Serge Latouche es un economista y pensador incómodo, cómo su mentor Ivan Illich. Éste último fue un inclasificable en tiempos en que las clasificaciones resultaban insustituibles, tiempos donde el GPS político generaba de inmediato fronteras.
Serge Latouche es uno de los divulgadores más conocidos de la teoría del decrecimiento, una, cómo él dice, matriz de alternativas más que una alternativa en sí misma. Pensar el decrecimiento es repensar la economía, la relación entre los seres humanos, entre estos y la naturaleza. Es una llamada angustiosa de aviso frente a la evidencia de que el mito del crecimiento continuo nos está conduciendo a una catástrofe.
Propugnar el decrecimiento no es promover “decrecer por decrecer”, eso sería tan absurdo como el paradigma dominante que nos invita a crecer por crecer. En esta dirección, Serge Latouche nos invita al “…abandono de una fe y de una religión” la del progreso y del desarrollo. No es, el decrecimiento, un proyecto económico, sino un proyecto societal que implica salir de la economía como realidad y, también, como discurso imperialista.
En este punto, el autor reivindica descolonizar la idea de felicidad, sacarla del paradigma liberal decimonónico e ilustrado y hacerla viajar por los imaginarios del sur, particularmente por los de América Latina, para encontrarse con visiones de la “buena vida” donde las claves significativas son: vivir en armonía con la naturaleza y vivir en comunidad. Conceptos como suma quamaña, sumak kawsay, kunme momgem, jakona shati de diferentes tradiciones y culturas en América del Sur, dan cuenta de esta perspectiva armoniosa y equilibrada sobre la buena vida.
Porque, como el autor reivindica, la buena vida está ligada a una idea de la buena sociedad donde esta no nos ofrece medios de existencia sino una razón para vivir, o sea un sentido.
En la búsqueda de referentes en nuestra tradición, Serge Latouche establece un paralelismo entre la “abundancia frugal” que él propone y la “austeridad revolucionaria” que defendió el Partido Comunista Italiano en los años 1970. Y aunque el autor no lo cita, nos recuerda también la idea de Walter Benjamin sobre el papel de los revolucionarios accionando los frenos de emergencia para detener el tren de un capitalismo desenfrenado que nos conduce al abismo.
El libro establece una relación con la corriente impulsada por el italiano Carlo Petrini de la Slow Food. Una reivindicación de la buena mesa, del placer culinario y gastronómico frente a la comida basura y la industria de creación de hambruna y obesidad. Llama la atención el dato de que hay 865 millones de personas en el mundo que pasan hambre y 600 millones de obesos.
En fin, dice Latouche, para terminar: “Es más necesario que nunca que militemos para salir de la guerra de todos contra todos y todos contra la naturaleza, generada por la competencia transnacional y el libre comercio desbocado, y que lo hagamos con la perspectiva de un proyecto ecosocialista del decrecimiento”.