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Al principio fueron las burbujas de aire de la Antártida

Al buscar entre los archivos sobre el clima guardados en los casquetes polares, un grupo de glaciólogos puso en evidencia el papel del dióxido de carbono. Uno de ellos recuerda aquí cómo los investigadores han contribuido a esclarecer una cuestión que ha pasado a ser política.

por Dominique Raynaud, noviembre de 2015
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ISAAC CORDAL.- "Waiting for Climate Change" (Esperando el cambio climático), 2013
(El artista expone en la Galería COA en Montreal hasta el 28 de noviembre). CEMENTECLIPSES.COM

Desde los años 1960, nuestro joven equipo de glaciólogos estaba empeñado en extraer el gas contenido en muestras de hielo obtenidas en la Antártida. La idea se le ocurrió a Claude Lorius, el fundador del grupo, al observar las miríadas de burbujitas que se escapaban de un cubito de hielo formado hace varios millones de años cuando lo hundía en un vaso de whisky (1). Con nuestros homólogos del Instituto de Física de la Universidad de Berna compartíamos el sueño de acceder a las variaciones del dióxido de carbono (CO2) en la atmósfera del pasado. Las mediciones realizadas sin interrupción desde 1958 por David Keeling en el observatorio de Mauna Loa, en Hawái, sugerían que las actividades humanas modificaban las concentraciones de CO2. También queríamos examinar la predicción del químico sueco Svante Arrhenius, formulada en 1896, a propósito del papel del CO2 en los ciclos de las glaciaciones.

Nuestra motivación provenía fundamentalmente del descubrimiento de la Antártida y de sus tesoros escondidos. El desciframiento de los archivos del clima representaba un importante desafío, y no sólo porque nuestro campo de investigación fuera barrido por fríos extremos y vientos violentos. Después de la larga puesta a punto de los sacatestigos para horadar el casquete de varios kilómetros de espesor, la datación de las muestras de hielo y la medida exacta de su composición parecían ser un rompecabezas. Se necesitaron más de diez años de trabajos de laboratorio, con momentos de esperanza y de desaliento, para resolverlo.

En 1980, las burbujas de aire aprisionadas por el frío comenzaron a desvelar sus secretos. Confirmaron que la atmósfera del último gran glaciar, hace 20.000 años, contenía la mitad de dióxido de carbono. Este valor confirma la hipótesis de Arrhenius, que atribuía el enfriamiento de la edad de hielo a una disminución del 40% de la concentración en CO2.

La etapa más memorable empezó el 1 de octubre de 1987 con la publicación conjunta de tres artículos en la revista Nature (2). Glaciólogos franceses y soviéticos, trabajando codo con codo, revelamos que el contenido de CO2 de la atmósfera y la temperatura de ésta evolucionaron paralelamente en el transcurso de los últimos 160.000 años, es decir, el conjunto del último ciclo glaciar-interglaciar (3). Así pues, nuestra demostración se basaba entonces en el meticuloso análisis de la muestra de hielo extraída en la estación antártica de Vostok. Desde ese momento, los archivos polares confirmaron la correlación entre el CO2 y la temperatura desde hace 800.000 años, es decir, ocho ciclos astronómicos completos (4) (véase el gráfico). Otras mediciones establecieron también un vínculo entre la proporción de metano (CH4) en la atmósfera y la temperatura, lo que acredita la idea de que las variaciones del efecto invernadero han desempeñado un papel importante en las del clima del pasado.

Descubrimientos como estos no podían sino salir a la luz y plantear cuestiones a toda la humanidad. Un año después de la publicación de los resultados de Vostok, por iniciativa del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y de la Organización Meteorológica Mundial (OMM), nació el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés). Su misión, a la cual estuvimos asociados, era y sigue siendo evaluar periódicamente el estado de los conocimientos científicos, socioeconómicos y técnicos sobre el cambio climático.
La pregunta sobre el posible vínculo entre las actividades humanas y la evolución del clima se planteó entonces a nivel gubernamental. La curva obtenida de las mediciones en Mauna Loa (conocida también como curva Keeling) mostraba sin ambigüedad posible el constante aumento del nivel de CO2, lo que no dejaba la más mínima duda sobre su origen antrópico. Y el aire fósil capturado en Vostok revelaba que el índice de CO2 de la atmósfera de los años 1980 –352 partes por millón (ppm), es decir, un 0,0352% en volumen (5)– no había sido nunca igualada, sin duda, en el transcurso del último gran ciclo glaciar-interglaciar. Así, la curva de Mauna Loa y la de Vostok representaban una dimensión icónica en la génesis de la concienciación.

