El Monumento del Holocausto en Berlín, el Parque de la Memoria en Buenos Aires, el Museo-memorial de la Shoah de Drancy, el stupa [monumento funerario budista] por las víctimas de los jemeres rojos, el Museo del 11 de Septiembre en Nueva York… Todos estos sitios tienen menos de diez años y son testimonio de la voluntad de anclar la memoria en lugares simbólicos. La particularidad de estos nuevos espacios es que todos tienen que tener en cuenta el hecho turístico desde su concepción (1), ya que cada vez son más los visitantes que no tienen un vínculo directo con la tragedia evocada.
En el Somme, cerca de doscientos mil turistas pasan cada año para recorrer los lugares de la batalla que enfrentó a franceses y británicos contra las tropas alemanas entre julio y diciembre de 1916. La mayoría de los visitantes (casi el 60%) es originaria de la Commonwealth (Mancomunidad de Naciones). Muchos llegan para recogerse y sentir lo que vivieron sus abuelos o sus bisabuelos. No obstante, hay una cantidad cada vez mayor de adultos y alumnos sin ningún tipo de parentesco con los hombres que murieron en la guerra. Llegan para comprender, para descubrir, por interés histórico (2)…
Este nuevo público influye en el contenido de los espacios y de las exposiciones. Ahora son más didácticas que antes, incluso a veces están adaptadas para un público joven y frecuentemente son multilingües. En Lyon, el Centro de Historia de la Resistencia y de la Deportación fue reformado para su 20º aniversario y reabrió sus puertas en 2012 con una escenografía renovada. Ahora se sigue un recorrido basado en el trabajo fotográfico de artistas de la época. En el Monumento a las Víctimas de Caen, la sala consagrada al desembarco y a la batalla de Normandía también fue reacondicionada en 2012 con numerosos documentos, mapas en relieve, objetos y testimonios.
La vulgarización y la internacionalización de los lugares para la memoria suscita ciertas preguntas. ¿Cómo compartir el espacio entre visitantes y víctimas (o descendientes de víctimas) que no tienen las mismas expectativas? ¿Cómo evitar las prácticas irrespetuosas, gestionar las diferentes percepciones de la relación con la muerte, de la cultura del recuerdo, de lo religioso? ¿Cómo recogerse entre autobuses de turistas y grupos escolares? ¿Cómo gestionar esas cohabitaciones que se pueden volver conflictivas? Con más de un millón y medio de visitantes al año, el cementerio estadounidense de Omaha Beach (Calvados) se ha convertido en una plaza gigantesca en la que cada cual se hace la foto en medio de miríadas de cruces blancas. ¿Queda lugar para las familias de los soldados?
Las víctimas directas y sus descendientes ya no se reconocen en estos lugares superpoblados. Prefieren reunirse en lugares que tienen sentido para ellos y en fechas íntimamente relacionadas con su tragedia personal, explica Brigitte Sion (3), periodista e investigadora que trabajó en el Monumento del Holocausto en Berlín y en el Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado en Buenos Aires. En marzo de 2014, la entrada al Museo del 11 de Septiembre en Nueva York, fijada en el equivalente a 24 euros, suscitó gran polémica. ¿Hay que cobrar el acceso a un espacio para la memoria?
En un impulso ecuménico, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) suele ser llamada en refuerzo para otorgar su sello “valor universal excepcional” a lugares relacionados con eventos trágicos. Entre 1978 y 1999, la isla de Gorea (trata de esclavos, 1978), Auschwitz-Birkenau (Segunda Guerra Mundial, 1979), la cúpula Genbaku del Monumento de la Paz de Hiroshima (bomba atómica, 1996), Robben Island (prisión del apartheid, 1999) fueron inscritas en la lista del patrimonio mundial. Ciertamente, la creación de la UNESCO tras la Segunda Guerra Mundial tenía como misión favorecer la paz y el diálogo intercultural. Pero ¿pueden crear ese lazo lugares relacionados con guerras, masacres y torturas? Además, ¿cómo atribuirles un valor universal excepcional a espacios difíciles de aprehender, ya sea en su materialidad o en su dimensión trágica?
De hecho, para que sea reconocido este valor universal excepcional, hay que cumplir con al menos uno de los diez criterios de la institución (4): representar “una obra maestra del genio universal”, aportar un “testimonio único o al menos excepcional sobre una tradición cultural o una civilización viva o desaparecida”, etcétera. En el caso de los espacios para la memoria, el sexto criterio es determinante. El lugar debe “estar directa o materialmente asociado a eventos o tradiciones vivas, ideas, creencias u obras artísticas y literarias que tengan un significado universal excepcional”. Según la historiadora Sophie Wahnich, basarse en ese criterio es un sinsentido: “¿Cómo se puede hablar de tradiciones vivas para campos de batalla en los que hubo millones de muertos?” (5). La paradoja es evidente.
