Diez años después de Mario Monti y su gobierno de tecnócratas, acaba de instalarse en el Palacio Chigi otro exejecutivo de Goldman Sachs. Al igual que su predecesor, y al igual que Emmanuel Macron durante la campaña presidencial francesa de 2017, Mario Draghi pretende trascender el eje derecha-izquierda situándose por encima de los partidos y aportando la visión informada del experto, sin apartarse un ápice, por lo demás, de la senda fijada por Bruselas: ortodoxia presupuestaria y neoliberalismo. El expresidente del Banco Central Europeo (BCE) ha conseguido agrupar a todas las formaciones políticas italianas, desde la izquierda hasta la extrema derecha, incluidas las que han prosperado oponiéndose a ese programa. De hecho, ha recibido el apoyo conjunto del Movimiento 5 Estrellas (M5S) y de la Liga, dos partidos que tres años antes ganaron las elecciones legislativas con la promesa de romper con la austeridad y oponerse a las imposiciones europeas.
El hecho de que en el Gobierno de Draghi se sienten ministros de extrema derecha no ha causado mayor revuelo, ni en las cancillerías europeas ni en los medios de comunicación, que presentan esta coalición como un ejemplo de sentido común. Y tampoco a nadie parece incomodarle lo peculiar de esa democracia italiana en la que los electores pueden votar mayoritariamente, en marzo de 2018, en contra de las políticas de austeridad impuestas por Bruselas y después, sin siquiera volver a las urnas, encontrarse en febrero de 2021 con un Gobierno que defiende esas mismas políticas. La historia de ese vuelco es la de un drama político en tres actos.
Acto I, agosto de 2011. Recién nombrado presidente del BCE, Draghi dirige una carta a Silvio Berlusconi, jefe del Gobierno italiano. Le da conocimiento de una serie de medidas necesarias para obtener la ayuda de su institución: recortes en el gasto público y en las pensiones, liberalización en el sector de los servicios, reforma de la legislación laboral, recorte salarial de los funcionarios. El presidente del Consejo italiano no está en condiciones de oponerse a esas medidas porque, sin la ayuda del BCE, los tipos de interés sobre la deuda subirían y la situación se tornaría en breve insostenible. Pero la mayoría de derechas está demasiado dividida para asumir un programa de esas características. Tres meses después de esa misiva, el Parlamento tumba el presupuesto presentado por Berlusconi y es Monti, un “experto” sin etiqueta política, quien toma el relevo.
Se abre entonces un periodo que durará siete años, sucediéndose uno tras otro cuatro presidentes del Consejo: tras Monti vendrán Enrico Letta, Matteo Renzi y Paolo Gentiloni. La acción de dichos gobiernos, dedicada por completo a reformas institucionales de corte neoliberal, se basa en el acuerdo entre el Partido Democrático (centroizquierda) y la derecha de Berlusconi. El apoyo lo brindan las clases acomodadas y una parte importante de las clases medias, en un insólito movimiento de superación de las adscripciones ideológicas basadas en el eje derecha-izquierda: nace el “bloque burgués” (1), una coalición social con un perfil idéntico a la que unos años después congregará Macron en Francia.
Acto II, marzo de 2018. En las elecciones legislativas, los partidos que siguieron la hoja de ruta marcada por el BCE sufren un durísimo castigo en las urnas. El bloque burgués se desmorona, incapaz de captar una parte significativa de las clases trabajadoras, al tiempo que las clases medias se distancian de él. Forza Italia, el partido de Berlusconi, y el Partido Democrático, que diez años atrás concentraban el 70% de los votos, ahora solo suman el 32%. De forma paralela, los que se situaban en la oposición logran un estupendo resultado. Hecho inédito, la Liga de Matteo Salvini se afirma como la principal fuerza de la derecha mientras el M5S se convierte en el primer partido del país, rozando un tercio de los votos.
Acto III, febrero de 2021. Por más que los equilibrios en el Parlamento no se han movido desde las elecciones de marzo de 2018, hay que nombrar un tercer Gobierno. Los dos anteriores (la alianza entre la Liga y el M5S, y posteriormente la del M5S con el Partido Democrático) no han prosperado, durando cada uno poco más de un año. Entonces aparece Draghi, el mismo que firmara la carta que sirvió de breviario al bloque burgués, con el encargo de formar gobierno. Podrá sorprender, pero al exbanquero lo reciben como al hombre providencial no solo los partidos que, por aplicar su programa, se hundieron en las urnas, sino también los que, oponiéndose a él, lograron imponerse en la escena política (2).
