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“Un encarne cuyo fin nadie vislumbra”

Recordando “Los versos satánicos”

La fatwa hacia Salman Rushdie proclamada en 1989 por el imán Ruhollah Jomeini convirtió en objeto de escándalo el libro Los versos satánicos, del que se sigue opinando sin haberlo leído. Sin embargo, si este tomo de setecientas páginas que reúne aventuras vividas y soñadas fue considerado blasfemo es, según el escritor Laurent Binet, sencillamente porque una buena novela es lo contrario de un texto sagrado.

por Laurent Binet, febrero de 2021

El mundo cambió de rumbo, ¿pero cuándo? No el 11 de septiembre de 2001, como se pudo creer: sin duda en ese momento las cartas ya estaban echadas. En El naufragio de las civilizaciones (1), Amin Maalouf remonta lo que él llama el “gran vuelco” a 1979, y hay que reconocer que esa hipótesis no carece de argumentos: elección de Margaret Thatcher en el Reino Unido, Revolución iraní, llegada al poder de Deng Xiaoping –que instaurará en China la economía de mercado–, ocupación de Afganistán por las tropas soviéticas, sangrienta toma de rehenes en la Gran Mezquita de La Meca por parte de fundamentalistas saudíes y egipcios… La sucesión en un corto espacio de tiempo de esos acontecimientos dibuja y presagia el mundo que conocemos hoy: desarrollo de la globalización neoliberal; agotamiento de la alternativa comunista; aparición del islam político. Innegablemente, el mundo cambia de rumbo en 1979.

No obstante, todavía tendrán que transcurrir diez años para llegar a un punto de no retorno. En 1989, todo el mundo comprende inmediatamente el hito histórico que supone la caída del Muro de Berlín. Pero 1989 también es el año de otro acontecimiento de incalculables dimensiones de las que en ese momento nadie es del todo consciente. La fatwa pronunciada por el imán Ruhollah Jomeiní contra Salman Rushdie por su novela Los versos satánicos restablece el delito de blasfemia a escala mundial, y la sentencia es la muerte. Recuerdo, en su momento, la estupefacción y condena generales. Pero lo que entonces consideramos una monstruosidad anacrónica era de hecho un dique que acababa de estallar. Solo los espíritus más clarividentes comprendieron las implicaciones del escándalo que se desarrollaba ante nuestros ojos, dando muestras de una presciencia tanto más notable cuanto que el resto del mundo, enseguida olvidadizo, se mostraba en última instancia más abochornado que indignado (2). “Un encarne cuyo fin nadie vislumbra”, escribía Milan Kundera… en 1993 (3).

Salman Rushdie, Charlie Hebdo, Samuel Paty. Kundera tenía toda la razón. Una novela, dibujos, una clase de instituto. El choque, el combate, la derrota. Todo el mundo conoce las caricaturas, y lo que se les reprocha: vulgaridad, provocación inútil, falta de respeto, inmadurez irresponsable, racismo y, por supuesto, islamofobia (4). También se esgrimieron los argumentos más extraños: habría que comprender la “herida moral” infligida a los musulmanes que mantienen una “relación afectiva con Mahoma” (5).

Pero, como siempre, los golpes más duros fueron los que vinieron de donde menos se esperaba: así, Umberto Eco declaró que era “descortés” caricaturizar a Mahoma. Postura sorprendente por parte del autor de El nombre de la rosa, en la medida en que la gran novela del escritor italiano es toda ella una condena del fanatismo religioso y, precisamente, de la censura: en el siglo XIV, unos monjes se matan entre sí en un monasterio para impedir la difusión de un libro de Aristóteles que da publicidad a la risa, considerada diabólica. La adaptación de Jean-Jacques Annaud (aprobada por Eco) llegaba a mostrar al personaje interpretado por Sean Connery, Guillermo de Baskerville, extasiándose ante iluminaciones que representaban a un burro enseñando los Evangelios a los obispos, al papa como un zorro y al abate como un mono: en resumen… caricaturas. El argumento de Eco para justificar esta aparente contradicción era el siguiente: “Un principio moral quiere que se evite herir la sensibilidad religiosa de los demás. […] Si yo fuera Charlie, no me burlaría de la sensibilidad musulmana o cristiana (ni de la de los budistas)” (6).

