Wakala es uno de esos barrios que, surgidos de la nada estos dos o tres últimos años, le dan a Dajla, en el extremo sur del Sahara Occidental y en los confines de Mauritania, un aspecto de ciudad en plena expansión. Aquí, como en el conjunto de este vasto territorio anexionado por Marruecos desde 1975, pero reivindicado por el Frente Polisario y a la espera desde hace veinte años de un referéndum de autodeterminación previsto por múltiples resoluciones de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), es difícil desplazarse sin despertar sospechas. Policías de la Seguridad Nacional, elementos de las Fuerzas Armadas reales y militares son omnipresentes. “¡Todas esas fuerzas de seguridad son la peste! Por cada policía uniformado, hay diez de civil”, se indigna un residente extranjero que, al igual que muchos de nuestros interlocutores, desea mantener el anonimato.
Un rápido recorrido en automóvil por Wakala permite comprobar que las huellas de los últimos episodios de violencia, que estallaron a finales del mes de septiembre de 2011, ya han desaparecido. “La wilaya (provincia) se apresuró a limpiarlo todo, a despejarlo todo”, cuenta Sidi (1), un saharaui de unos cuarenta años. Las autoridades locales, que se someten a su estrategia de “normalización”, mencionan en cada uno de sus comunicados una ciudad “apacible y serena”. Pero estos enfrentamientos, asegura Sidi, siguen presentes en la memoria de todos y en todas las discusiones.
Ese domingo 25 de septiembre, al término de un partido de fútbol, “se produjeron altercados entre hinchas de ambos equipos, cuenta el semanario marroquí TelQuel. Un joven saharaui habría sido agredido por habitantes originarios del norte del país. (...) Jóvenes saharauis corrieron a buscar refuerzos al centro de la ciudad. Se subieron a decenas a bordo de vehículos todo terreno y se dirigieron al barrio de Wakala” (2). Mohamed, a quien encontramos en el lugar a comienzos de diciembre, confirma esta versión y describe una verdadera batalla: “Los marroquíes eran muchos, probablemente varios cientos, confía, lejos de miradas y oídos indiscretos. Se nos acercaron. Los policías los dejaron actuar”.
Con lujo de detalles, Mohamed reconstruye en el terreno el desarrollo de los enfrentamientos: “Fue como una batalla de otros siglos, con sables”. Él mismo no oculta tener uno y haberlo utilizado “para proteger a mi familia”. Otra arma se vuelve aún más temible: los 4x4, que no dudan en arremeter contra el bando contrario. “Es el arma secreta de los saharauis, para atrapar a los marroquíes por detrás”, agrega sonriente. Siete personas encontrarían la muerte, entre ellas dos policías. Sidi piensa en su vecino de unos treinta años que, como muchos otros, fue detenido los días siguientes simplemente por tener un 4x4. “Desde entonces, sigue preso en la cárcel de El Aaiún”, cuenta (3).
Los enfrentamientos se extendieron por toda la ciudad, pero se concentraron en Wakala y sus alrededores, en un vasto terreno cercano al aeropuerto. Este barrio es emblemático de tensiones exacerbadas entre marroquíes (los saharauis hablan más bien de “marroquíes del Norte”) y saharauis (los marroquíes, así como muchos saharauis con quienes nos encontramos, dicen “gente originaria de la región”, “saharianos”, incluso “autóctonos”). El editorialista de TelQuel, Karim Boukhari, califica este conflicto de “bomba Sahara” (4).
En estas casas viven familias que provienen de las villas miseria. Llegaron a comienzos de los años 1990, poco después del alto el fuego firmado por el Frente Polisario, en momentos en que se preparaba el referéndum de autodeterminación. Se trataba entonces de asegurar el control del territorio e inflar los padrones electorales para influir en el resultado del escrutinio. Se les dio dinero, así como el terreno y los materiales para construir la casa. “En pocas semanas, ¡las villas miseria habían desaparecido!”, recuerda un europeo.
