¿Es el no va más del genio francés cantar desnudo pintado de azul, metido en una cesta de flores junto a una porción de queso roquefort? ¿Es, por el contrario, la demostración de que las autoridades públicas han capitulado ante el poder satánico de los artistas degenerados? La respuesta es lo de menos: una polémica de este tipo, cuando satura los medios de comunicación, es ante todo reveladora del escaso perímetro del patio de colegio donde los beligerantes del disenso autorizado se despedazan mutuamente. Se suceden las acaloradas columnas de opinión en la prensa escrita, los platós de televisión están al borde de la implosión y los programas matinales alcanzan un alto voltaje. Y así, como por arte de magia, todo lo demás desaparece.
Por ejemplo, la borrachera de seguridad en París, ciudad Potemkin sometida a una “limpieza social” con la expulsión de 12.500 personas sin domicilio de la región de Île-de-France, cercada, atrincherada y patrullada a diario por 55.000 policías, gendarmes y soldados informados por reconocimiento facial en el metro y vigilancia de la población por drones. Derecho de ir y venir sujeto a un código QR expedido por la prefectura, controles de identidad constantes, un millón de investigaciones administrativas realizadas por los servicios de seguridad y cacareadas en los telediarios como un triunfo republicano por el ministro de Interior: mientras nosotros discutimos sobre el Sena y la Cena, el periodismo, autoproclamado guardián de las libertades públicas, avala en silencio la banalización del Estado policial.
Sí, de acuerdo: ningún poder puede impedir que los artistas mezclen culturas, subviertan las normas y desafíen a los poderes fácticos. Lo agradable de su libertad es que están dispuestos a “integrar” las “exigencias de los socios privados”, como reconoce Thomas Jolly, diseñador de la famosa velada (Le Monde, 17 de julio de 2024). Así pues, hay que dejar a salvo de críticas y contrariedades a Bernard Arnault, el hombre más rico de Francia, presidente y director ejecutivo de LVMH, “socio prémium” de los Juegos junto con otras seis empresas. Celebrada por [el cofundador de Mediapart] Edwy Plenel como “la promesa de igualdad de una Francia entretejida con el mundo”, un “elegante, alegre y burlón palmo de narices a las jerarquías de clase y estatus, poder y pretensión” (Mediapart, 1 de agosto), la ceremonia de apertura, al ritmo de la canción revolucionaria “¡Ah, ça ira!”, escenifica los privilegios de Antiguo Régimen concedidos a LVMH: con el pretexto de la estética, el largo clip publicitario emitido en el mundo entero ponía por las nubes la marca que simboliza el enriquecimiento de los ricos y del empobrecimiento de los pobres. Una visita a los talleres de las empresas LVMH, un baúl LVMH, unas cantantes vestidas por LVMH, deportistas LVMH mordiendo medallas LVMH: “¡París es una fiesta!”, rezaba a cinco columnas la portada de Les Échos (26-27 de julio), un diario económico propiedad de la familia Arnault. Este debate no tendrá lugar en Francia. Al otro lado del Canal de la Mancha, el Times titulaba: “Louis Vuitton, el verdadero ganador de los Juegos Olímpicos de París” (1 de agosto)...
En agosto, los medios de comunicación se ponen en modo relax: las noticias giran en torno al deporte y al recobrado disfrute de la vida en una Francia que por fin se siente orgullosa de sí misma. Mientras las Fuerzas Armadas israelíes bombardeaban dos escuelas palestinas el 4 de agosto (matando a 30 personas, en su mayoría mujeres y niños), los telediarios de las 8 de la tarde de TF1 y France 2 cubrían ese día y el siguiente las medallas francesas, una alud en el Mont-Blanc, la seguridad en el aeropuerto de Niza, las estafas en los alquileres, los incendios forestales, las zonas prohibidas al baño, la expansión del tráfico de loros salvajes... Ni una palabra sobre Gaza.
Treinta palestinos muertos, valga decir nada: bueno sería que una noticia viniera a distraernos del propio entretenimiento.