Irak arde. Pueden verse allí las consecuencias de la ignorancia estadounidense sobre el campo de batalla –Faluya poco se parece a una ciudad de Texas, mucho menos a Marsella o a Tolón, liberadas en 1944– o de la arrogancia de una gran potencia. Más profundamente, sin embargo, este chasco es consecuencia directa del concepto de “guerra contra el terrorismo” lanzado por el presidente George W. Bush, después del 11 de septiembre.
En este marco de pensamiento, cada incidente en Irak se ordena lógicamente: los ataques en el “triángulo suní” sólo pueden ser producto de nostálgicos del régimen de Sadam Hussein o de terroristas internacionales vinculados a Al Qaeda; la resistencia de Moqtada Al-Sadr, el resultado de la influencia iraní, uno de los miembros del Eje del Mal; toda acción armada, la prueba de que “ellos” odian los valores occidentales. Tal como lo explica ingenuamente un cabo estadounidense en Irak: “Debemos matar (...)