Desde hace dos años y medio, en la costa sur de la isla de Jeju, al oeste del estrecho de Corea, todos los días se repite el mismo ritual, triste e insignificante. Un puñado de activistas sentados en sillas de plástico bloquea la entrada de la construcción de la base naval de Gangjeong. Un batallón de policías levanta en silencio a los opositores de sus sillas. Liberado el paso, un convoy de camiones entra en la obra. Los activistas, con toda la calma, vuelven a sentarse frente a la entrada… a la espera de ser dispersados con la llegada del siguiente convoy, unas horas más tarde.
Muchos de estos obstinados son sacerdotes. “Estamos hartos de ir a la cárcel”, suspira Choi Sung-Hee, una de las coordinadoras del movimiento. “El Gobierno se atreve menos a reprimir a los religiosos. Para silenciar toda oposición, lleva ante la justicia a tantos activistas como le (...)