El nuevo presidente del Consejo ha dado múltiples e indudables señales de querer retomar la senda de la reforma neoliberal. Ha elegido como asesor económico a Francesco Giavazzi, quien ya figuraba entre los “expertos” del Gobierno de Monti con la misión de identificar a qué gastos públicos había que dar tijeretazo (3). En su primer discurso ante el Senado, el 17 de febrero, Draghi afirmó que pronto se anunciarían nuevas reformas. Se tratará de vigorizar la competencia, “simplificar” el sistema fiscal, reducir retenciones, mejorar la eficacia de la administración e impulsar la creación de polos de excelencia en el sistema de investigación. Pero, sobre todo, anunció que el uso de la ayuda europea prevista en el plan de recuperación “Next Generation EU”, creado en el contexto de la pandemia de covid-19, sería selectivo y discrecional.
Esta ayuda en nada se parecerá a la lluvia de dinero anunciada por los medios de comunicación, que mencionan una cifra por encima de los 200.000 millones de euros. Esta mentira deliberada resulta de la suma –carente de cualquier significado económico– de la subvención procedente de un fondo al que Italia tendrá que contribuir al igual que los demás países de la Unión Europea (UE), y de los préstamos que la Comisión podría contraer en su nombre, haciendo que Italia pagara menos intereses que si se endeudara directamente. En realidad, en el mejor de los casos, la ayuda será de 66.000 millones de euros, repartidos en seis años (4): 11.000 millones anuales, es decir, menos del 0,7% de un producto interior bruto (PIB) que se ha desplomado casi un 9% en 2020.
Se trata pues de una ayuda modesta, sin proporción con la magnitud de la recesión económica, y que no permitirá una reactivación significativa; el uso de la subvención y de posibles préstamos deberá ceñirse estrictamente a un plan que ha de negociarse con las instituciones europeas. En su discurso ante el Senado, el nuevo presidente del Consejo dejó entender que la negociación no sería complicada: el concepto que tiene de una utilización “eficiente” de las ayudas coincide en todo con el de la Comisión. En primer lugar, el dinero procedente de la UE se destinará a las empresas. Para las familias abocadas a la pobreza por el desplome histórico de la producción, Draghi se limitó a una exposición de la habitual perspectiva neoliberal de “políticas activas de empleo”, que consistirán en “reforzar la formación para trabajadores y desempleados”. Pero también quiso dejar claro que su Gobierno se encargaría de distinguir, en el sinnúmero de empresas que la caída de la actividad ha puesto en aprietos, entre aquellas que sin paliativos están destinadas a la quiebra y las que conservan una capacidad competitiva y de innovación: solo estas podrán beneficiarse del plan de recuperación. Bajo el pretexto de promover la transición digital y ecológica, lo que está preparando el Gobierno es una reforma de calado del capitalismo italiano. Los cambios no se harán a través de ninguna legislación y consistirán en limpiar la estructura productiva de empresas con mano de obra poco cualificada, demasiado orientadas al mercado nacional u obligadas a tratar con sindicatos considerados en exceso conflictivos.
Esta es, pues, la conclusión (provisional) del drama en tres actos: la estrategia que guió la política italiana de 2011 a 2018, ampliamente rechazada en las últimas elecciones legislativas, vuelve a bombo y platillo con el apoyo casi unánime del Parlamento, y sin tener que pasar por las urnas. Para explicar este extravagante resultado, es necesario dar un salto atrás de treinta años.
A principios de los años 1990, Italia dejó de ser un ejemplo único, entre los países democráticos, de la más absoluta estabilidad política. La Democracia Cristiana, formación centrista que fue un pilar de todos los gobiernos desde 1948, se hundió y desapareció, al igual que los partidos que habían sido sus aliados. Esto fue consecuencia, según opinión general en aquella época, de las investigaciones sobre la corrupción, que supuestamente iban a redundar en una saludable renovación de la clase política. Lo que siguió demostró que la crisis era mucho más profunda. Correspondía a la ruptura de un compromiso social específico, basado al menos desde finales de los años 1970 en el aumento de la deuda pública y la penalización de las clases asalariadas (5). En el mismo periodo, tras la caída del Muro de Berlín en 1989, el Partido Comunista Italiano entró en una fase de revisión doctrinal. El que fue durante mucho tiempo el principal partido comunista de Europa occidental –aunque sin responsabilidades de gobierno– pasó por una serie de cambios de nombre y la adopción gradual del marco referencial de la “tercera vía”, que teorizó el sociólogo Anthony Giddens (6) y tradujeron políticamente Anthony Blair en el Reino Unido y William Clinton en Estados Unidos.