Esta política clientelista explica en parte las tensiones actuales. Una ayuda pecuniaria se otorga a los “adherentes” saharauis que abandonan los campamentos de refugiados instalados desde hace treinta y seis años cerca de la ciudad argelina de Tinduf para volver a la “madre patria”, según la terminología del poder marroquí. Nos hablan también de la “tarjeta de promoción nacional” otorgada a muchos saharauis a cambio de “tareas de interés general” de todo tipo. En resumen, el poder compra a unos y a otros. Pero, en este pequeño juego, la envidia supera la paz social buscada.
El paraíso que miles de marroquíes encontraron –y que siguen viniendo a buscar– en estas tierras, gracias a la pesca de pulpo, las plantas de procesamiento de pescado, las fábricas de conservas de sardinas y las explotaciones hortícolas, como en esos gigantescos invernaderos que se observan alrededor de Dajla, o incluso en los fosfatos extraídos en Bu Craa, crea también divisiones en el seno de la población. Primero porque la emigración económica a veces se traduce en desengaños. Recientemente, empresas frigoríficas encargadas de procesar el pescado han realizado despidos. ¿La causa? La apertura de las aguas del Sahara Occidental, conocidas por su riqueza ictícola, a los inmensos buques de alta mar europeos y rusos no favorece plenamente el desarrollo del sector (5). Las miles de toneladas pescadas en una sola jornada por la mayoría de los buques escapan totalmente a la industria local. El recurso desembarcado no es valorizado: muchos barcos optan por capturar un tonelaje máximo y transformar su pesca en... harina animal.
Por otra parte, la instalación en el Sahara Occidental de decenas de miles de marroquíes continúa a marchas forzadas, dando lugar a la construcción de nuevos barrios en las inmediaciones de El Aaiún o Bojador. Genera fuertes tensiones con la comunidad saharaui. Bachir cuenta: “Tuve que irme a Mauritania para ejercer mi oficio. Aquí, hay gente originaria (sic) y los marroquíes provenientes del norte. Y son éstos los que poseen las empresas”. Sidi se pregunta: “¿Por qué los saharauis deberían conformarse con ser simple mano de obra, trabajando doce horas al día por 2.000 dirhams (120 euros) al mes? Lo que quiere la gente de la región es poder explotar los recursos locales. ¿Por qué cualquier marroquí del Norte puede trabajar con los grandes barcos, y no un saharaui?”. Concluye: “Tengo la sensación de que Marruecos lo hace todo para radicalizarnos. Desde el momento en que pides explicaciones, en que reclamas un derecho, ¡te tratan de separatista, de Polisario!”.
Seiscientos kilómetros más al norte, en El Aaiún, el clima también se ha deteriorado considerablemente este último año. ¿La causa?: el cruce de esa famosa “línea amarilla” descrita por Sidi. Manifestarse para protestar contra su marginación social y económica hace que se pase del estatuto de “buen” saharaui al de apestado. N’habouha ingresó en la segunda categoría desde la desaparición de sus dos hermanos, el 25 de diciembre de 2005. Con trece de sus compañeros, habían decidido abandonar ese territorio donde, tras haber participado en manifestaciones saharauis pacíficas, vivían bajo una presión constante y la amenaza de detención. “Es una estrategia del Estado marroquí para incitar a los jóvenes saharauis a emigrar al norte del país, explica Ghalia Jimmi, vicepresidenta de una asociación saharaui de militantes de derechos humanos. Si se niegan, las autoridades hacen todo lo posible para empujarlos a irse a las Islas Canarias. Lo que tuvieron que hacer seiscientos entre 2005 y 2010”.
