En el sur de Luisiana, el cielo de agosto se colorea a menudo de un azul intenso al caer la noche, pero ese día, la amenaza de tormenta ensombrece el horizonte. Algunos mujoles saltan fuera del agua para después volver a zambullirse boca abajo mientras chapotean. Jake Billiot empuja suavemente el Sitting Bull, su barco camaronero, a lo largo del muelle que lleva a la rampa de botadura de Pointe-aux-Chênes. Este pueblo se ubica en el extremo de una extensión de tierra unida al subcontinente norteamericano por un camino estrecho. A medida que uno se acerca al final de la ruta 665, el agua se vuelve omnipresente hasta que la tierra desaparece por completo.
Detrás del barco de Billiot, el paisaje se reduce a dos colores: el verde de las espartinas con hojas alternas (1) y el negro de los bayous, esos innumerables meandros abandonados del Misisipi. Antes, esa extensión formaba un estuario pantanoso que albergaba diversas especies animales: los camarones iban allí a poner sus huevos en la primavera y los pájaros, como las reinitas estriadas, descansaban en ellos durante su migración transcontinental. Pero en estos últimos cincuenta años, el avance del agua ha sumergido cerca del 90% de Pointe-aux-Chênes y de la península vecina de Jean Charles. Una comparación de imágenes aéreas demuestra ese cambio considerable: el azul reemplaza al verde. Lo que antes constituía uno de los humedales costeros más fértiles del planeta se reduce al ritmo alarmante de un campo de fútbol cada hora (2).
Varios factores explican la desaparición de los bayous de Luisiana: la elevación del nivel del mar, la erosión costera, los deslizamientos de tierra, los 16.000 kilómetros de canales cavados por la industria petrolera (3), etc. Billiot, de setenta años, nació y creció en los bayous. “Pesco solo desde hace 55 años. Al principio, cogía cangrejos y camarones en verano y quedaba suficiente tierra para poner trampas en invierno –explica este hombre de origen francés y amerindio, como la mayoría de los habitantes de la parroquia de Terrebonne–. No nos faltaba de nada. Ahora ya no hay ratas almizcleras y, a veces, tengo que estar dando vueltas durante horas antes de pescar algo”.
En la actualidad, el ascenso del nivel del agua aparece ligado al calentamiento global, pero alrededor del delta del Misisipi, las tierras desaparecen desde los años 1930, cuando el cuerpo de ingenieros del ejército de los Estados Unidos comenzó a construir diques alrededor del río.
Durante más de 10.000 años, el río Misisipi drenó una amplia cuenca hidrográfica, que se extiende de Wyoming a Pensilvania y de la frontera canadiense al golfo de México. Tercer río mundial por su longitud, formó la costa de Luisiana depositando el limo y los sedimentos arrastrados desde los confines del continente. Las sociedades amerindias precolombinas comprendían en aquella época que un río sano tiene periodos de crecida y de sequía, y que esos ciclos contribuyen a configurar el curso de agua y las civilizaciones que se establecían en las proximidades. Los amerindios construían sus pueblos no en las orillas del río, sino a una distancia suficiente para dejar margen a la subida y bajada del nivel del agua. Además, preferían campamentos que pudieran ser transportados en caso de crecida a establecimientos permanentes.
En 1543, la expedición del conquistador español Hernando de Soto a Tennessee fue interrumpida por el desbordamiento del Misisipi. El cronista Garcilaso de la Vega consagró numerosas páginas a este episodio (4): por primera vez, el ascenso de las aguas del río y el exceso de depósito de aluviones son descritos como obstáculos al progreso. La segunda referencia a un caso de cólera fluvial data de 1734, año en que el Misisipi inundó durante varios meses Nueva Orleans, una ciudad construida por colonos inexpertos en una zona natural propensa a inundarse. Dos siglos más tarde, en 1927, el río volvió a tragarse decenas de pueblos en una zona equivalente al tamaño de los Estados de Massachusetts, Connecticut, New Hampshire y Vermont juntos.
