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Ramón Chao

junio de 2018

El domingo 20 de mayo falleció a los 82 años, lejos de su Villalba (Lugo) natal, mi amigo, mi hermano Ramón Chao, gallego, rebelde, pianista, escritor, periodista, seductor, conversador, aventurero y más que nada genio y figura.

Teníamos en común, además de ser antifranquistas, la característica de ser “gallegos de París”, una identidad muy singular, y –en tanto que periodistas– la particularidad de ser los únicos españoles que han dirigido prestigiosos medios franceses: él, Radio France Internationale (RFI); yo, Le Monde diplomatique.

No solo fue un inmenso escritor, pulidor incansable y obsesional de su prosa –léase por ejemplo El Lago de Como–, Ramón era también un exquisito periodista de una raza extinguida, y un entrevistador fuera de serie como lo atestan sus libros excepcionales con dos monstruos de la literatura: Juan Carlos Onetti y Alejo Carpentier. Y es una lástima –un crimen editorial– que no se haya publicado su inaudito libro de conversaciones con Jorge Luis Borges.

En cincuenta años de amistad y de complicidad, escribimos varios libros juntos, a cuatro manos –entre ellos Guía del París rebelde y Abecedario (subjetivo) de la globalización–. En varios periódicos –Triunfo, La Voz de Galicia– publicamos crónicas entrelazadas, o sea textos escritos por él y firmados por mí, y viceversa. Hasta tal punto que mucha gente nos confundía.

Una vez, en México, me invitaron a una conferencia y fue Ramón en mi lugar; nadie se percató del cambio. Otra vez, en Bilbao, dimos una conferencia juntos, y antes del inicio, los presentadores atribuyeron mi biografía a Ramón y la de Ramón a mí. Obviamente, no desmentimos. Nos reíamos.

Incontables veces me han presentado como “el padre de Manu Chao”, y a Ramón como “el director de Le Monde diplomatique”. Nuestra consigna era: nunca corregir. Aún ahora que Ramón acaba de fallecer, una señora me escribe para darme el pésame por “la muerte de [mi] padre [!], autor de ese libro indispensable Cien horas con Fidel”... Todo esto me preocupa. Porque recuerdo aquel célebre cuento de Edgar Allan Poe, “William Wilson”, en el que dos amigos se parecen tanto y se identifican de tal manera el uno con el otro que el día en que fallece uno de los dos, el que queda se da cuenta de pronto que el muerto no es el otro. Sino él

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