En el año 2000, ciento noventa y tres Estados miembros de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y veintitrés organizaciones internacionales fijaron ocho “Objetivos de Desarrollo del Milenio” (ODM): alcanzar, en el 2015, “niveles mínimos de progreso” en materia de reducción de la pobreza, el hambre y las desigualdades, y una mejora en el acceso a la salud, al agua potable así como a la educación.
Desde el inicio, la entonces directora de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Gro Harlem Brundtland, identificó una prioridad: conseguir financiación a la altura del desafío. Y le confió a Jeffrey Sachs, asesor especial del Secretario General de la ONU, Kofi Annan, la comisión “Macroeconomía y salud”, dirigida a aumentar las inversiones a favor de la ejecución rápida de los ODM de la salud.
Entre 2000 y 2007, los financiamientos mundiales a los países en desarrollo, provenientes de la asociación entre el sector público y el privado ligados a las áreas industrial y comercial, sobre todo fabricantes de vacunas y de medicamentos, fueron multiplicados por cuatro (por tres para el período 2001-2010, alcanzando un pico de 28.200 millones de dólares en 2010). Los fondos estadounidenses públicos y privados constituyeron la mayoría. Sólo la Fundación Bill y Melinda Gates donó cerca de 900 millones de dólares en 2012. África habría recibido el 56% de los financiamientos en 2010 (1). La ayuda mundial al desarrollo aumentó un 61% en este periodo, y alcanzó los 148.400 millones de dólares en 2010.
Sin embargo, 2015 se acerca y el cumplimiento de los ODM sigue estando lejos en el África subsahariana. La insuficiencia de las ayudas no basta para explicar estos retrasos: otros factores, menos conocidos, también juegan un rol importante. Es útil volver sobre ellos, mientras se prepara la elaboración de los “nuevos objetivos” que se pondrán en marcha después de 2015.
Numerosos estudios e investigaciones (2) muestran que los subsidios para la ayuda mundial no descansan sólo en criterios epidemiológicos, de población o de magnitud de la enfermedad, sino también en poderosos vectores que fueron y siguen siendo los intereses comerciales, las relaciones históricas y las relaciones geopolíticas.
La relectura de la historia de la salud indica que las primeras conferencias mundiales acerca del tema, en el siglo XIX, estaban menos motivadas por el deseo de ganarle la partida a la propagación de la peste, el cólera o la fiebre amarilla que por la voluntad de reducir al mínimo las medidas de cuarentena, que resultaban costosas para el comercio… Estas tensiones entre la medicina, la salud, los intereses mercantiles y el poder político conforman los términos de una ecuación paradójica inherente a la cuestión de la salud pública mundial. El acceso de los pueblos pobres a los medicamentos, en el marco de los acuerdos sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (Adpic), expresa bien estas tensiones, que en el mundo contemporáneo pueden llegar a ser incluso motivo de una disputa.
Los fundadores y los socios del Fondo Mundial de Lucha contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria presuponen que las estrategias de lucha contra estas tres enfermedades son pertinentes en todos los países y que “lo único que falta es dinero”. Para comprender esta visión financiera de lo que está en juego en la salud, y sus límites en términos de eficacia, hay que volver sobre el contexto en el que fue creado el Fondo Mundial.
En 1996, el entonces presidente de Estados Unidos, William Clinton, publicó una directiva que apelaba a una estrategia más orientada hacia las enfermedades infecciosas. Se trataba menos de un arrebato de altruismo que de una preocupación de seguridad nacional. Propagación, consecuencias económicas, retraso en el desarrollo de nuevas moléculas, resistencia de los agentes infecciosos a los antibióticos, movilidad de las poblaciones, crecimiento de megalópolis, debilidad de los sistemas de salud de los países pobres: estos temas inquietaban a la administración estadounidense, y todo eso mucho antes de los atentados del 11 de septiembre de 2001.
En 1997, el Instituto de Medicina, instancia de referencia científica estadounidense, publicó un informe en el que explicaba que la salud mundial es “de importancia vital para Estados Unidos”. Por primera vez apareció la expresión global health, que nosotros traducimos como “salud mundial”: “Los países del mundo tienen demasiado en común para que la salud sea considerada como una cuestión relevante a nivel nacional. Un nuevo concepto de ‘salud mundial’ es necesario para tratar problemas de salud que trascienden las fronteras, que pueden ser influenciados por acontecimientos que se producen en otros países, y para los cuales se podrían encarar mejores soluciones a través de la cooperación” (3).