Para evitar una nueva catástrofe, el cuerpo de ingenieros del ejército comenzó el encauzamiento del río. Sin embargo, esos trabajos tuvieron consecuencias inversas al efecto deseado. “Una vez que el limo se acumuló detrás de esos diques, las crecidas se multiplicaron. Ya no arrastraban sedimentos, y ahí fue cuando la tierra comenzó a desaparecer”, explica Lora Ann Chaisson, vicepresidenta de la tribu india United Houma Nation. Desde esa época, las grandes extensiones de tierras aluviales que el Misisipi tardó 10.000 años en formar se borran inexorablemente.
Chaisson ya no vive en la península de Jean Charles, lugar principal donde reside la comunidad india local. Como muchos otros, se mudó unos kilómetros más lejos, a Pointe-aux-Chênes. “Cuando llegué aquí, todo lo que quería saber era ‘¿se inunda?’. Me respondieron que no. Pero, ¿sabe una cosa? Nada detiene el agua, ahora llega hasta aquí. Por supuesto, la culpa es, en gran parte, de la industria petrolera”, asegura golpeando con el pie.
El primer equipo de perforación de los bayous de Luisiana fue instalado en 1948 a ocho kilómetros de la casa donde Chaisson pasó su infancia. Luego se construyeron canalizaciones y carreteras a través de los pantanos para facilitar el acceso a las plataformas. Los empresarios habían prometido solidificar sus canales, es decir, terraplenarlos una vez terminado el pozo petrolífero, con el objetivo de limitar los movimientos de agua del frágil pantano. “Pero no cumplieron su palabra –se indigna Billiot–. No intentaron preservar los bayous como habían dicho y, ahora, el mar llama a nuestra puerta”. En la actualidad, los pantanos albergan la mitad de las refinerías de Estados Unidos; su red de oleoductos transporta el 20% del petróleo bruto y el 33% del gas natural del país.
Visto desde el cielo, el encaje que dibujan los pantanos de Luisiana parece haber sido despedazado a navajazos. Esos miles de laceraciones corresponden a los canales, necesarios para los equipos de perforación. A menudo perforados por habitantes de la región (entre ellos el padre de Billiot), por cuenta de la industria petrolera, esos canales dejan entrar el agua salada del mar en los pantanos; a continuación, el agua salada amplía el paso, aumentando la penetración del agua y la desaparición de los pantanos… (5).
Cada año, la zona de los bayous se reduce 77 kilómetros cuadrados. Esta cifra es tanto más alarmante cuanto que Luisiana alberga la mitad de los humedales estadounidenses y que estos constituyen la mejor muralla contra los huracanes. En efecto, los pantanos funcionan como esponjas gigantes: en vez de dejar que la marejada sumerja la costa de repente, absorben el agua aportada por los ciclones y, más tarde, la liberan progresivamente, evitando la inundación del interior de las tierras.
Antes de salir, Billiot lanza mensajes de radio para saber si los otros pescadores han pescado algo. Los resultados no parecen muy prometedores, pero, de todos modos, decide probar suerte. Después de todo, tiene los medios para hacer girar el motor: en 2010, Billiot alquiló dos barcos a la British Petroleum (BP) para limpiar la marea negra causada por la explosión de la plataforma Deepwater. Ironías del destino: la marea negra le dio con qué llenar su depósito, pero vació su terreno de pesca.
Durante los 87 días que hicieron falta para contener la marea negra, la Administración de Alimentos y Medicamentos estadounidense (Food and Drug Administration) ordenó la interrupción de la pesca en la región, llevando al desempleo a miles de personas y afectando el modo de vida de las poblaciones locales. Tercera actividad de la región después de la explotación petrolera y gasística, la pesca de camarones no depende tanto del trabajo como de lejanas tradiciones en las costas de Luisiana: los habitantes asocian frecuentemente la cantidad de capturas a la voluntad divina o al destino.
