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Los soldados estadounidenses que combatieron contra los bolcheviques

Para encontrar el único enfrentamiento directo entre soldados estadounidenses y rusos hace falta remontarse más de un siglo en el tiempo hasta el final de la Primera Guerra Mundial. Este se saldó con la derrota de Estados Unidos. Miles de hombres fueron desplegados en Rusia para proteger almacenes militares contra un ataque alemán. Pero, a su llegada, esa guerra había terminado. Otra estaba a punto de comenzar. Contra los bolcheviques.

por Michael M. Phillips, agosto de 2021
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Cadáver de un soldado bolchevique en la carretera de Obozerskaya a Verst, 8 de abril de 1919

A finales de febrero de 1919, los soldados de la Compañía B llegaron a ese punto de ruptura en el que las quejas dan paso al amotinamiento. Los estadounidenses pensaban que iban a combatir alemanes en el Frente Occidental. Sin embargo, tres meses después de que el armisticio del 11 de noviembre pusiera fin a la Gran Guerra, estaban combatiendo a los revolucionarios bolcheviques en el gélido norte europeo de Rusia. Docenas de sus compañeros habían sucumbido a la gripe en la travesía en barco hasta el puerto ruso de Arcángel. Otros habían muerto en combate contra un enemigo armado con el conocimiento del terreno propio del que lucha en casa. Otros habían perecido congelados esperando a que los rescataran en bosques nevados. Muchos dieron muestras de valentía y fortaleza en los pantanos gélidos y las espesas pinadas en torno a Arcángel. Otros, sintiéndose desprotegidos y exhaustos en una guerra de la que desconocían el motivo, cedieron a las tentaciones de la rebelión.

El descontento estalló el día de avituallamiento de la Compañía B, cuando los hombres en la cola se dieron cuenta de que el ejército no estaba entregando comida suficiente como para aguantar hasta el próximo reparto. “Colegas, dejémonos de cháchara y hagamos algo”, les dijo a sus compañeros el soldado Bill Henkelman. Acompañado por otros tres soldados, juntos redactaron un ultimátum dirigido al comandante del regimiento: si no se les retiraba del frente antes del 15 de marzo de 1919, escribieron los soldados, “nos negamos rotundamente a avanzar” contra el enemigo. Henkelman, pintor de carrocerías en la American Auto Trimming Company de Detroit antes de ser reclutado, les dijo a los soldados que cruzaría la línea enemiga enarbolando una bandera blanca. Invitaría a los soldados bolcheviques a una fiesta de despedida. Entonces, él y sus compañeros de conspiración desertarían.

Cuatro días más tarde, el plan llegó a ­oídos de los oficiales del Ejército estadounidense. Henkelman fue llevado ante una corte marcial acusado de traición, deserción y amotinamiento. Crímenes sancionables con la pena de muerte. Durante el juicio, el soldado se abrió la camisa del uniforme y mostró su pecho a los jueces: “Mirad los piojos, la mugre, la roña. Estamos medio muertos de hambre –alegó en su defensa–. Pero ninguno de vo­sotros tiene piojos o pasa hambre”.

Washington y Moscú han sido aliados en las guerras calientes y rivales en la Guerra Fría. La única vez que las tropas rusas y estadounidenses se enfrentaron en combate tuvo lugar hace un siglo, siendo la más cruenta de todas la campaña de Arcángel. Este episodio terminó en una derrota hoy trágicamente olvidada por la memoria colectiva del país.

Al inicio del conflicto, la Rusia imperial luchó junto a Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos contra Alemania y sus aliados. Hasta que en 1917 la Revolución rusa dio al traste con la alianza. Los bolcheviques tomaron el poder en Moscú y, el 3 de marzo de 1918, firmaron un tratado de paz con Alemania. Este pacto le permitía a Berlín centrarse en el Frente Occidental. Los bolcheviques, liderados por Vladímir Lenin, centraron su atención en defender su revolución frente a los Rusos Blancos, partidarios del gobierno zarista y apoyados por los ingleses y los franceses. Sumándose a esa mezcla explosiva, entre finales de verano y principios de otoño de 1918, el presidente estadounidense Woodrow Wilson envió a cerca de 5.300 soldados al norte de Rusia con órdenes vagas y contradictorias.

