En junio de 2003, la población carcelaria francesa superó los 60.000 detenidos para 48.000 plazas, récord absoluto desde la Liberación. Insalubridad, vetustez, promiscuidad llevada al paroxismo, higiene catastrófica, carencia de actividades laborales y de formación que degradan la misión de “reinserción” a la categoría de una consigna tan hueca como cruel, junto con el aumento de incidentes graves y suicidios (su índice se ha duplicado en 20 años) provocaron protestas unánimes. Sin reacción notable por parte de las autoridades, preocupadas por mostrar su voluntad de combatir lo que el jefe de Estado –que es entendido en la materia– denominaba con indignación la “impunidad”. Allí donde la izquierda llamada pluralista practicaba una penalización vergonzosa y larvada de la miseria, la derecha republicana elige encauzar los desconciertos y desórdenes sociales que se acumulan en los barrios relegados, minados por la desocupación masiva y el empleo flexible, mediante el despliegue vigoroso y enfático (...)
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La aberración carcelaria
Hartos de discursos apocalípticos sobre la inseguridad, Europa y Francia han adoptado el modelo americano de privatización de las prisiones y han abierto la vía hacia una escalada penal. La encarcelación se ha convertido en un arma absoluta para luchar contra los desórdenes urbanos y sociales que golpea en primer lugar a los más desfavorecidos. No solamente no soluciona ningún problema, sino que se convierte en un instrumento de empobrecimiento y marginación.
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P.-S.
Este texto fue extraído del último capítulo de Punir les pauvres: Le nouveau gouvernement de l’insécurité sociale, Agone, Marsella, que aparecerá en septiembre.