Entre los pocos camarones que volvieron tras la contaminación petrolera, algunos tienen pequeños tumores y otros nacen sin ojos (6). La explosión de la plataforma liberó 4,9 millones de barriles de petróleo en el golfo de México, que BP trató de dispersar derramando 45.238 barriles de Corexit. Este producto emulsiona el petróleo para que permanezca en suspensión bajo el agua con el objetivo de evitar la formación de capas en la superficie. Pero debido a su densidad, ese dispersante se deposita en el fondo del océano; cargado de petróleo, contamina el barro donde se reproducen los camarones. Los huevos o las larvas de peces son especialmente vulnerables frente a los efectos nocivos de las toxinas contenidas en el Corexit. Incluso bajas dosis pueden causar malformaciones o hasta la muerte (7). “No vale la pena matar a todas las gallinas, basta con romper todos los huevos”, ironiza tristemente Burt Knight, camaronero en la región desde su juventud. Según dice, los científicos aconsejaron vivamente a la población de Pointe-aux-Chênes que redujeran su consumo de crustáceos como consecuencia de la marea negra. “Yo pesco una décima parte de la cantidad habitual y ¿adivina qué quieren que haga con eso? ¡Mirarlos!”, dice moviendo la cabeza.
Billiot remonta lentamente el canal color té detrás de Pointe-aux-Chênes. Por suerte, la marea sube rápido esta tarde, así que a los camarones capturados en las redes les costará trabajo escaparse. Aprieta un interruptor y la red comienza a desplegar cables metálicos. Su pequeño barco se parece entonces a un cuervo marino que despliega sus alas para secarlas. Al aproximarse al bayou desenrolla metros de red y los lanza al agua a cada lado del barco. “Cuando yo era pequeño, se decía que los árboles de ambos lados del bayou podían darse la mano”, se acuerda. Cuesta trabajo creerlo: unos treinta metros separan ahora el barco de cada orilla y los únicos árboles que subsisten parecen muertos con sus ramas desnudas. La causa de esas defunciones prematuras se encuentra bajo tierra, donde se extienden las raíces y donde los árboles del bayou toman agua salada y ya no agua dulce.
En Pointe-aux-Chênes, el agua ha recubierto en la actualidad el robledal, numerosos pantanos, pero también una tienda de comestibles, una pescadería, casas. Todos los antiguos habitantes del pueblo tienen recuerdos asociados a un lugar que ya no existe. Billiot dibuja un mapa de los alrededores en el dorso de un sobre. “Antes, todo esto eran aguas salobres. Los camarones blancos iban a las hierbas marinas para poner sus huevos. Cuando la luna salía, se iban y uno podía estar seguro de que iba a pescar mucho –explica mientras señala con el dedo el enrejado de bayous y de lagos que ha dibujado–. Whiskey Pass, Cat Island Pass, Wine Island Pass, todos esos pequeños canales que iban hacia el Golfo se ampliaron y el agua salada comenzó a entrar”.
Estados Unidos figura en el undécimo lugar de los países más expuestos al aumento del nivel del agua, después de los Países Bajos, de Bangladesh o incluso del archipiélago de las Filipinas. Dieciocho millones de estadounidenses viven en la actualidad en una zona de alto riesgo, es decir, el 6% de la población. Esta cantidad podría duplicarse de aquí a finales de siglo (8). El Grupo de expertos intergubernamental sobre la evolución del clima (GIEC) prevé que el deshielo de los glaciares (y, sobre todo, del casquete de Groenlandia), junto con la ampliación de los océanos debida al calentamiento global han conllevado un aumento del nivel medio de los mares de 19 cm entre 1901 y 2020 y éste podría aumentar todavía de 26 a 98 cm según cada caso (9).
De los diez huracanes más devastadores registrados en Estados Unidos desde hace 160 años, nueve golpearon la costa del Golfo de México y seis de ellos se han producido durante la última década (10).