La historia que comienza a principios de los años 1990 es la del intento de construir una democracia de la alternancia, y es la historia de un fracaso. La coalición social que apoyaba a los partidos de derecha estaba dividida desde el principio: por un lado, las categorías ligadas a las pequeñas y medianas empresas del norte, favorables a las reformas neoliberales y devotas del proceso de integración europea; por otro lado, las clases trabajadoras y precarias, más presentes en el centro y el sur del país, que sufren la austeridad impuesta por los tratados europeos. La existencia de un bloque social capaz de apoyar al centroizquierda es igualmente hipotética. La “tercera vía” prioriza la igualdad de oportunidades sobre unas condiciones de vida similares y descansa en una creencia ciega en los beneficios del libre mercado; el deseo de renovar la izquierda siguiendo estos preceptos tiene como principal efecto el alejamiento del bloque de las clases populares asalariadas. Las contradicciones que socavan las dos coaliciones sociales se reflejan en la derrota de todos los gobiernos que se suceden desde 1994 hasta 2011, a menudo debilitados por desacuerdos internos y sistemáticamente derrotados al final de su mandato. Hasta el cuarto gobierno de Berlusconi, que pierde el apoyo de su mayoría parlamentaria en noviembre de 2011.
Cómo derrotar al bloque burgués
En aquella época, hay una conciencia difusa de la dificultad de mantener un sistema político bipolar. En el Partido Demócrata, la línea blairista goza de amplia mayoría: las expectativas de los obreros se consideran un obstáculo en el camino hacia la modernización de la economía. Se produce la convergencia con la fracción neoliberal de la derecha y se abre camino para el experimento del bloque burgués.
De modo que el bloque burgués no es solo una estrategia encaminada a la formación de una alianza social específica, en la que las clases medias y altas, otrora divididas en un eje derecha-izquierda, se unen para apoyar las reformas neoliberales: es también un proyecto cultural e ideológico que pretende la reestructuración completa del espacio político. Este proyecto, que está en marcha en muchos más Estados, ha sido un éxito total en Italia. En este país, el posicionamiento de los actores políticos y las expectativas del electorado ya no se organizan en torno a la polarización izquierda-derecha, sino en un espacio definido por las oposiciones entre europeístas y nacionalistas, cosmopolitas e identitarios, federalistas y soberanistas. Una campaña mediática se ha encargado sin respiro de separar los programas políticos “responsables” (es decir, en línea con la transición neoliberal) de las posiciones “populistas” (etiqueta reservada a todos los que estaban en contra).
Con la victoria del M5S y de la Liga, las elecciones legislativas de marzo de 2018 marcaron a la par el fracaso electoral del bloque burgués y la consolidación de su hegemonía, reflejada en la capacidad de orientar la estrategia de sus adversarios. De cara a la convocatoria electoral, la Liga dio de sí misma la imagen (falsa) de un partido antieuro y nacionalista, mientras que el M5S se oponía a la “casta” de los cargos electos y a las “élites” privilegiadas: ambos movimientos pretendían situarse en el espacio político más allá de la derecha y la izquierda tal y como lo había definido el bloque burgués. En uno de los polos que estructuran este espacio se encuentra una alianza relativamente homogénea que se piensa a sí misma como abierta, europeísta, progresista, y que tiende a ocultar el papel central de la reforma neoliberal en el proyecto que defiende. Pero esta alianza, el bloque burgués, es una minoría social. En el polo opuesto, existe una mayoría social heterogénea que se congrega de forma variable en torno al rechazo a la casta, a la hostilidad al euro o a un impulso nacionalista con tintes de xenofobia. El primer gobierno de Giuseppe Conte, basado en la alianza entre los dos vencedores de 2018, demostró la dificultad de identificar una estrategia de mediación capaz de transformar esa mayoría social en un bloque compacto. Pero el destino poco más glorioso del segundo gobierno de Conte (M5S - Partido Democrático) muestra que, ante relaciones de fuerza hegemónicas que llevan a negar la relevancia del eje derecha-izquierda, las posibilidades de reconstruir la izquierda, incluso en una versión rosa más bien pálido, son casi nulas.
En el espacio estructurado por la ideología del bloque burgués, la única estrategia política coherente es por tanto… la del bloque burgués. Así se explica la sorprendente conclusión del drama italiano en tres actos, con la unidad nacional en torno a un proyecto liberal y europeísta socialmente minoritario. Sin embargo, esta conclusión es provisional. Seguirán otros actos, y los protagonizarán las clases sacrificadas en aras de las reformas estructurales pasadas y futuras. ¿En qué papel y bajo qué formas? Aún es pronto para decirlo, como también lo es para saber si estas clases buscarán una nueva vía democrática tras la desilusión que generó un resultado vivido en 2018 como una gran victoria, y que acabó produciendo a Draghi. Lo que siga dependerá en gran medida de los actores que se oponen a las reformas neoliberales, de su capacidad para volver a situar en el centro del conflicto político las consecuencias concretas de esas políticas en términos de precarización de la relación salarial, de explosión de las desigualdades, de reducción de la protección social, de degradación de los servicios públicos. Ese es el único camino para contrarrestar la hegemonía del bloque burgués, y también para derrotarlo de verdad.