Habría mucho que decir sobre esta endeble retórica que reduce las posibilidades de criticar las religiones a poca cosa, pero, en fin, aceptemos por un momento el principio de la contestación interna: solo los católicos tendrían derecho a burlarse de los católicos, los protestantes de los protestantes, etc. Pues bien, se comprueba que en el caso de Rushdie, proveniente de una familia india musulmana, esta regla tácita no bastó para evitarle problemas (curiosamente, Eco parecía haber olvidado que, en caso de “blasfemia”, el factor interno constituía más bien una circunstancia agravante). Una vez este argumento se demuestra ineficaz, ¿qué pasa con las otras acusaciones? ¿Rushdie ha sido “descortés”, “vulgar”, “irrespetuoso”, “irresponsable”? ¿Cómo saberlo? Todo el mundo ha visto las caricaturas, pero ¿quién se ha leído las setecientas páginas de Los versos satánicos? Según Kundera (que exagera un poco), nadie. En Los testamentos traicionados, el escritor franco-checo explica cómo el escándalo mató la novela, reduciéndola a un cuerpo del delito que sus defensores no se tomaron la molestia de leer. Ahora bien, ¿de qué trata la novela?

Trata de la historia de Gibreel, célebre actor de Bollywood, cuyo avión estalla durante el vuelo, y que cae por los aires en compañía de Saladin, un indio que vive en Londres, con el que charla, canta canciones y discute. Milagrosamente, los dos hombres se posan sin daño alguno sobre una playa inglesa. Y mientras seguimos las desventuras de Saladin, que inicia una lenta metamorfosis en mefistofélico macho cabrío y tiene que esconderse dentro de una comunidad india de la que siempre había querido escapar, Gibreel sueña. Sueña que es el ángel Gabriel en su montaña, pero que no sabe qué decir cuando Mahoma viene a escuchar de él la palabra de Dios. Así, cuando el profeta le pregunta si debe aceptar, tal y como las autoridades locales le han pedido, que conserve en la nueva religión de Alá las tres deidades de su panteón, a las que se concedería el rango de divinidades secundarias, Gabriel/Gibreel, perplejo, inseguro, responde primero afirmativamente para corregirse en un encuentro posterior, durante el cual le explica a Mahoma que Satán momentáneamente había adoptado la apariencia del ángel para inspirarle esa idea impía.

La mención de esta duda, tal como la cuenta Rushdie, o de este engaño, es conocida desde 1860 bajo la denominación de “versos satánicos”. En la continuación de la novela, un libelista pagano, que huye de las represalias de los seguidores de Mahoma, se refugia en un burdel donde bautiza a las prostitutas con el nombre de cada una de las doce mujeres del profeta. Estos son, en esencia, en medio de mil aventuras que nunca sabemos demasiado bien si son vividas o soñadas, los dos puntos problemáticos que justificaron la famosa fatwa. No hay más dios que Dios, y no se bromea con Mahoma. Fin de la discusión.