Luisiana, que aún sufre el elevado coste de las reconstrucciones, aprobó por unanimidad, en 2012, un plan de protección a cincuenta años, con el objetivo de adaptar el Estado al aumento del nivel del agua y de paliar la falta de respuesta a nivel federal. Científicos, expertos de la industria petrolera y gasística, encargados de elaborar políticas, y representantes de grupos indígenas locales participaron en la elaboración de este programa inédito en el país.
El “Master Plan”, como lo llaman comúnmente, debería costar 50.000 millones de dólares. Pero, según Jordan Fischbach, codirector del RAND Water and Climate Resilience Center, las consecuencias de la inacción serían mucho más graves: “Se supone que la puesta en marcha del Plan va a hacer disminuir el coste anual de los perjuicios causados por las inundaciones costeras. Sin el Master Plan y si se confirma la hipótesis menos optimista sobre el ascenso del nivel del agua, estos costes podrían superar los 20.000 millones de dólares en 2050. Con este plan se estima que será de 4.800 millones de dólares, frente a los 2.200 / 2.800 millones en la actualidad”.
Según este texto, los poderes públicos de Luisiana deben reforzar la protección costera (desarrollo del sistema de diques, elevación de la estructura de los edificios, etc.) y proceder a operaciones de restauración de los humedales. En la lista de las tareas por hacer figuran incluso proyectos inéditos, como el desvío a gran escala de sedimentos consistente en bombear y distribuir el limo seco a través de los bayous.
No obstante, este plan no prevé de ninguna manera luchar contra la industria petrolera y gasística de la región. Aunque el Departamento de Interior –que administra las tierras que posee el Estado norteamericano– haya propuesto reforzar las normas referentes al desarrollo de la extracción petrolera en el mar, los legisladores todavía no han dado su aval. Sin medidas de este tipo, los miles de millones de dólares gastados en la redistribución de los sedimentos no servirán para nada. Ningún debate sobre la resiliencia costera puede ser serio si no trata los factores agravantes.
Albert Naquin, el jefe de la comunidad amerindia de la península de Jean Charles hace todo lo posible para convencer a todos los habitantes de que abandonen ese pedacito de tierra: es la condición sine qua non para aprovechar las indemnizaciones para el realojamiento del cuerpo de ingenieros del ejército. Mientras tanto, aquellos que ya no soportan las repetidas inundaciones se mudan por su propia cuenta. “Los blancos nos obligaron a instalarnos aquí –declara en referencia a la larga historia de persecución a los amerindios–. Y ahora la Madre Naturaleza nos echa de las tierras. Pero algunos no quieren partir”. Edison Dadar forma parte de estos últimos. “Mi padre vivió aquí 91 años; su padre nació y murió aquí”, se justifica. Como muchos habitantes de la región, Dadar se queja de la falta de recursos en su zona de pesca. Para demostrarlo, saca de su refrigerador un cubo de dieciocho litros que sólo contiene unos cincuenta camarones: muy justo para alimentar a su familia. Luego nos muestra el huerto que ha plantado en una bañera y sobre capas elevadas para preservar las raíces del agua salobre invasora y en el cual cultiva tres melones y algunos pepinos. En la entrada, el viento juega entre los caquis plantados tras el huracán. “Cada árbol sirve de protección –se regocija–. Además, estos dan buenos frutos”.
¿Y si la solución consistiera no en concebir, construir y mantener un plan de protección costera de costes exorbitantes, sino en vivir como Dadar, contentándose con menos? Según la ensayista Naomi Klein, para vivir respetando los recursos naturales no es necesario volver a la Prehistoria como aseguran algunos “climato-escépticos”: “En realidad, si queremos vivir en armonía con los recursos ecológicos del planeta, habría que volver al modo de vida de los años 1970, antes de que los índices de consumo se descontrolaran” (11).
Billiot y yo hemos pasado horas navegando en los bayous a bordo del Sitting Bull. Hemos vuelto casi con las manos vacías y con algunas decenas de litros menos de combustible. “Con un poco de suerte, las cosas quizá vayan mejor mañana”, dice Billiot mirándome. Luego, su sonrisa se borra. Sabe a ciencia cierta que no es una cuestión de suerte.