Una de mis grandes preocupaciones como Secretario General de las Naciones Unidas era la abrumadora carga que suponen las enfermedades infecciosas para los países en vías de desarrollo.
Hace diez años, muy pocas personas del mundo en vías de desarrollo recibían tratamiento para el sida. Todo el mundo sabía que, si bien esta enfermedad ya no suponía una sentencia de muerte en los países ricos, había pocos motivos para sentirse esperanzados en el mundo en vías de desarrollo porque los medicamentos les resultaban demasiado caros. Recuerdo una visita a un hospital de Maputo (Mozambique), donde una mujer moribunda me miró directamente a los ojos y me pidió ayuda. Ella sabía que la medicación podía salvarla, pero como era pobre, la enfermedad que había contraído equivalía en su caso a la pena de muerte. Jamás olvidaré aquella mirada, mucho más terrible que sus palabras.
En el año 2000, las previsiones mundiales eran desoladoras: (...)