El arte es ‘yo’; la ciencia es ‘nosotros’”, dijo a finales del siglo XIX el biólogo francés Claude Bernard. Y al hacerlo, el padre de la medicina experimental se adelantó casi 50 años a su época. Sin saberlo, avizoró un momento bisagra en el que las ciencias, como disciplinas, como profesión e institución, pegaron un gran salto: el instante justo, a fines de la década de 1930, en el que la imagen del investigador amateur, que hacía todo por el amor al pensamiento mismo y trabajaba en su laboratorio únicamente acompañado por sus ideas e inquietudes, comenzó a resquebrajarse.
Como ya lo habían hecho los dinosaurios hace más de 65 millones de años, los científicos solitarios y “de garaje” enfilaron hacia la extinción. Dieron un paso al costado y cedieron la centralidad que hasta entonces ocupaban a la comunidad, a los equipos numerosos de investigadores orientados a unir neuronas y fuerzas (...)