimándola. Brasilia, en horas bajas, no podía satisfacer demandas tan contradictorias. La estrategia de conciliación del exsindicalista Lula da Silva, que había permitido a la vez socorrer a las favelas y cautivar a la Bolsa, había llegado a su fin.

En 2013, estallan manifestaciones que exigen más servicios públicos. Muy pronto, los medios de comunicación privados tergiversan sus motivos: las presentan como una reacción a la prevaricación, cuyo seguimiento copa sus portadas. La operación funciona tanto mejor cuanto que ofrece a las clases medias la oportunidad de expresar –por fin– una exasperación hasta entonces a menudo reprimida: la de ver sus privilegios cotidianos mermados por la política social del PT. “Debe comprenderse que, hace tan solo unos años, los aeropuertos eran lugares distinguidos”, nos explicaba una representante de la burguesía de São Paulo en 2013. “Con el aumento del nivel de vida de los más pobres, las clases medias deben ahora hacer la cola junto a personas que consideran pordioseros”. ¿Y qué decir de la decisión del Senado en 2013 de conceder a los trabajadores domésticos los mismos derechos que a los demás trabajadores? Una humillación inaceptable, que introducía el virus de la lucha de clases en el tranquilo universo de los hogares acomodados (3).

A ojos de esta población, la corrupción no consiste solo en el enriquecimiento ilícito de los líderes políticos: también está en los programas sociales destinados a las clases populares, aún más insoportables ahora que la situación económica empeora. En la calle, los lemas van cambiando. La urgencia ya no es social, sino represiva. Se trata de liberar al país de los “comunistas”, del PT en el poder, cuyos líderes robarían doblemente: en primer lugar, llenándose los bolsillos; en segundo lugar, financiando la ociosidad de su electorado.

De crisis política a institucional

La crisis económica adquiere cariz político cuando la derecha aprovecha la situación para destituir a la presidenta Dilma Rousseff en 2016. La acusación de corrupción es infundada, pero la operación funciona. Aupado al poder sin haber pasado por las urnas, el Gobierno de Michel Temer, del Movimiento Democrático Brasileño (MDB, derecha), resuelve el dilema económico que enfrenta el Estado recortando gastos, flexibilizando el mercado laboral y bajando las pensiones. Devastado por los escándalos, desprovisto de toda legitimidad, Temer desacredita un poco más al Estado. Su índice de popularidad no supera el 3%. El Estado de derecho ha desaparecido de las calles, cada vez menos seguras; parece haber abandonado los ministerios. Algunos piden el regreso de los militares. La crisis política se ha transformado poco a poco en crisis institucional.

En este escenario, una nueva candidatura de “Lula” suponía para una amplia coalición de clases una esperanza: la de un retorno al próspero periodo de la década del 2000, cuando el crecimiento permitía difuminar las contradicciones de la sociedad; en otras palabras, la posibilidad de afianzar la joven democracia brasileña sin alterar el statu quo. Según el historiador Fernando López D’Alesandro, este proyecto podía contar con el apoyo de “los sectores más lúcidos de la patronal, en sintonía con [el expresidente] Fernando Henrique Cardoso, el PSDB [Partido de la Social Democracia Brasileña] y una fracción del PT deseosa de reconstruir un pacto social” (4). Después de todo, cuando el dinero circula, la corrupción –inscrita en el código genético de las instituciones brasileñas (5)– molesta menos. El zumbido de los helicópteros que transportan a sus millonarios de rascacielos en rascacielos puede incluso hacer soñar a quienes acaban de comprarse su primer coche. ¿Semejante proyecto era realista? Recluido en una celda, Lula da Silva no podrá defenderlo ni ayudar a su sucesor, Fernando Haddad, a hacerlo. La esperanza conduce a un callejón sin salida: “El PT sin Lula no es nada y, sin Lula, la idea de un nuevo pacto social pierde su viabilidad”, concluye López D’Alesandro.

