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Ecosocialismo: una idea que viene de lejos

Karl Marx y la explotación de la naturaleza

Para algunos, la crisis ecológica invalidaría los análisis de Karl Marx, culpable de haber obviado la cuestión medioambiental. El productivismo desenfrenado de los regímenes que se identifican con este ha parecido reforzar esta crítica. Otros, como el intelectual estadounidense John Bellamy Foster, sugieren, por el contrario, que el socialismo y el ecologismo constituyen, en la obra de Marx, las dos caras de una misma moneda.

por John Bellamy Foster, junio de 2018

Durante estos últimos años, la creciente influencia de las cuestiones ecológicas se ha manifestado en la relectura desde el ecologismo de numerosos pensadores, de Platón a Mohandas Karamchand Gandhi. Sin embargo, ha sido Karl Marx el que, sin duda, ha suscitado la literatura más abundante y polémica. Así, Anthony Giddens ha afirmado que Marx, a pesar de haber demostrado una sensibilidad ecológica particularmente desarrollada en sus primeros escritos, adoptó a continuación una “actitud prometeana” hacia la naturaleza (1). Del mismo modo, Michael Redclift destaca que, para Marx, el medio ambiente tenía por función “hacer las cosas posibles, pero todo el valor provenía de la fuerza de trabajo” (2). Por último, según Alec Nove, Marx creía que “el capitalismo había ‘resuelto’ el problema de la producción y que, por lo tanto, la futura sociedad de productores asociados no tendría que tomarse en serio la cuestión del uso de los recursos que escasean”, lo que significa que era inútil que el socialismo tuviera una mínima “conciencia ecológica” (3). ¿Están estas críticas justificadas?

Entre los años l830 y 1870, la principal preocupación ecológica de la sociedad capitalista, tanto en Europa como en Norteamérica, fue la disminución de la fertilidad de los suelos por la pérdida de nutrientes. La inquietud suscitada por este problema solo podía compararse a la provocada por la creciente contaminación de las ciudades, la deforestación de continentes enteros y los temores malthusianos a la superpoblación. Durante los años 1820 y 1830, primero en Gran Bretaña y poco después en las demás economías capitalistas en expansión de Europa y Norteamérica, la inquietud general relativa al agotamiento de los suelos condujo a un aumento monumental de la demanda de abono. El primer barco cargado de guano peruano desembarcó en Liverpool en 1835; en 1841 se importaban ya 1.700 toneladas y, en 1847, 220.000. Durante este periodo, los agricultores revolvieron los campos de batalla napoleónicos, como los de Waterloo o Austerlitz, en una búsqueda desesperada de osamentas que esparcir por sus campos.

[Interesado por Estados Unidos, el químico alemán] Justus von Liebig subrayaba que podía haber cientos o incluso miles de kilómetros entre los centros de producción de cereales y sus mercados. Así, los elementos constitutivos del humus se enviaban muy lejos de su lugar de origen, dificultando aún más la reproducción de la fertilidad de los suelos.

Lejos de mostrarse ciego ante el ecologismo y bajo la influencia de los trabajos de Liebig de finales de los años 1850 y de principios de los años 1860, Marx desarrollaría una crítica sistemática de “la explotación” capitalista a propósito de la tierra, del robo de sus nutrientes o de la incapacidad para asegurar su regeneración. Marx concluía sus dos análisis principales de la agricultura capitalista explicando cómo la industria y la agricultura a gran escala se combinaban y empobrecían los suelos y a los trabajadores. Lo esencial de la crítica que deriva de ello se resume en un fragmento situado al final del tratamiento del “génesis de la renta capitalista de la tierra”, en el tercer libro de El Capital: “La gran propiedad del suelo reduce la población agrícola a un mínimo en constante disminución, oponiéndole una población industrial en constante aumento, hacinada en las ciudades; de ese modo engendra condiciones que provocan un desgarramiento insanable en la continuidad del metabolismo social, prescrito por las leyes naturales de la vida, como consecuencia de lo cual se dilapida la fuerza del suelo, dilapidación esta que, en virtud del comercio, se lleva mucho más allá de las fronteras del propio país. (…) La gran industria y la agricultura industrialmente explotada en gran escala operan en forma conjunta. Si en un principio se distinguen por el hecho de que la primera devasta y arruina más la fuerza de trabajo, y por ende la fuerza natural del hombre, mientras que la segunda depreda en forma más directa la fuerza natural del suelo, en el curso ulterior de los sucesos ambas se estrechan la mano, puesto que el sistema industrial rural también extenúa a los obreros, mientras que la industria y el comercio, por su parte, procuran a la agricultura los medios para el agotamiento del suelo”.

La clave de todo el enfoque teórico de Marx en este ámbito es el concepto de metabolismo (Stoffwechsel) socioecológico, anclado en su comprensión del proceso de trabajo. En su definición genérica del proceso de trabajo (por oposición a sus manifestaciones históricas específicas), Marx utilizó el concepto de metabolismo para describir la relación entre el ser humano y la naturaleza a través del trabajo: “El trabajo es, en primer lugar, un proceso entre el hombre y la naturaleza, un proceso en que el hombre media, regula y controla su metabolismo con la naturaleza. El hombre se enfrenta a la materia natural misma como un poder natural. Pone en movimiento las fuerzas naturales que pertenecen a su corporeidad, brazos y piernas, cabeza y manos, a fin de apoderarse de los materiales de la naturaleza bajo una forma útil para su propia vida. Al operar por medio de ese movimiento sobre la naturaleza exterior a él y transformarla, transforma a la vez su propia naturaleza. (…) El proceso de trabajo (…) es la eterna condición natural de la vida humana” (4).

