Fueron necesarios más de ocho años de negociaciones, convenciones, conferencias intergubernamentales, referendos traumáticos, arreglos y cumbres europeas para dar a luz –por medio del abandono del Tratado Constitucional– al Tratado de Lisboa, que entró en vigor el 1 de diciembre de 2009. Sin embargo, ese arduo itinerario sembrado de obstáculos aún no ha terminado. En el emblemático terreno de la política exterior, las reformas institucionales, que debían hacer más coherente la acción exterior de la Unión Europea (UE), parecen finalmente un enigma: nadie entiende las formulaciones vagas y ambiguas del Tratado, y remiten a ulteriores, y probablemente difíciles, negociaciones post-ratificación.
Entre las principales innovaciones figuran la creación del cargo de Presidente permanente del Consejo Europeo (por un plazo de dos años y medio, renovable una vez) y de un Alto Representante para Política Exterior y Seguridad Común de la UE. Esas funciones fueron confiadas al belga Herman Van Rompuy y a (...)