Estas revelaciones incomodaron a los investigadores. ¿Había que concentrarse en la ciencia fundamental o comunicarlo detalladamente a los responsables políticos y a los ciudadanos? Por supuesto, en primer lugar debíamos continuar proponiendo nuestros trabajos a las revistas científicas con un comité de revisión internacional, con el fin de validar la calidad de los resultados y de su interpretación. Este proceso resulta esencial para garantizar que los descubrimientos tengan un grado razonable de credibilidad.

El mundo de los investigadores es tan diverso como la humanidad. Algunos quieren tomar el máximo de precauciones para asegurarse de que se han alejado de cualquier posibilidad de error y de interpretación antes de exponer sus trabajos. Otros –la mayoría– difunden más rápidamente sus descubrimientos elaborando la lista de las posibles fuentes de error y de las diversas interpretaciones posibles. A la hora de publicar nuestros resultados en Nature, el debate entre estas dos opciones fue intenso. Al final, ganó el proceso basado en la duda razonada y fueron los trabajos ulteriores los que corroboraron las primeras demostraciones.

Actualmente, el estado del conocimiento evoluciona rápido gracias a los progresos tecnológicos y a la modelización. El aumento del número de publicaciones científicas ha permitido que la climatología avance rápidamente en el transcurso de las últimas décadas. Además, una de las principales misiones del IPCC consiste en examinar y en evaluar esta literatura científica.

¿Debe compartir el investigador sus trabajos más allá del círculo de sus pares para convencer de la necesidad de actuar? En esto la comunidad científica tampoco tiene una opinión monolítica. Algunos se sienten especialmente requeridos por su pasión por la investigación. Otros descubren la fascinación del contacto con la sociedad, desde los responsables de la toma de decisiones hasta los ciudadanos. El autor de estas líneas se sitúa en una franja intermedia. Aún cautivado por la investigación, progresivamente fui encontrando una motivación adicional en la importancia de lo que está en juego. Una pasión intacta por las muestras de hielo, por la Antártida y por la paleoclimatología puede combinarse con la voluntad de dar testimonio del papel primordial que desarrolla el IPCC en la comprensión del futuro de la humanidad.

Invitado por este grupo en 1992 a convertirme en uno de los autores principales del capítulo relativo al ciclo del carbono, pude experimentar la extraordinaria riqueza intelectual y científica de la interdisciplinaridad. Antes, los investigadores, sobre todo jóvenes, tenían muchas menos ocasiones de realizar tales intercambios. Esta fue también la manera de tener acceso al conjunto de la literatura sobre el ciclo del carbono, la atmósfera, el océano, los continentes a diversas escalas de tiempo. Todas estas enciclopedias vivientes se reunían alrededor de una mesa para elaborar el balance preciso del saber en este terreno, antes de confrontarlo al trabajo de otros grupos. Cuando a continuación yo pasé a ser autor principal, y más tarde revisor, de un capítulo sobre la paleoclimatología, mi entusiasmo no se extinguió. Miles de científicos del mundo entero han contribuido a los trabajos del IPCC desde su formación. Sus pericias, puestas en común, cubren la totalidad de las áreas necesarias para el establecimiento del estado de los conocimientos.