Tanto para él como para Liebig, la incapacidad para restituir los nutrientes de los suelos se sumaba a la contaminación de las ciudades y la irracionalidad de los sistemas de alcantarillado modernos. En El Capital precisa: “En Londres, por ejemplo, a dicha economía no se le ocurre hacer nada mejor con el abono producido por cuatro millones y medio de hombres que utilizarlo con ingentes costos para contaminar con él el Támesis”. En su opinión, las “deyecciones del metabolismo natural del hombre”, al igual que los residuos de la producción industrial y del consumo, debían reintroducirse en el ciclo de la producción, en el seno de un ciclo metabólico completo (5). El antagonismo entre la ciudad y el campo, así como la ruptura metabólica que conllevaba, eran también evidentes a nivel mundial: colonias enteras veían cómo se robaban sus tierras, sus recursos y sus suelos para mantener la industrialización de los países colonizadores. “Desde hace siglo y medio –escribía Marx–, Inglaterra exporta indirectamente el suelo de Irlanda sin otorgar a sus cultivadores ni siquiera los medios para remplazar sus componentes” (6).

Así pues, los análisis de Marx sobre la agricultura capitalista y la necesidad de restituir los nutrientes de los suelos (y sobre todo los residuos orgánicos de las ciudades) lo conducirían a una idea más general de la sostenibilidad ecológica –desde su punto de vista, de una pertinencia práctica muy limitada en una sociedad capitalista incapaz por definición de semejante acción racional y coherente, pero esencial para una sociedad futura de productores asociados–. “La dependencia del cultivo de los diversos productos agrícolas con respecto a las fluctuaciones de los precios de mercado, y el constante cambio de ese cultivo con tales fluctuaciones de precios, todo el espíritu de la producción capitalista, orientado hacia la ganancia directa e inmediata de dinero, contradice a la agricultura, que debe operar con la totalidad de las condiciones vitales permanentes de las generaciones de seres humanos que se van concatenando”.

Al subrayar la necesidad de preservar la tierra para las “generaciones futuras”, Marx captaba la esencia de la idea contemporánea de desarrollo sostenible, cuya definición más célebre proviene del Informe Brundtland: “Satisfacción de las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades” (7). Para él, es necesario que la tierra sea “un lugar de tratamiento consciente y racional en cuanto propiedad colectiva eterna, condición inalienable de existencia y reproducción de la serie de generaciones humanas que se relevan unas a otras”. Así, en un famoso fragmento de El Capital, Marx afirmaba que “desde el punto de vista de una formación económico-social superior, la propiedad privada del planeta en manos de individuos aislados parecerá tan absurda como la propiedad privada de un hombre en manos de otro hombre”.

A menudo también se reprocha a Marx haber pasado por alto el papel que juega la naturaleza en la creación del valor, ya que habría desarrollado una teoría según la cual todo valor dependería del trabajo y donde la naturaleza se consideraría un “obsequio” al capital. No obstante, esta crítica se basa en un contrasentido: no fue Marx quien inventó la idea de que la tierra sería un “regalo” de la naturaleza al capital, sino Thomas Malthus y David Ricardo, pues dicha idea es una de las tesis centrales de sus obras económicas. Marx era consciente de las contradicciones socioecológicas inherentes a tales concepciones y, en sus Manuscritos económicos de 1861-1863, reprocha a Malthus el caer de manera recurrente en la idea “fisiocrática” según la cual el medio ambiente es un “obsequio de la naturaleza al hombre”, sin tener en consideración la manera en la que esto estaba ligado al conjunto específico de relaciones sociales creadas por el capital.

Ciertamente, Marx coincidía con los economistas liberales al afirmar que, según la ley del valor del capitalismo, a la naturaleza no se le reconoce ningún valor. Como ocurre con toda mercancía en el capitalismo, el valor del trigo deriva del trabajo necesario para producirlo. Sin embargo, desde su punto de vista, esto no hacía más que reflejar la estrecha y limitada concepción de la riqueza inherente a las relaciones mercantiles capitalistas de un sistema construido alrededor del valor de intercambio. La verdadera riqueza consistía en valores de uso –que caracterizan la producción en general, más allá de su forma capitalista–. Por consiguiente, la naturaleza, que contribuía a la producción de valores de uso, constituía una forma de riqueza tan válida como el trabajo. En efecto, en su Crítica del Programa de Gotha, Marx reprende a los socialistas que atribuyen lo que él denomina una “potencia de creación sobrenatural” al trabajo, ya que lo consideran como la única fuente de riqueza y obvian el papel de la naturaleza.

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(1) Anthony Giddens, A Contemporary Critique of Historical Materialism, University of California Press, Berkely, 1981.

(2) Michael Redclift, Development and the Environmental Crisis: Red or Green Alternatives?, Methuen, Londres, 1984.

(3) Alec Nove, “Socialism”, en John Eatwell, Murray Milgate y Peter Newman (bajo la dirección de), The New Palgrave Dictionary of Economics, vol. 4, Stockton, Nueva York, 1987.

(4) Karl Marx, El Capital, libro I, Akal, Madrid, 1977 (1ª ed. en español: 1883).

(5) Karl Marx, El Capital, libro III, Akal, Madrid, 1977.

(6) Karl Marx, El Capital, libro I, Akal, Madrid, 1977.

(7) “Nuestro futuro común”, informe redactado en 1987 por la Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo de la Organización de las Naciones Unidas bajo la dirección de la primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland (nota de la redacción).

John Bellamy Foster

Redactor jefe de Monthly Review, Nueva York. Texto extraído de la obra Marx écologiste, Éditions Amsterdam, París, 2011..