En una vieja película soviética, El 41, inspirada en la novela de Boris Lavreniev, del mismo título, hay una escena que me hace pensar. La película cuenta la historia de una joven y valiente soldado del Ejército Rojo que ha capturado a un enemigo, un seductor oficial de la Guardia Blanca. Están allí, en una cabaña en pleno desierto, esperando el regreso de la unidad de la joven. La soldado del Ejército Rojo, cuyo gran corazón es refractario al dogmatismo, se enamora de su encantador enemigo ideológico. En un momento, a su compañero le falta papel para liar un cigarrillo. Generosamente, ella le da a su prisionero el único objeto precioso que posee: una modesta libreta donde ha anotado algunos versos. El oficial blanco envuelve su tabaco en la poesía de la soldado y la hace desaparecer insolentemente en forma de humo, ante la mirada estupefacta de los espectadores.
¿Podemos imaginarnos (...)