Entonces, ¿no habría un sentido oculto detrás de esta voluntad de los espacios de memoria de ser reconocidos por la UNESCO? En Francia, dos propuestas compiten por recibir el sello. Los espacios funerarios y de memoria de la Primera Guerra Mundial (frente occidental) y los de las playas del desembarco de Normandía. El primer dossier fue presentado también por Bélgica a través de la astuta sociedad de catorce departamentos franceses (6) con las regiones de Flandes y de Valonia, lo que permite una presentación de candidatura suplementaria, dado que cada país puede presentar un número de propuestas limitado (véase "UNESCO, un sello que se merece...").
Para el frente occidental, la inscripción en la lista del patrimonio mundial vendría perfecta para este periodo del centenario de la Primera Guerra Mundial. Un centenar de sitios importantes la esperan. Salvo que al escuchar la presentación del dossier que hizo Serge Barcellini, consejero del secretario de Estado encargado de los ex combatientes y de la memoria, uno se lo cuestiona al oír las expresiones “clientela cautiva”, “mercado con futuro” (7)… La apuesta por las colectividades territoriales se ha vuelto tanto económica como política. En Carcasona, las visitas turísticas dieron un salto del 20% en 1998, un año después de que la ciudadela cátara fuera declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. En 2013, cinco años después de la clasificación de doce grupos de edificaciones fortificadas y de construcciones a lo largo de las fronteras, la asociación del circuito de Vauban constató un aumento de las visitas del 10 al 20% de media. En Albi, cuya ciudad episcopal fue incluida en 2010, las visitas a la catedral de Santa Cecilia aumentaron un 23% entre 2009 y 2012.
Asumidos los objetivos, la apuesta es clara; pero, en el caso de la Primera Guerra Mundial, el tema sigue siendo delicado… ya que se trata de lugares en los que la dimensión trágica roza lo indecible. Una frase pronunciada por Barcellini resume quizá esta perturbadora sensación: “Marne puede elegir entre 14-18 y el champán, pero han elegido el champán, tiene más futuro”. Las burbujas frente a la memoria, la embriaguez en lugar de las masacres, el combate era demasiado desigual.
Lancinante, la pregunta vuelve entonces como un bumerán: ¿es justo o al menos pertinente hacer hincapié en espacios que reconstruyen principalmente los desgarros de la humanidad?
¿Hace falta, por tanto, rechazar todo en bloque, negar el papel y el lugar del turismo en los sitios de memoria? Se puede argumentar acerca del papel pedagógico de esos lugares que se supone nos deben informar sobre masacres que nos gustaría no tener que ver nunca más y que intentamos trascender. Además, conciernen a las generaciones futuras, las que deben saber, comprender, porque con los años el tiempo del recuerdo y de las víctimas deja su lugar a un tiempo más distanciado, el de la historia.
Desde el momento en que se trata de definir la universalidad de un lugar se plantea una serie de preguntas, dice Sébastien Jacquot, del Instituto de Investigación y Estudios Superiores del Turismo (IREST, París). “¿Quién la enuncia? ¿Quién elige? ¿Qué voces? ¿Los habitantes? ¿Los resistentes?”. De hecho, resulta difícil clasificar lugares donde ha sucedido lo indecible. Según Wahnich, “es importante aceptar la parte que no se puede reabsorber de lo que se trata de reconciliar, esa huella que ha dejado la crueldad humana. Tratar de inscribir los espacios a cualquier precio, volverlos santuarios, sería negar la crueldad, no reconocer esta pulsión de destrucción que sólo deja un vacío. Y ello se debe a que el ser humano tiene una fuerte propensión a querer borrar las huellas de lo insoportable, a no querer ver”. Mirar no es ver. No basta con que un lugar haya sido declarado “lugar de crueldad” para sortear la resistencia de los individuos a enfrentarse con lo impensable. Entonces, para transmitir, para ayudar también a la mirada a ir más allá del primer estadio de testigo, incluso de voyeur, la historiadora propone crear itinerarios que permitan ajustar el paso al ritmo de los pensamientos: “Hay que hacer que la mirada se salga del marco, que esos lugares para la memoria sean una ocasión para reflexionar. Hay que caminar, recorrer, crear itinerarios que produzcan una posibilidad de apropiación. Lo que importa es lo que sucede bajo nuestros pies, la relación entre lo visible y lo invisible”.
¿Y el turismo? Los profesionales del sector apuestan con demasiada frecuencia por la identificación con las víctimas, los discursos desgarradores. Ponen en escena la piedad para vender “excursiones del recuerdo”, olvidando todavía de manera frecuente mostrar a los verdugos. No se puede evitar pensar en cambio en el cineasta franco-camboyano Rithy Panh y en su extraordinaria S21 (2003), que pone en escena a los torturadores jemeres rojos.
¿Cómo lograr hacer del turismo una herramienta inteligente y responsable y no solamente una palanca económica y política al servicio de unos pocos? En nuestras sociedades, en las que hay que saber mostrarse, comunicar, “autopromoverse”, el símbolo importa más que el contenido y los continentes. La emoción se impone al sentido y la decencia. Nos dedicamos a hacer un inventario de todo lo que puede ser arrojado a un público ávido de acontecimientos, de recuerdos gloriosos, donde el vacío de una época se llena a golpes de acontecimientos, aniversarios, bicentenarios, homenajes. ¿Podría el pasado, solo, alimentar el presente? Un presente que se cuestiona…