Hasta hace poco, el concepto de “soberanía europea” no formaba parte del léxico oficial de la Unión Europea (UE). Colisionaba implícitamente, en efecto, con los dos principales pilares ideológicos de la construcción comunitaria: el atlantismo y el libre comercio. La lealtad hacia Estados Unidos era la norma para prácticamente todos los líderes políticos europeos, quienes nada más alcanzar el poder se precipitaban a Washington para recibir la unción de la Casa Blanca. El marco institucional de esta tutela era la OTAN. Cualquier cuestionamiento de este marco exponía a su autor a la gravísima acusación de “antiestadounidense”. Incluso la aspiración a una “Europa europeista”, formulada por el general De Gaulle, era considerada altamente sospechosa.
Por su parte, los dogmas del libre comercio y de la competencia –grabados a fuego en los tratados europeos– eran otra forma de pérdida de competencias que los Gobiernos habían aceptado libremente, a menudo a pesar de la oposición de sus ciudadanos. En estos casos ya no se trataba solamente de renunciar a una política exterior y de defensa autónoma, sino también de privarse de los instrumentos de acción pública en materia económica, monetaria y comercial. En esta configuración, ya no eran los parlamentarios elegidos por sufragio universal quienes hacían las leyes, sino las multinacionales y los mercados financieros.
Desde su elección, y algunas veces de manera errática y desordenada, Donald Trump ha cuestionado bruscamente estos fundamentos de las relaciones entre Estados Unidos y el resto del mundo, y primordialmente con Europa. En nombre del “America first” (“primero Estados Unidos”), y sin inquietarse con los gritos de escándalo de los defensores del libre comercio, ha blandido el “gran bastón” del proteccionismo para reequilibrar los intercambios comerciales con, entre otros, China. Asimismo, ha cuestionado hasta tal punto la OTAN que ningún Gobierno europeo tiene la certeza de que esta organización, dirigida por un general estadounidense, acudiría en su ayuda en caso de agresión.
Donald Trump ha hecho tabla rasa con todas las obligaciones –tratados, acuerdos, compromisos financieros y otros– que pudieran limitar su libertad de acción, y se comporta abiertamente como el líder de un Estado canalla. ¿Tiene capacidad la Unión Europea de rechazar este chantaje, que se ha convertido en permanente, y promover el multilateralismo como norma de las relaciones internacionales? Algunos objetarán que se encuentra en desventaja con Estados Unidos. Esto es cierto en materia militar y financiera, pero no en el ámbito económico y comercial. La decisión de mantener un tira y afloja con Washington es únicamente política y representaría una revisión desgarradora para aquellos dirigentes que, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, han interiorizado su propio sometimiento voluntaria.
Al dar a conocer en 2017 la idea de una “soberanía europea”, el presidente francés, Emmanuel Macron, ha iniciado un debate del que espera beneficiarse por partida doble. Por un lado, y sin grandes riesgos de recibir alguno de los tweets rabiosos del inquilino de la Casa Blanca, capitaliza el rechazo masivo de la opinión pública hacia Donald Trump. Por otra parte, utiliza este rechazo para legitimar un concepto sin que sepamos exactamente qué abarca. En particular, no es locuaz sobre el alcance de las soberanías realmente existentes –las de las naciones y los pueblos– ni, por el contrario, sobre una soberanía europea sin un pueblo europeo. Todo hace creer que es esta última opción la que ha elegido. Por lo tanto, un proceso para emancipar Europa puede esconder otro: un agravamiento de la influencia neoliberal sobre la construcción europea.