Es completamente legítimo cuestionar la independencia de los científicos, en particular cuando son solicitados por el ámbito político o cuando los lobbies del gran poder financiero tratan de promover conjeturas que sirvan a sus intereses. ¿Cómo no correr el riesgo de equivocarse, de ver sus trabajos instrumentalizados cuando aterrizamos en el campo político, cuyos códigos no dominamos? Sin embargo, por haber participado modestamente, no veo cómo los climatólogos provenientes de la investigación pública, estos forjadores del saber en nuestro campo, podrían ser utilizados globalmente por un grupo de presión o cómo podrían renunciar a su independencia de pensamiento. Es difícil imaginar que los 259 investigadores de la ciencia del clima que participaron en el último informe del grupo 1 del IPCC puedan ser todos culpables de connivencia; sobre todo porque el proceso de evaluación de este documento ha reunido cerca de 50.000 comentarios de expertos de todos los puntos de vista, a los cuales los autores tuvieron la obligación de responder.

En la actualidad, 195 países son miembros del IPCC y participan en los trabajos sobre la comprensión de la máquina climática y las causas del cambio (grupo 1), sobre sus posibles repercusiones (grupo 2) y sobre las estrategias de respuesta (grupo 3). ¿Hay que recordar que esta pequeña organización (doce empleados) con sede en Ginebra requiere la colaboración de especialistas únicamente a título voluntario? A pesar de que a veces es criticado, el consenso con el que se dirige la redacción de los informes proviene de un proceso, no de un preacuerdo. Este modo de avanzar no es incompatible con el respeto a la rigurosidad del investigador, que no lo sabe todo y que no olvida jamás que la verdad científica sólo existe de manera transitoria. Nuevos descubrimentos podrán invalidar en cualquier momento un resultado.

No obstante, ¿existe algo mejor para orientar las decisiones? Encargado de alimentar la reflexión política para hacer frente a este importante desafío al que se enfrenta nuestra civilización, el IPCC representa una experiencia institucional única. Hoy crea escuela en el estudio de la vulnerabilidad de la biodiversidad y quizás mañana, en otros campos como los riesgos tecnológicos.

Desde Louis Pasteur y la enfermedad del gusano de seda, los científicos fueron convocados a menudo para encontrar soluciones frente a las amenazas que pesan sobre los hombres –y no siempre con éxito–. Pero jamás un número tan grande de ellos estuvo al servicio de tantas naciones para resolver un problema del cual nadie podrá escapar. Desempeñaron un papel importante en el diagnóstico del actual calentamiento global; sus conclusiones aportan la base de las discusiones que se mantendrán y de las decisiones que se tomarán durante la Conferencia sobre el Cambio Climático de París. Muchos están implicados en las evaluaciones del IPCC; algunos han dado testimonio ante los Parlamentos de sus países o ante el público general en encuentros y debates. Sus trabajos y sus actividades sitúan a los responsables de la toma de decisiones frente a su compromiso con las generaciones futuras.

En esta época, mientras que prácticamente en todas partes las instituciones invierten sobre todo en la investigación aplicada, nosotros podemos afirmar a partir de nuestra propia experiencia que no puede haber descubrimientos importantes ni análisis creíbles sobre el riesgo climático sin el aporte de la investigación fundamental. Más allá del clima, también hemos podido medir los beneficios de una cooperación internacional sin rivalidades políticas, tal y como supimos construirla con los soviéticos en plena Guerra Fría.

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(1) Claude Lorius y Laurent Carpentier, Voyage dans l’anthropocène. Cette nouvelle ère dont nous sommes les héros, Actes Sud, Arles, 2011.

(2) Nature, Nº 329, Londres, 1 de octubre de 1987.

(3) Las imperfecciones de la mecánica celeste (efecto trompo y oblicuidad del eje de rotación de la Tierra, excentricidad de su elipsis alrededor del sol) y el efecto invernadero natural producen desde hace un millón de años fases glaciares frías de aproximadamente 80.000 años que suceden a fases interglaciares calientes de aproximadamente 20.000 años.

(4) Science, vol. 317, nº 5839, Washington, DC, 10 de agosto de 2007, y Nature, vol. 453, nº 7193, 15 de mayo de 2008.

(5) Los datos recientes indican que el índice actual de CO2 (399 ppm, es decir, un 0,0399%) no tiene equivalente en el transcurso del último millón de años.

Dominique Raynaud

Director emérito de investigación del Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS) en el Laboratorio de Glaciología y de Geofísica del Medio Ambiente (LGGE) de Grenoble, miembro del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC).

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