Al decidir, el pasado 30 de julio, reconocer la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental por medio de una simple carta dirigida al rey Mohamed VI, el presidente francés Emmanuel Macron no solo ha hecho caso omiso del derecho internacional, sino que también ha puesto en dificultades el frágil equilibrio de las relaciones franco-argelinas. En su misiva al monarca alauí, el presidente francés señala que el plan de autonomía del Sáhara que Rabat lleva defendiendo desde 2007 es la “única base para llegar a una solución política justa, duradera y negociada de conformidad con las resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas”. Como de costumbre, al inquilino del Palacio del Elíseo no le asustan las contradicciones, ya que las Naciones Unidas consideran, por el contrario, que se trata de un territorio “no autónomo” y que su descolonización debe concluirse por medio de la votación de la población local en un referéndum de autodeterminación.
Esta consulta electoral —de suponer que se celebre algún día— podría desembocar en la independencia que reivindica el Frente Polisario. Ahora bien, según Macron, “el presente y el futuro del Sáhara Occidental se inscriben en el marco de la soberanía marroquí”. El reconocimiento de la “marroquidad” de la antigua colonia española —toda una novedad para un presidente francés— complace a las autoridades marroquíes, que llevaban mucho tiempo exigiendo esta toma de posición.
La decisión francesa no está desprovista de motivos. Con ella, París pone fin, sobre todo, a una desavenencia de varios años con un reino cuya influencia económica y diplomática en el África subsahariana le será preciosa tras la serie de reveses sufridos por Francia en el Sahel. Pero esta decisión estratégica indigna a Argelia, el principal apoyo del Frente Polisario. Cuando en 2022 el Gobierno de Pedro Sánchez adoptó el punto de vista marroquí, España sufrió diversas represalias económicas, y la medida provocó la ruptura del tratado de amistad y cooperación hispano-argelino.
¿Qué pasará en el caso de Francia? De momento, Argel ha llamado a consultas a su embajador —por tercera vez en tres años—, y es de prever que el viaje de Estado a Francia que se disponía a hacer en otoño el presidente argelino Abdelmajid Tebún no tendrá lugar. Pese a que no caben mayores dudas sobre su reelección el próximo 7 de septiembre, cuesta imaginarlo desplazándose a París tras la considerable afrenta sufrida, a menos que sea para escenificar una enésima reconciliación. Asuntos bilaterales como la cooperación en materia de inmigración, los derechos de los binacionales, la mejora de las condiciones de vida de los chibanis [inmigrantes magrebíes llegados a Francia tras el fin de la Segunda Guerra Mundial] o el trabajo sobre la memoria histórica común tendrán que esperar. Atrás ha quedado el tiempo en que las autoridades argelinas aplaudían al candidato Macron cuando, en febrero de 2017, calificó la colonización francesa de crimen contra la humanidad.
Pero, al margen de las grescas recurrentes entre Argel y París —prueba de la persistencia de importantes lazos económicos y humanos—, esta crisis no es una buena noticia para la estabilidad del Magreb. Al mostrarse a favor de Marruecos, Macron imposibilita que, en lo sucesivo, Francia pueda desempeñar el papel de intermediador en caso de agravamiento de las tensiones entre Argel y Rabat. Ambos rivales destinan elevados presupuestos a gastos militares —18.300 millones de dólares en 2023 el caso de Argelia y 5.000 millones en el de Marruecos (1)—, mientras que sus relaciones diplomáticas siguen rotas desde agosto de 2021. Hasta ahora ambos países han tenido cuidado de no hacer nada irreparable, pero sigue existiendo la posibilidad de un conflicto fratricida. En vista de la importancia de las comunidades argelina y marroquí en suelo francés, ¿cómo pensar que Francia no sufriría las consecuencias de semejante enfrentamiento?