El 339.º Regimiento de Infantería era conocido con el sobrenombre de “Detroit’s Own” (“Los de Detroit”). La mayoría de los 3.800 trabajadores de fábricas de automóviles, abogados fiscales, trabajadores agrícolas, tenderos y demás reclutas que nutrían sus filas venían de Michigan. Aquellos hombres recibieron cerca de un mes de entrenamiento de infantería en Camp Custer, en la ciudad de Battle Creek, Michigan, antes de viajar a Nueva York y zarpar con rumbo a Inglaterra en julio de 1918.

Pensaban que se dirigían al Frente Occidental, una extensión de 720 kilómetros de trincheras y alambradas que iba desde Suiza hasta el mar del Norte. También circulaban rumores sobre otros destinos. El soldado Walter McKenzie asumió que su correspondencia sería censurada. Así que en una carta a su novia, Connie Loveday, le escribió que tendría que hablar en clave para informarla de su destino: A sería Bélgica; B, Inglaterra; E, Rusia. El soldado la urgió a memorizar el código y destruir la carta, pero ella la conservó. Los barcos arribaron a Liverpool el 4 de agosto de 1918. El domingo 18, McKenzie se dirigía a misa cuando los comandantes ordenaron a los soldados hacer cola para recibir uniformes de lana y mitones de cuero grueso. “Nuestro destino sigue siendo una conjetura –le escribió a su madre–, pero sospecho que no va a ser la soleada Italia”. Una semana más tarde, el 339.º regimiento, junto con compañías de ingenieros, ambulancias y personal médico, subió a bordo de tres barcos de vapor con pintura de camuflaje en Newcastle y partieron en una travesía de ocho días con destino al puerto ruso de Arcángel.

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Marines del “USS Olympia” y soldados del 339º regimiento de infanteria, Bajaritza, 6 de septiembre de 1918

Al cabo de unos días en alta mar, los primeros soldados empezaron a mostrar síntomas de gripe “española”, una pandemia que entre 1918 y 1919 acabó con la vida de entre 20 y 40 millones de personas en todo el mundo. Los hombres caían enfermos con fiebre más rápido de lo que los médicos podían tratarlos. Las reservas de medicamentos escasea­ban; los pabellones médicos estaban a rebosar. Los barcos navegaron al norte del Círculo ­Polar Ártico, dejando atrás osos polares y cumbres nevadas, atravesaron el estrecho cuello del mar Blanco y penetraron el río Dvina.

En el mediodía gris del 4 de septiembre de 1918, los hombres desembarcaron en Arcángel, un puerto con forma de medialuna con muelles grasientos, calles mugrientas y una catedral con la cúpula pintada con estrellas doradas sobre fondo azul. La ciudad había sido arrancada de manos de los bolcheviques apenas un mes antes en una operación dirigida por las fuerzas francesas, británicas y los Rusos Blancos. Mientras los soldados estadounidenses descendían por la rampa de desembarco sonaba el cántico de guerra de la Universidad de Michigan, “The Victors”, interpretado por la banda del navío de guerra USS Olympia.
“Larga vida a los valientes vencedores
Larga vida a los héroes conquistadores
Larga vida a Michigan
Los campeones del Oeste”.

Algunos rusos hambrientos no tardaron en abalanzarse sobre la basura del barco, buscando restos de comida. “Realmente este es el lugar más dejado de la mano de Dios de toda la Tierra –escribió en su diario el teniente Charles Ryan, contable de profesión–. Jamás en mi vida me había topado con semejante mezcolanza de olores. La gente está mugrienta y parece muerta de hambre”. A las dos semanas de su llegada a Arcángel, casi cuarenta soldados del 339.º regimiento habían muerto a causa de la gripe. “Hemos perdido a mucha gente, incluidos algunos buenos amigos míos”, escribió a su familia el teniente.

