En Francia, al igual que en la mayoría de países europeos, la mayoría de las previsiones auguran un aumento continuado de la esperanza de vida. Ciertamente, este crecimiento se produciría a menor ritmo que durante las últimas décadas, pero podría conducir a una longevidad de 93 años entre las mujeres y de 90 años entre los hombres en 2070, según el “escenario central” del Instituto Nacional de Estadística y de Estudios Económicos francés (1). Las proyecciones siguen siendo un ejercicio peligroso (2), habida cuenta de los numerosos datos desconocidos, como la evolución del contexto social y medioambiental. En el pasado, cada vez que los demógrafos han hecho predicciones, se han equivocado, pronosticando aumentos inferiores a los que se produjeron realmente. En la actualidad, ¿no estarían incurriendo en el error contrario?
En época reciente, varias regiones del mundo han conocido periodos en los que la esperanza de vida se ha hundido, por lo general de modo pasajero y debido a cambios políticos o enfermedades que no se sabía combatir. Ese fue el caso en África Oriental y Meridional tras la aparición del sida, pero también el de los hombres de los países del antiguo bloque comunista tras la caída del muro de Berlín en 1989. En Rusia, hubo que esperar a 2013 para que la esperanza de vida masculina volviera al nivel de 1988 (3). Todavía más revelador resulta el descenso registrado en Estados Unidos en los dos últimos años conocidos (2015 y 2016), tras cuatro años de estancamiento (4). En Francia, se aprecia una erosión creciente. Tras un aumento regular de tres meses por año entre 1980 y 2010, la esperanza de vida solo ha progresado un mes por año. Desde 2014, se estanca entre las mujeres y crece mínimamente entre los hombres. Así pues, ¿qué curva hay que prolongar?
La cuestión es saber si el descenso de la mortalidad va a continuar, y si al mismo ritmo. Por lo que respecta a las dos primeras causas de muerte –enfermedades cardiovasculares y cánceres–, podemos pensar que sí. La medicina continúa avanzando y permite curar cada vez a más gente afectada por esas enfermedades o prolongar su existencia. Pero el número de enfermos aumenta, mientras que nadie puede predecir los avances por llegar.
¿Qué hay de las enfermedades que han comenzado a desarrollarse a finales del siglo XX y principios del XXI –lo que no es casual, dada la modificación radical del modo de vida en algunas décadas–? Tres de los principales factores que contribuyen a una buena salud han cambiado mucho: la alimentación, la cantidad de ejercicio físico y la exposición a los contaminantes químicos. El impacto negativo de estos tres elementos no se manifiesta por lo general más que al cabo de varias décadas, lo que explica que todavía no se hayan traducido en un aumento de la mortalidad.
Los hábitos alimentarios de los franceses se modificaron profundamente durante la segunda mitad del siglo XX. No solo comen más, sino que la proporción de cada tipo de producto consumido ha evolucionado mucho. Entre 1960 y 2001, los cambios más notables son el considerable crecimiento de los productos transformados (+158% de preparados y conservas de verduras, +98% de carnes preparadas, +60% de golosinas, bollería y bebidas azucaradas) en detrimento de los productos frescos (-36% de verduras frescas, -21% de fruta fresca, -59% de productos brutos tradicionales) (5). El impacto de la proporción creciente de alimentos transformados y azucarados resulta indiscutiblemente negativo. Esta conduce a una disminución importante del aporte de componentes útiles (vitaminas, antioxidantes) y a un incremento de los indeseables (sal, azúcar, materias grasas saturadas, conservantes y aditivos de toda clase). Un estudio reciente, realizado sobre un grupo de más de 100.000 personas, concluyó que un aumento del 10% del consumo de productos ultratransformados se traducía en un 12% más de cánceres (6).
Por otra parte, se sabe que el sedentarismo representa un importante factor de riesgo en la mayoría de las enfermedades crónicas. Aunque carecemos de elementos precisos de comparación con el pasado, se puede afirmar que el ejercicio cotidiano, sobre todo a la hora de desplazarse, ha disminuido drásticamente. El ejemplo más chocante es el de los niños y adolescentes. Hasta los años 1970, como el transporte escolar estaba poco desarrollado, muchos volvían a casa a mediodía, a pie o en bici, para comer. Con el cierre de numerosas escuelas de pueblo y, más recientemente, con el temor a accidentes o secuestros, la mayoría de ellos cogen hoy en día el autobús o el coche, o comen en el comedor escolar. En 1982, el 60% de los desplazamientos al lugar de estudios se efectuaban sin transporte motorizado, frente al 36% en 2008 (7). Por otro lado, el tiempo que se pasa ante una pantalla ha aumentado considerablemente: en la franja de edad de 18 a 44 años, era de cinco horas y veintiséis minutos al día en 2014-2015 (8).
Los últimos estudios muestran que el volumen de actividad física sigue siendo muy inferior al recomendado. Por ejemplo, solo el 5% de las chicas de 15 años alcanzan un nivel satisfactorio –determinante, en los adolescentes, para la solidez de los huesos en la edad adulta–. Según diversos estudios, solo la mitad de los hombres y un tercio de las mujeres se mueven lo suficiente, lo que, en el caso de los demás, aumenta el riesgo de obesidad, diabetes y determinados cánceres. Se ha demostrado así que la actividad física reduce en un 58% el riesgo de aparición de diabetes en la población intolerante a la glucosa, mientras que un tratamiento medicinal solo la disminuye en un 31%. La práctica regular de ejercicio reduce también la probabilidad de accidente vascular cerebral en un 25%, y otro tanto el riesgo de cáncer de colon.