Al bloquearle el camino hacia la presidencia al exdirigente, la derecha tradicional pensaba allanar el suyo. Se disparó un tiro en el pie. Con el apoyo de la justicia y los medios de comunicación, persuadió al pueblo de que el Estado tenía una única función: robarle. Pero los votantes comprendieron que el PT no era el partido más corrupto. Si bien su peso disminuye, sigue siendo la primera formación del Parlamento (56 escaños frente a 69). Por su parte, la derecha se hunde. Piedra angular de la mayoría de alianzas en el Congreso desde la restauración de la democracia en 1985, el MDB pierde casi la mitad de sus escaños (su número pasa de 66 a 34). En cuanto al PSDB, cae de 54 a 29 diputados. En la primera vuelta de las presidenciales, los sufragios obtenidos por los candidatos de los dos grandes partidos conservadores llegan apenas al 6%.

Apoyado por los evangelistas (6) y, por ahora, sin ningún escándalo que le salpique, Bolsonaro aparece como la solución de un sistema enfermo. Independientemente de si los electores comulgan o no con sus ideas. “Llegados a este punto, prefiero un presidente homófobo y racista a un presidente ladrón” (7), admite un funcionario entrevistado por la British Broadcasting Corporation (BBC).

La “solución” Bolsonaro difiere en todos los aspectos de la representada por “Lula”. Entre la defensa del statu quo y la democracia, Bolsonaro hace mucho que eligió. En toda ocasión, su fórmula se basa en un principio: los más débiles tendrán que hacer concesiones. La defensa de la seguridad individual y la propiedad privada, que preocupa tanto a las clases populares como a las demás, requerirá el sacrificio de vidas inocentes. La restauración de las jerarquías sociales, devolviendo a las clases medias altas sus privilegios, implicará la relegación de determinadas categorías de población (por lo general, obreros y negros) al rango de plebe subalterna. En el ámbito económico, el apoyo a las empresas llevará, por ejemplo, a colocar al Ministerio de Medio Ambiente bajo la tutela del Ministerio de Agricultura. Y la defensa de los intereses de los mercados (garantizada por los buenos consejos del exbanquero Paulo Guedes, que parece haberse convertido en la sombra de Bolsonaro) comportará el aumento de la pobreza y la desigualdad.

“Por desgracia, solo cambiaremos realmente las cosas desencadenando una guerra civil”, declaraba el diputado de extrema derecha en 1999. “Debemos hacer el trabajo al que renunció el régimen militar [1964-1985]: matar a unas 30.000 personas. Y si mueren inocentes, es el precio a pagar” (8). Por ahora, los tanques todavía duermen en los cuarteles, aunque algunos militantes del PSL han considerado que su éxito les autoriza a agredir físicamente a militantes de la izquierda, homosexuales u opositores al PSL. Las maniobras de la derecha y de los medios de comunicación contra “Lula” han hecho, no obstante, posible lo impensable: elevar la política que encarna Bolsonaro al rango de solución aceptable para una parte del país.

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(1) Véase Anne Vigna, “Las ramificaciones del escándalo Odebrecht en Brasil”, Le Monde diplomatique en español, septiembre de 2017.

(2) Juan Jesús Aznarez, “La solución liberticida”, El País, Madrid, 9 de octubre de 2018.

(3) Véase Renaud Lambert, “Au Brésil, la trahison des domestiques”, en “Travail. Combats et utopies”, Manière de voir, n.° 156, diciembre de 2017-enero de 2018.

(4) Fernando López D’Alesandro, “Con los días contados”, El País, Madrid, 27 de julio de 2017.

(5) Véase Lamia Oualalou, “300 ladrones con títulos de doctor”, Le Monde diplomatique en español, noviembre de 2015.

(6) Véase Lamia Oualalou, “Los evangelistas a la conquista de Brasil”, Le Monde diplomatique en español, octubre de 2014.

(8) Fernanda Trisotto, “O dia que Bolsonaro quis matar FHC, sonegar impostos e declarar guerra civil”, Gazeta do povo, Curitiba, 10 de octubre de 2017.

Renaud Lambert