Casi al tiempo que el presidente Wilson desplegó las tropas en Arcángel, ordenó también el envío de otro contingente a Siberia, a 5.600 kilómetros al este de Arcángel. Su misión era rescatar a 40.000 soldados checos que habían apoyado a los aliados y que trataban de huir de Rusia. Las órdenes de la campaña de Arcángel no estaban tan claras. Los hombres del 339.º regimiento desembarcaron en Rusia creyendo que estaban allí para proteger de los alemanes unos almacenes militares. La Administración de Wilson dijo claramente que no intervendría en la guerra civil, argumentando que eso solo “ahondaría la triste confusión imperante en Rusia en vez de ­curarla”. Pero Wilson puso las tropas estadounidenses bajo mando británico, y estos oficiales tenían otros planes. Querían enviar una sola fuerza compuesta por británicos, franceses y estadounidenses hacia el sur desde Arcángel para reunirse con los checos y revertir la Revolución rusa. Apenas el regimiento desembarcó en el puerto de Arcángel, el general británico Frederick Poole, al mando de las tropas terrestres, dio órdenes a dos batallones estadounidenses de actuar como refuerzo de los británicos en su lucha contra los bolcheviques. Los estadounidenses fueron enviados a combate tan rápidamente que ni siquiera tuvieron tiempo de descargar su equipamiento de invierno de las bodegas de los barcos de transporte. No recibieron sus abrigos de piel de oveja hasta las primeras nevadas de octubre.

Un primer batallón viajó más de 480 kilómetros al sudeste siguiendo el río Dvina para asistir a los británicos en el asalto fallido a la ciudad de Kotlas. Otro fue enviado en un tren de mercancías hacia Vologda, un punto estratégico a unos 450 kilómetros al sur de Arcángel que los británicos trataron de tomar en vano. Aquello contravenía las órdenes del ­presidente Wilson, pero el comandante del 339.º, el coronel George Stewart, obedeció y Washington no puso objeciones. A los pocos días de desembarcar, los inexpertos estadounidenses se vieron inmersos en combate con tropas bolcheviques armadas con aeroplanos, artillería y ametralladoras. En su primera refriega aquel septiembre, los miembros de la compañía de ametralladoras pasaron una semana enfangados hasta las rodillas en un pantano. La artillería bolchevique inició su ataque antes del amanecer. Un hombre murió, tres fueron heridos y uno tuvo que ser apartado aquejado de estrés postraumático en esa batalla contra los “bolos”, término con el que se referían al enemigo. Uno de los batallones del 339.º regimiento tuvo la dicha de permanecer en la retaguardia, en Arcángel. Los reclutas aprovechaban para ver películas de Charles Chaplin y bailar con enfermeras de la Cruz Roja.

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Soldados a bordo de un vagón blindado, Obozerskaya, 24 de septiembre de 1918

Dos meses después de la llegada del regimiento estadounidense a Rusia, la Gran Guerra llegó a su fin con el armisticio firmado en un vagón de tren aparcado en un bosque francés. En cuestión de horas, las armas enmudecieron en el Frente Occidental. “Diría que nuestras perspectivas de regreso cada día están más claras”, le escribió a su madre McKenzie el día después de la firma. Sin embargo, los hombres del 339.º regimiento pronto supieron que el tratado de paz no se hacía extensivo a ellos. “No entiendo por qué estamos aquí, la verdad, pues la guerra era contra Alemania y no contra Rusia hasta donde sé yo –le escribió a su madre el sargento Carleton Foster dos semanas después del armisticio–. Si esta gente quiere matarse entre sí, a nosotros qué más nos da”. Los comandantes estadounidenses se esforzaron por dar una explicación. El coronel James Ruggles, agregado militar de Estados Unidos en Arcángel, transmitió al mando que ni los hombres alistados ni sus asistentes entendían por qué seguían combatiendo. Su inquietud llegó a oídos del general John “Black Jack” Pershing, comandante de las fuerzas estadounidenses en la guerra.

Llegó diciembre. La luz diurna en la región de Arcángel duraba escasamente unas cuatro horas y las temperaturas alcanzaban los -40ºC. Con ese frío, los soldados solo podían aguantar guardias de quince minutos. Con tantas unidades de tierra estadounidenses bajo mando británico, los soldados estaban convencidos de que estaban “siendo usados para ejecutar los designios egoístas británicos en territorio ruso”, según informó el coronel Ruggles. En Liverpool, los censores estadounidenses que revisaban las cartas que los soldados enviaban a casa, mandaron un cable a Arcángel para quejarse por los comentarios antibritánicos. “Tienen un tono indigno de un soldado”, decía el mensaje. “Estados Unidos no tiene ni idea de cuál es la situación, y si la tuviera nos sacaría de aquí sin dudarlo –escribía el sargento Thomas F. Moran en una carta interceptada por los censores–. Estamos luchando por los intereses británicos y derramando sangre y vidas estadounidenses por una causa que nuestro Gobierno sin duda no entiende”.

