Es la una y media de la madrugada. En el distrito Kasumigaseki de Tokio, donde se concentran la mayoría de las instituciones del país, interminables filas de taxis rodean los imponentes edificios ministeriales. Tras perder el último metro, los funcionarios caminan con paso pesado y entran en los coches, que desaparecen en la profundidad de la noche.
Esta escena ilustra el día a día de los servidores públicos en Japón. Aunque disfrutan de un estatus envidiable, sin riesgo de desempleo, su vida se asemeja a un viacrucis. Debido a que trabajan en beneficio del interés general y que tienen que hacer frente a las emergencias cuando sea necesario, no se les aplica la legislación laboral, que limita el número de horas extraordinarias a cuarenta y cinco al mes para el resto de los asalariados. Sus sindicatos también tienen limitado el derecho a huelga.
En Kasumigaseki, la jornada laboral de estos kanryo (“funcionarios (...)