En una apartada aldea del sur de Yemen, un coche exhibe orgullosamente en el parabrisas el retrato del presidente Alí Abdulá Salé –alineado con Estados Unidos en la “guerra contra el terrorismo”– y el de Osama Ben Laden. En esta doble afiliación no hay que limitarse a ver una marca de duplicidad que muchos analistas extranjeros señalan con irritación, sino también la capacidad que muestra el poder para no romper con una oposición islamista percibida como legítima por la sociedad y mantener así cierta estabilidad. Y con gran éxito: el país no ha sufrido ningún atentado de envergadura desde 2001.
Más que por la violencia terrorista, los yemeníes están preocupados por cuestiones económicas y sociales: el progresivo agotamiento de los magros recursos petrolíferos, el desgaste del poder y los efectos perversos de las presiones originadas por la obsesión de seguridad de la agenda internacional.
Cuidadoso de no repetir los errores que, (...)