Los bolcheviques alimentaron el fuego de la discordia. “Joven América, ¿por qué luchas? –gritaban los bolcheviques de un lado a otro de las líneas de batalla según una carta que el teniente Bradley Taylor mandó a su familia y que no llegaría a su destino al ser interceptada por los censores–. ¿Por qué os arrastráis por pantanos mientras los ingleses están tan calentitos en sus cómodos alojamientos en la retaguardia?”. La llamada, un periódico de propaganda bolchevique, circulaba entre las tropas estadounidenses. “¡Trabajadores de todos los países, uníos!”, decía el eslogan del periódico. Los panfletos bolcheviques inundaban las líneas del frente. “¡Derribad el putrefacto edificio de vuestro Estado capitalista con el fuego devastador de vuestras armas!”, lanzaba uno. “Exigid que os devuelvan a casa”, ­decía otro. Los oficiales estadounidenses ­intentaron subir la moral. En Navidad, todos los soldados de la Compañía K recibieron 50 centavos para gastarlos en pudin de ciruelas y otros lujos en la cantina británica de Arcángel. La Cruz Roja envió a todos los hombres un calcetín de Navidad repleto de pasas, dátiles, dulces y cigarrillos.

El 19 de enero de 1919, los bolcheviques lanzaron una ofensiva que resultó decisiva. El regimiento estadounidense, que hasta el momento a menudo había combatido contra reclutas bolcheviques mal entrenados, ahora se encontraba bajo el asedio de unos 4.000 soldados curtidos en combate. Los bolcheviques atacaron primero Ust Padenga –un pueblo a orillas del río Vaga donde los estadounidenses se habían refugiado para pasar el invierno– ­durante tres días con fuego de artillería y ráfagas de ametralladora. Los estadounidenses y sus aliados tuvieron que huir. Retrocedieron a pie otros 80 kilómetros bajo la nieve, perseguidos por las tropas enemigas. Unos setecientos civiles se sumaron a su penosa retirada. Durante la batalla, 29 estadounidenses murieron, 58 resultaron heridos y 19 desaparecieron. “Creemos que la mayoría de los desaparecidos fueron heridos y probablemente hayan muerto congelados”, informó el comandante del regimiento al cuartel general. El coronel Ruggles declaró crítica la situación en el área en torno a Arcángel: unas tropas estadounidenses demasiado escasas desplegadas en un frente demasiado amplio para enfrentarse a un enemigo superior en número, armamento y moral.

En Estados Unidos, el entusiasmo decayó alimentado por las noticias pesimistas y los relatos de terror contados por los soldados heridos que habían regresado a casa. En febrero, miles de familiares y simpatizantes firmaron una petición al Congreso para exigir la retirada del norte de Rusia o, al menos, el envío de refuerzos y de víveres mejores. Si bien las familias juraban su “lealtad inquebrantable” a Estados Unidos, se quejaban también de que las tropas desplegadas en el norte de Rusia “no solo están atravesando dificultades increíbles, sino que están en grave peligro”. El comandante del 339.º regimiento recibió una avalancha de cartas de padres que querían saber si sus hijos seguían vivos de tal magnitud que acabó “interfiriendo con los asuntos oficiales”. Por ello, escribió al mando para suplicarle que hiciera llegar a los periódicos de Detroit y Chicago que la situación en Arcángel estaba controlada.

Los Rusos Blancos fueron los primeros en amotinarse aquel invierno. El 11 de diciembre de 1918, dos compañías del regimiento de ­Arcángel desobedecieron la orden de acudir al frente. Los rebeldes se atrincheraron en los ­barracones de Alexander Nevsky y abrieron ­fuego contra las tropas leales que los rusos ­enviaron para desalojarlos. Las tropas estadounidenses, convocadas para contener el levantamiento, dispararon con ametralladoras por las ventanas. Los amotinados salieron con la bandera blanca. El comandante ruso dio orden a sus tropas de identificar a los instigadores de la revuelta bajo la amenaza de ejecutar a uno de cada diez de sus hombres si no obedecían. Las tropas leales mandaron al paredón a trece de los supuestos instigadores y los fusilaron.