De ese modo, no hubo nadie para ver que esa novela de una riqueza infinita era una espléndida reescritura de El maestro y Margarita y una especie de larga conversación con Mijaíl Bulgakov; nadie para comentar su filiación con el realismo mágico de Gabriel García Márquez; nadie para señalar los guiños a Samuel Richardson (uno de los personajes se llama Pamela Lovelace), la influencia de Martin Amis en las escenas de la vida moderna londinense o incluso (aparte de Kundera) la belleza flaubertiana –el Flaubert de Salambó– de los paisajes dedicados a la gesta de Mahoma. No hay más dios que Dios, dijeron los que solo leen un libro, y el terror que se abatió sobre la novela y todos aquellos que se acercaban a ella (7) bastó para asfixiar todo comentario literario. Las únicas cuestiones que se trataron fueron cuestiones de edición: ¿Había que publicarla? ¿Había que retirarla del mercado? Y, más tarde: ¿era necesario reeditarla en formato de bolsillo, a riesgo de volver a desencadenar la máquina infernal? (8). Una de las novelas más hermosas de finales del siglo XX nunca estará en los programas de literatura comparada. Rushdie nunca obtendrá el Premio Nobel (9). La idea, natural, lógica en otras circunstancias, parece casi incongruente, ya que la amenaza se ha integrado, se ha asumido. ¿Y por qué? ¿Por semejantes nimiedades, de verdad?

Una buena novela es lo contrario de un texto sagrado. Su característica principal es la indecibilidad. La suspensión de incredulidad que le exige al lector es un simple contrato, que este puede romper en todo momento. La novela se sabe ficción. El texto sagrado se pretende verdad. Profana, antidogmática, la novela es blasfema por naturaleza. “Por tanto, con Los versos satánicos se incrimina el arte de la novela en tanto tal” (10). Se puede pensar que se trata de un asunto menor. Podemos batirnos en retirada como Guillermo de Baskerville quien, cuando sus palabras comienzan a oler a chamusquina, efectúa un prudente repliegue táctico: “Os pido perdón, venerable Jorge –comenta–. Mi boca no ha sabido ser fiel a mi pensamiento; no quise faltaros al respeto. Quizá lo que decís sea justo, y quizá yo esté equivocado” (11). Pero Guillermo sabe muy bien que estas humillantes abjuraciones (12) no auguran nada bueno, ya que el derecho a la blasfemia no es ajeno a la libertad de expresión, ni a la libertad a secas: es su precondición. Por lo tanto, también se puede, con calma, metódicamente, sin alimentar ningún choque de civilizaciones, sin continuar el milenario partido entre Oriente y Occidente, tratar de romper ese cerco mortal, desbaratando las trampas de la estigmatización y la discriminación racial.

En primer lugar, hay que desterritorializar la cuestión. ¿Habría una religiosidad consustancial a los países musulmanes? Nada más falso, según Amin Maalouf, a quien le basta con entresacar de la historia reciente algunos ejemplos (13): Mohammad Mosaddeq en Irán, que gobernaba con los comunistas antes de ser derrocado por Estados Unidos; Gamal Abdel Nasser en Egipto, el héroe del mundo árabe, que fue el peor enemigo de los Hermanos Musulmanes; Yasser Arafat, que dirigía en solitario la resistencia palestina antes de ser desbordado por Hamás; a los que se podría añadir la Turquía de Mustafá Kemal, en la que las leyes contra el velo islámico eran mucho más estrictas que en Francia, ya que estuvo prohibido en la universidad hasta 2008. Maalouf recuerda también que, antes de ser el primer país musulmán del mundo en número de habitantes, Indonesia fue el tercer país comunista, tras la Unión Soviética y China, en número de afiliados (hasta su exterminio masivo). De manera inversa, recientemente hemos visto quiénes eran los más favorables al restablecimiento del delito de blasfemia tras el asesinato de Paty: el arzobispo de Toulouse, el de Albi… Entre los detractores más encarnizados de Rushdie se contaban el arzobispo de Canterbury y el de Nueva York, así como el gran rabino de Inglaterra. También se recuerdan las increíbles declaraciones del papa Francisco tras los atentados contra Charlie Hebdo (14). Sin sorpresas, en su momento Juan Pablo II condenó firmemente Los versos satánicos.

En segundo lugar, hay que historizar (cualquier día de estos el trabajo de los historiadores también será considerado blasfemo). Las religiones tiene una historia, los textos sagrados también: sabemos que no bajan del cielo. Ha habido alrededor de diez mil religiones desde los albores de la humanidad. Los dioses de hoy terminarán en las bibliotecas de mañana. Prohibir la representación de una figura sagrada (puesto que fue el primer motivo invocado contra las caricaturas de Charlie Hebdo, al margen incluso de su intención satírica) no responde a ningún imperativo moral: es simplemente una costumbre (por otro lado, respetada de manera desigual a lo largo de los siglos).