Mientras en el África austral el sida se propagaba de manera espectacular, la publicación llevada a cabo en 1999 por el Ministerio de Defensa sudafricano acerca de las elevadas tasas de frecuencia de infección del Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH) entre los militares de muchos Estados de África alarmó a las autoridades. Las capacidades de defensa nacional ya no serían, a corto plazo, suficientes para enfrentar conflictos internos o externos. Según el International Crisis Group (ICG), muchos países “pronto dejarían de poder contribuir a las operaciones para el mantenimiento de la paz” (4). En el período 1999-2008, el Comité Nacional de los Servicios de Información del gobierno estadounidense, el National Intelligence Council (NIC), centro de reflexión estratégica, publicó seis informes sobre la cuestión de la salud mundial. Hecho inédito, estos documentos definían una enfermedad como un “agente de amenaza no tradicional” para la seguridad de Estados Unidos, cuyas bases militares cubren todo el planeta.
Esta “amenaza” llegaría hasta la ONU. Por primera vez en su historia, el 10 de enero de 2000, en Nueva York, el Consejo de Seguridad inscribió en el orden del día de su reunión un tema que no estaba ligado a un riesgo directo de conflicto: “La situación en África: el impacto del sida sobre la paz y la seguridad en África”. Estados Unidos presidió los intercambios, con el vicepresidente Albert Gore por la mañana y el embajador de Estados Unidos en la ONU, Richard Holbrooke, por la tarde. De ahí saldrían varias resoluciones. El artículo 90 de la resolución especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas del 27 de junio de 2001 convocó a la creación de un “fondo mundial salud y VIH/sida para financiar una respuesta urgente a la epidemia según una aproximación integrada por prevención, responsabilidad, protección y tratamiento. Además el fondo deberá apoyar a los Estados en sus esfuerzos contra el sida, con prioridad a los países más afectados, sobre todo en el África subsahariana y en el Caribe”.
El Fondo Mundial se creó gracias a la movilización de los miembros del G8 efectuada por Kofi Annan. Lejos del fondo “salud y sida” recomendado, el mandato de la Cooperación Público Privado mundial se dirige solamente al sida, la tuberculosis y la malaria. La política de seguridad nacional estadounidense se alimenta de temores más o menos fundados contra los que hay que luchar: el comunismo, el terrorismo, las enfermedades… Tales son los “traumas” que inspiran las políticas de defensa de Estados Unidos, que no duda, para defender sus posiciones en los intereses de la salud mundial, en instrumentalizar al Consejo de Seguridad de la ONU.
Después de una década marcada por la guerra en Afganistán y en Irak, la estrategia de Barack Obama consiste en llevar a su país hacia otros combates más allá de los “conflictos en el exterior”. Se trata de “restaurar el liderazgo estadounidense en el extranjero”, incluso para volver a poner de manifiesto los desafíos ligados al control de las epidemias, tema expresamente mencionado en la estrategia de seguridad nacional en 2010. Cuando el gobierno anunció, en julio de 2012, la creación en el seno del departamento de Estado de la Office of the Global Health Diplomacy –instituida justo antes de la partida de Hillary Clinton–, afirmó querer tomar el control y el poder. “Recomendamos pasar del liderazgo interno [es decir, entre las agencias nacionales de cooperación sanitaria] al liderazgo mundial del gobierno estadounidense”, precisa el comunicado. “Estados Unidos ha comprendido con creces que en el fondo el verdadero poder, hoy en día, reside en poder jugar en las dos esferas, interestatal y transnacional”, analiza el historiador de relaciones internacionales Georges-Henri Soutou (5).
El análisis de los factores que modelaron las políticas sanitarias de estas últimas décadas permite distinguir tres conceptos: la salud mundial como inversión económica, como herramienta de seguridad y como elemento de política exterior (sin siquiera hablar de caridad o de salud pública, dos componentes suplementarios que, de acuerdo con David Stuckler y Martin McKee, completan el conjunto) (6). En política, la noción de seguridad implica la urgencia, el corto plazo y el control de enfermedades contagiosas, más que la aproximación holística y sistémica a largo plazo que exigiría el refuerzo de las capacidades institucionales de los sistemas de salud. La perdurabilidad de las intervenciones financiadas durante casi quince años se ha vuelto más frágil.