El 1 de marzo, la Segunda Compañía francesa se negó a relevar a las tropas estadounidenses a lo largo de la línea de ferrocarriles Arcángel-Vologda. Los soldados franceses finalmente accedieron a avanzar, pero solo a una posición tras el frente, donde se dedicaron a beber sin límites. Al poco, dejaron de luchar. Ese mismo mes, un destacamento de los Royal Scots en el río Dvina ignoró órdenes de avanzar a través de la espesa nieve para quemar un pueblo cercano. Los escoceses, que habían combatido fieramente durante el verano de 1918, “acabaron siendo considerados como una unidad de combate poco fiable”, según un informe militar estadounidense.

El descontento se tornó desobediencia también entre las tropas estadounidenses. Los soldados de la Compañía A intentaron forjar un acuerdo de paz secreto con los soldados bolcheviques al otro lado de sus líneas. Un estadounidense, por lo visto hijo de inmigrantes rusos o de Europa del Este, redactó la oferta de tregua en ruso primitivo con papel de carta de la organización católica Knights of Columbus decoradas con la bandera estadounidense. El autor se quejaba del engaño de los oficiales británicos y de la ausencia de tropas británicas en las líneas del frente. “Estamos combatiendo contra vosotros solo para seguir vivos –afirmaba la carta–. Estamos a favor de vuestro deseo de derribar el zarismo y estamos dispuestos a ayudaros porque es por el bien de los trabajadores”. La nota, firmada por “Los soldados de Estados Unidos”, precisaba: “No os atacaremos y si vosotros, estimados camaradas, resistís sin atacar dos meses y medio, podremos marcharnos de Rusia”. No está claro si la nota llegó a ser entregada o no.

Aunque algunos oficiales enviaban informes entusiastas sobre la situación, no todos eran tan optimistas. El capitán Eugene Prince, que proporcionaba informes de inteligencia al agregado militar estadounidense en Arcángel, escribió un lacerante informe sobre la moral abisal de las tropas. Tan solo unas semanas después de dicho informe, Henkelman y la Compañía B se rebelaron. Más de 60 hombres firmaron el ultimátum exigiendo su retirada del frente de batalla antes del 15 de marzo. El ultimátum, no obstante, era una treta. Los amotinados lo hicieron circular para ver cuántos soldados estaban dispuestos a alzarse contra sus comandantes. Una vez que los rebeldes supieran de quién podían fiarse, pretendían desarmar a sus oficiales, tomar el control de la Compañía B y desertar.

Uno de los conspiradores, el sargento Silver Parrish, no podía entender por qué, después de que la guerra contra Alemania hubiera finalizado, estaban combatiendo contra jóvenes rusos que, como ellos, habían sido arrancados de las minas de carbón y de las fábricas. “Aquí la mayoría de la gente simpatiza con los ‘bolos’ y no les culpo”, escribió en su diario. Su escuadrón había recibido órdenes unos meses antes de quemar un pueblo que servía de cobertura a los francotiradores enemigos. Las mujeres del pueblo se tiraron a los pies del sargento suplicando clemencia, pero los soldados incendiaron las casas igualmente. “Una orden es una orden”, anotó en su diario. Sin embargo, a finales de febrero ya estaba harto. “Esta vida es una sucesión de calamidades”, se lamentaba. Los comandantes, con la esperanza de atajar el creciente malestar, retiraron del frente a la Compañía B y dejaron que los conspiradores se libraran de recibir castigo alguno. A cambio, Henkelman prometió usar su influencia para apaciguar los ánimos.

La mañana del 30 de marzo de 1919, la Compañía I estaba descansando en la retaguardia, en un campamento en las afueras de Arcángel. Los soldados se reunían en torno a la estufa de un barracón, intercambiando quejas. La sensación de injusticia de cada hombre encontraba su eco en las quejas de sus camaradas, formando un crescendo iracundo. Habían aguantado lluvia, granizo y nieve, marchado a través de pantanos y ríos y perdido hombres en combate. Algunos soldados habían recibido cartas acompañadas de recortes de la prensa de Detroit sobre un senador estadounidense que había expresado sus dudas sobre la pertinencia de su presencia en Rusia.