Por último, hay que desacralizar: es el papel de la sátira y de la novela. La sátira recuerda que, con frecuencia, las religiones son instrumentos de legitimación de ideologías ultrarreaccionarias (15) que basan su autoridad en preceptos arbitrarios, sobre todo cuando se toman al pie de la letra. En cuanto a la novela, al proponer su visión profana del mundo, inevitablemente se opone a la lectura dogmática del mismo que hacen las religiones reveladas. La novela no impone nada. Rechaza toda clase de preceptos y propone visiones del mundo complejas, ambiguas, equívocas. ¿Quién se equivoca? ¿Quién tiene razón? La novela se cuida mucho de zanjar la cuestión. Como consecuencia, no se mata en nombre de Rabelais. No se mata en nombre de Rushdie.

Sin duda, las caricaturas eran provocaciones (estaban en su derecho), pero, en este contexto, no eran “gratuitas”, ya que eran posteriores a la fatwa. De alguna manera, Paty ha muerto para que la sátira viva. Charb, Cabu, Wolinski y sus amigos murieron para que Rushdie viva. Rushdie todavía vive, pero a lo largo de estos treinta y dos años, durante los cuales Hitoshi Igarashi, su traductor japonés, fue asesinado, su traductor italiano apuñalado y su editor noruego víctima de tres disparos (estos dos sobrevivieron), la recompensa ofrecida por su asesinato no ha dejado de crecer. El último aumento se remonta a 2016.

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(1) Amin Maalouf, El naufragio de las civilizaciones, Alianza, Madrid, 2019.

(2) El 20 de febrero de 1989, los doce países de la Comunidad Económica Europea retiraban sus embajadores en Irán. El 20 de marzo, autorizaban su vuelta a Teherán.

(3) Milan Kundera, Los testamentos traicionados, Tusquets, Barcelona, 2003.

(4) Entre 2005 y 2015, las portadas de Charlie Hebdo dedicadas exclusivamente al islam representaban menos del 1,5% del total (siete portadas frente a veintiuna dedicadas al catolicismo).

(5) Sonya Faure, “Saba Mahmoud: ‘Il faut comprendre l’injure morale’”, Libération, París, 18 de enero de 2016.

(6) Umberto Eco, “Da ‘Maus’ a ‘Charlie’”, L’Espresso, Roma, 12 de junio de 2015.

(7) La condena a muerte dictada por Jomeini el 14 de febrero de 1989 no afectaba solo al autor del libro, sino “también a aquellos que lo han publicado o tienen conocimiento de su contenido”.

(8) La edición de bolsillo inglesa tardará ocho años en ver la luz.

(9) La Academia del Nobel no condenó oficialmente la fatwa hasta el 24 de marzo de 2016.

(10) Milan Kundera, Los testamentos traicionados, op. cit.

(11) Umberto Eco, El nombre de la rosa, Debolsillo, Barcelona, 2018.

(12) Abjuraciones a las cuales Rushdie también sucumbió una temporada al pretender haber redescubierto la fe, con la esperanza de que se levantara su condena a muerte, sin ningún resultado, puesto que se dijo que una fatwa no podía anularse.

(13) Amin Maalouf, El naufragio de las civilizaciones, op. cit.

(14) “Si insultas a mi madre, prepárate para recibir un puñetazo”.

(15) Incompatibles, dicho sea de paso, con las luchas interseccionales, cuya credibilidad arruinan: ¿cómo movimientos feministas o LGBT pueden relacionarse con ideologías impregnadas de sexismo y homofobia? Es una cuadratura del círculo que nadie ha podido resolver todavía.

Laurent Binet

Escritor. Última novela publicada: Civilizaciones, Seix Barral, 2019.