Así, el 10 de octubre de 2010, cuando comenzó a circular la información según la cual un campamento de jaimas (carpas tradicionales nómadas) había comenzado a formarse a unos quince kilómetros al este de El Aaiún, en Gdeim Izik, en medio del desierto, N’habouha, Kadija, Hadia y otras mujeres del grupo no dudaron en sumarse al movimiento, el más grande impulsado por saharauis desde la Marcha Verde, que marcó el comienzo de la anexión marroquí. Para estas mujeres, la voluntad de saber qué sucedió con sus hermanos o sus hijos se suma a un compromiso mayor por la dignidad. Gdeim Izik sería además apodado el “campamento de la dignidad” y considerado por algunos el verdadero punto de partida de la “Primavera Árabe”. Entre el 10 de octubre y el 8 de noviembre de 2010, esta movilización pacífica registraría alrededor de siete mil jaimas y reuniría a unas veinte mil personas. Con la marginación socioeconómica que denuncian los saharauis como telón de fondo.
Después de unos días de entusiasmo, un importante despliegue de fuerzas de seguridad rodeó el campamento. Se mantuvo un único acceso para controlar mejor las entradas y salidas. El black out mediático y humanitario se organizaba. El 24 de octubre, un chico de 14 años fue asesinado por soldados marroquíes en un control militar. Y en la madrugada del 8 de noviembre se produjo el ataque. “Fue una confusión total, recuerda Leila. Los niños gritaban. Fuimos expulsados del sitio a golpes de porra, con gases lacrimógenos y camiones lanza-agua. Más tarde, de regreso a El Aaiún, fui detenida. Me golpearon, interrogaron y, luego de obligarme a decir: ‘¡Viva el rey, viva Marruecos!’, me liberaron el martes a última hora”.
El saldo oficial para los marroquíes arrojó once muertos entre las fuerzas del orden y dos muertos saharauis, lo que confirma la Asociación Marroquí de Derechos Humanos. Según una fuente bien informada, ciento sesenta y ocho personas habían sido detenidas el día de la destrucción del campamento y los subsiguientes. Fueron agredidas, incluso torturadas, luego liberadas sin que se las procesara ni se levantaran cargos en su contra. La misión de la ONU, limitada al control del alto el fuego, no pudo actuar. Estos últimos años, algunos miembros del Consejo de Seguridad, entre ellos Francia, rechazaron la extensión de su mandato a un “control de los derechos humanos”. A comienzos de enero, veintidós militantes saharauis detenidos alrededor del 8 de noviembre de 2010 aún permanecían presos en la cárcel militar de Salé, aunque sean civiles. Interrumpieron después de treinta y ocho días su huelga de hambre iniciada el 31 de octubre de 2011 para denunciar sus condiciones de detención (según sus abogados, la mayoría fueron torturados, varios fueron violados y dieciséis se encuentran en celdas de aislamiento), tras haber recibido de las autoridades marroquíes la promesa de que su proceso se llevaría a cabo muy pronto.
“Después de Gdeim Izik, las cosas nunca más serán como antes”, estima N’habouha. Fue en 1999 cuando, por primera vez, civiles marroquíes participaron de la represión contra los saharauis. El Comité de Coordinación de los trabajadores saharauis acababa de crearse, por iniciativa de los trabajadores saharauis de la mina de fosfatos de Bu Craa. “Habíamos organizado una manifestación, pero la policía intervino de manera muy violenta, recuerda un jubilado de la mina. Los civiles marroquíes descendieron de camionetas y lo saquearon todo, los negocios y las casas de los saharauis. Pero, con Gdeim Izik, las cosas tomaron además otra dimensión”. Numerosos testimonios cuentan la manipulación de civiles, especialmente jóvenes, y las exacciones y actos de violencia cometidos por estos últimos en noviembre de 2010. “Desde hace un año, un odio y un espíritu de venganza nuevos surgieron entre las dos comunidades –continúa la militante de derechos humanos, que estuvo ella misma “desaparecida” durante alrededor de cuatro años–. Mi generación es pacífica, indulgente. Siempre perdonamos al pueblo marroquí; los queremos en el Estado. Pero esto ya no sucede con los jóvenes que ven que en otras partes la comunidad internacional interviene, pero no aquí. Pierden la confianza y hoy creen en la violencia”.