La industrialización generalizada de la producción en todos los ámbitos se ha traducido en una invasión de productos químicos en nuestro entorno cotidiano: pesticidas, hidrocarburos contaminantes, metales pesados, ftalatos, bisfenol A y miles de otros compuestos nunca evaluados. La mayoría de ellos tienen efectos acumulados a muy largo plazo todavía poco conocidos. “Se calcula que las enfermedades causadas por la contaminación atmosférica han sido responsables de nueve millones de muertes prematuras en 2015, es decir, del 16% de muertes del mundo”, según afirmaba la revista The Lancet en octubre de 2017; pero, desgraciadamente, todavía disponemos de pocos datos sobre las consecuencias de los otros tipos de contaminaciones.
Nadie puede predecir exactamente el impacto del aumento de esos tres factores de riesgo. En cambio, sabemos que la primera generación expuesta desde la más tierna infancia a la “comida basura”, el sedentarismo y los cócteles químicos nació a partir de los años 1980. Todavía es demasiado joven para ser diezmada por las enfermedades crónicas. Pero pronosticar que pueda vivir de manera general después de los 70 años es una apuesta arriesgada, a menos que la medicina haga progresos fulgurantes y sea drásticamente reorientada hacia la prevención.
La incidencia de la diabetes, enfermedad que hace descender la esperanza de vida, aumentó un 5,4% al año en el periodo 2006-2009 y un 2,8% al año en el periodo 2012-2015. Francia cuenta con 3,3 millones de diabéticos en tratamiento médico, y con probablemente 700.000 diabéticos sin tratar. Mientras que el tabaquismo tiende a disminuir entre los hombres, la tasa de personas hospitalizadas por la enfermedad pulmonar obstructiva crónica ha aumentado un 88,4% en los hombres y un 30,5% en las mujeres entre 2000 y 2012 (9).
Algunas enfermedades eran desconocidas o raras hace solo cincuenta años. La enfermedad de Alzheimer afecta hoy a casi un millón de personas en Francia y la de Parkinson a alrededor de 150.000. Sabemos que esta última está relacionada con el medio ambiente, en particular con la exposición a los pesticidas. Para el público general la esteatosis hepática no alcohólica o “enfermedad del refresco” era desconocida hasta que los medios de comunicación revelaron que el comentarista deportivo Pierre Ménès la padecía. Sin síntomas específicos, e incurable en el estado actual de conocimientos médicos, afectaría a entre el 20 y el 30% de la población europea y a entre el 27 y el 34% de la estadounidense (10). Consiste en una sobrecarga de materias grasas en el hígado –a consecuencia de la cual los enfermos desarrollan un tipo de hígado graso–, causada principalmente por la diabetes de tipo 2, la obesidad y la hipertensión. Un estudio estadounidense ha concluido que el consumo de más de una lata de bebida carbonatada al día aumentaba entre un 50 y un 60% el riesgo de contraerla (11).
La esperanza de vida en buenas condiciones de salud (o sin incapacidad) no aumenta ya desde hace una década (64,1 años en el caso de las mujeres y 62,7 en el de los hombres). Pasamos un número creciente de años de nuestra vida –veintiún años en el caso de las mujeres y diecisiete en el de los hombres– con al menos una incapacidad. Se observa también un aumento constante del número de personas con “enfermedad de larga duración”, que ha pasado de 8,3 millones en 2008 a 10,4 millones en 2015.
Este balance vale para el conjunto de los países industrializados, y en particular para el resto de países europeos, en los que la curva de esperanza de vida evoluciona de media como la de Francia. En cambio, varía considerablemente según la categoría social y el nivel de estudios. En Francia, los hombres que pertenecen al 5% de la población más rica pueden llegar a vivir trece años más que el 5% más pobre (12). Del mismo modo, los titulados universitarios viven siete años más que los no titulados. Las causas de estas diferencias son variadas: un estilo de vida más saludable entre los ejecutivos y titulados, menor exposición a los contaminantes químicos y mejor supervisión médica, lo que se traduce en una menor incidencia del sobrepeso o de ciertas enfermedades, en especial la diabetes, y en un mejor tratamiento de las enfermedades crónicas. La diferencia de esperanza de vida entre los barrios desfavorecidos y los más acomodados ha sido bien estudiada en la ciudad de Glasgow, en Escocia, donde esta es considerable: de dieciséis años en el caso de los hombres y de once en el de las mujeres (13).
¿Qué conclusión extraer para los próximos años? Toda previsión con cifras sería imprudente, pero el optimismo que se observa en los discursos públicos o las estadísticas oficiales debería ser discutido, e incluso mitigado; por otro lado, parte de los consumidores están concienciándose. Varias tendencias de fondo, confirmadas por indicios recientes, hacen pensar que la esperanza de vida se estancará pronto, y que incluso disminuirá si no cambiamos drásticamente nuestro modo de vida. Dos cambios parecen prioritarios para prolongar nuestra existencia en buena condición física y mental: más ejercicio y una alimentación libre tanto de pesticidas como de transformaciones y añadidos deletéreos (azúcar, sal, conservantes químicos, etc.).