Posiblemente fue el peor momento para que el sargento primero les ordenara cargar los trineos y volver al frente. Los hombres se negaron a abandonar los barracones y amenazaron con amotinarse si Washington no les enviaba una fecha de regreso. El sargento informó al capitán, que avisó al coronel Stewart. El coronel era un oficial regular del Ejército y había recibido la medalla de honor, la máxima condecoración militar, por exponerse a fuego enemigo para salvar a un hombre que se estaba ahogando durante la insurrección filipina de 1899. Fue descrito por el Grand Rapids Herald como “un oficial estadounidense de pies a cabeza, y de los buenos”. Alertado sobre el alzamiento, el coronel Stewart reunió a los soldados y les recordó que el motín estaba castigado con la pena de muerte. “¿Por qué estamos combatiendo en Rusia?”, preguntaron los hombres. Su superior admitió que desconocía el motivo, pero añadió: “Sea cual sea el objetivo, hay uno que justifica de sobra que peleemos ahora: si no lo hacemos, nos borrarán a todos de la faz de la tierra”. El coronel pidió a todo aquel que siguiera negándose a obedecer que diera un paso al frente. Nadie se movió. Los reclutas aceptaron volver al frente solo tras la liberación de un soldado que ya había sido arrestado. Tras esto, los soldados cargaron con desgana los trineos, cruzaron el helado río Dvina y montaron en el tren que los llevaría al frente, bajo la lluvia de fuego de mortero de los bolcheviques.

Los censores fueron incapaces de acallar las noticias de la rebelión. El Grand Rapids Herald publicó el siguiente titular: “Motín en Rusia preocupa a la capital: el malestar general entre los hombres del 339.º regimiento se convierte en amenaza abierta. ‘¿Cuándo volveremos a casa?’ Los chicos quieren saberlo”. Para el presidente Wilson, la situación se convierte en insostenible. En marzo, se reúne en París con su nuevo comandante en el norte de Rusia, el general de Brigada Wilds P. Richardson, y le ordena que saque a las tropas estadounidenses de Arcángel en cuanto empiece el deshielo del mar Blanco. El 8 de abril de 1919, el coronel Stewart les transmite la feliz noticia a sus hombres, y les recuerda su obligación de luchar hasta el último día.

El grueso de las fuerzas estadounidenses se había retirado a finales de junio de 1919. En total, 6.083 hombres sirvieron en el norte de Rusia. De estos, 144 murieron en combate o a consecuencia de sus heridas;100 murieron por enfermedad, suicidio o accidente; y otros 305 sobrevivieron a heridas de metralla, disparos y otras lesiones. El Ejército repatrió 120 cuerpos del norte de Rusia en el otoño de 1919. Cuando los restos llegaron a Detroit, los toques de corneta resonaron por las calles silenciosas. Theodore McPhail, cuyo hermano había servido en Rusia, presenció el desfile: “Pensaba en la descabellada expedición por la que esos pobres desgraciados dieron su vida y en el atolladero dejado de la mano de Dios en el que debieron de morir”. Las fuerzas británicas se retiraron de Arcángel a finales de septiembre de 1919 y en febrero de 1920 los bolcheviques arrebataron la ciudad de manos de los restantes Rusos Blancos que la defendían. La expedición estadounidense a Siberia finalizó en 1920.

La humillante retirada de los estadounidenses desembocó en un cruce de acusaciones en busca de un responsable. Enterrado en los Archivos Nacionales, un informe militar resumía esta guerra no declarada dentro de la guerra. En este, el capitán Hugh S. Martin se dirigía al agregado militar estadounidense en Arcángel: “La realidad era que estábamos haciéndole la guerra al bolchevismo. Todos lo sabían. Y, sin embargo, ningún Gobierno aliado declaró abiertamente que ese era el objetivo político de su intervención […]. Como consecuencia, a lo largo del día, los soldados recibían un amplio abanico de respuestas, a menudo contradictorias, a las preguntas que se hacían constantemente: ¿Por qué les habían llamado a luchar aquí tras el cese de los combates en el Frente Occidental? […] ¿Por qué razón luchábamos contra los bolcheviques? ¿Por qué no dejar que Rusia se hiciera cargo de sus propios asuntos internos?”.

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Michael M. Phillips

Periodista. Este texto retoma un artículo publicado en The Wall Street Journal con el título “The one time American troops fought Russians was at the end of World War I – and they lost”. El relato que hace de este episodio de la campaña militar en Rusia está basado en documentos militares, informes gubernamentales desclasificados, cartas, diarios y películas, así como en memorias de soldados estadounidenses.