Estas observaciones ayudan a comprender por qué la ayuda no tiene más que una eficacia limitada: sean cuales sean las sumas concedidas por el Fondo Mundial o por el gobierno estadounidense a través del Plan de Emergencia del Presidente en la Lucha contra el Sida (Pepfar, por sus siglas en inglés) (7), los resultados de estos programas en el terreno son decepcionantes. La pertinencia de los financiamientos a favor de la prevención, o el ajuste de las intervenciones a dinámicas demográficas, urbanas, sociales, económicas o conflictivas, y a las especificidades nacionales de la propagación, son otros tantos elementos fundamentales relativamente poco tenidos en cuenta.
Treinta años después del inicio de la pandemia, se conceden pocos medios a la investigación local, epidemiológica, antropológica y económica al servicio de la decisión. Por cada dos personas que empiezan un tratamiento, se producen cinco nuevas infecciones. ¡La repercusión de las violencias sexuales sobre la feminización de la pandemia en África no es ni siquiera una hipótesis de investigación, en un continente en el que los conflictos armados se multiplican! A escala internacional, el desvío de algunos millones de dólares del Fondo Mundial suscita más la indignación que el análisis, en los países mismos, de la eficacia de las estrategias. Manejadas bajo influencia, las decisiones financieras privilegian, sin embargo, más el paradigma curativo de la salud, en beneficio de la industria farmacéutica, que la prevención de la transmisión del VIH.
De la multiplicación de los actores de la ayuda al desarrollo emergen conflictos de gobernanza entre “los decisores” y los “socios”, lo que lleva a una dilución de las responsabilidades: ¿quién es el que tiene que rendir cuentas acerca de la utilización de la financiación concedida a través de las distintas asociaciones mundiales o de los mecanismos innovadores, más allá de cuál sea la temática? Para los aspectos financieros, la responsabilidad depende del consejo de administración del Fondo Mundial, más que de la secretaría ejecutiva. Los aspectos técnicos y estratégicos se supone que deben ser tratados por los países y sus socios (Onusida, Fondo de Naciones Unidas para la Infancia –Unicef–, y OMS). Si las agencias de la ONU aportaron un apoyo técnico a los Estados, ¿supieron sus equipos acompañarlos hacia una visión estratégica que tome en cuenta sus especificidades para contener las tres pandemias? Si la respuesta es no, es hora de asumirlo.
África, Francia y Europa se van a ver enfrentadas en el transcurso de las próximas décadas a desafíos fuera de lo común. La población del continente negro se va a duplicar de aquí a 2050, pasando de mil millones a dos mil millones de habitantes, es decir un 20% de la población mundial. Según el economista François Bourguignon, invitado al Collège de France a presentar su libro sobre la “globalización de la desigualdad”, la pobreza –en un sentido estricto– va a ser un problema exclusivamente africano de aquí a 2040 o 2050 (8).
Transiciones demográficas y epidemiológicas están en marcha en un continente que se urbaniza rápidamente, y donde enfermedades crónicas de las que todavía no hemos medido la magnitud se vuelven cada vez más masivas: cánceres, diabetes, enfermedades cardiovasculares y respiratorias, problemas de salud mental, enfermedades ligadas a la contaminación ambiental… Estas afecciones, en ningún caso o sólo tardíamente detectadas y diagnosticadas, se propagan como nuevas pandemias, además de los accidentes en la vía pública, que se suman a la carga de trabajo del personal de salud, ya de por sí escaso. Las desigualdades de salud siguen la estela de las desigualdades económicas y sociales. Los sistemas de seguridad y protección social se incorporan muy lentamente y en forma desigual de una región a otra. La “cobertura sanitaria universal” sería útil para los pueblos pobres si fuese un medio al servicio de una política basada en las prioridades nacionales, y particularmente en la prevención.
Habida cuenta de los lazos históricos y de las relaciones políticas, económicas y comerciales que Francia y Europa mantienen con el África subsahariana desde hace algunos siglos, se espera su contribución política, sus conocimientos y sus financiamientos, que no deben borrarse detrás de las prioridades estadounidenses. La situación en el África francófona del oeste y del centro llama a reacciones masivas a largo plazo.
Al hacer converger los objetivos del desarrollo con los del desarrollo “duradero” para el mundo después de 2015, nos arriesgamos a no interesarnos más que en los desafíos mundiales comunes, y a ignorar una vez más a los Estados frágiles y a los pueblos más vulnerables. Las prioridades, para estos últimos, son más bien la educación de las chicas (hasta un nivel de enseñanza superior), la salud de las mujeres embarazadas, las enfermedades tropicales ignoradas y las capacidades institucionales para elaborar y gestionar políticas complejas.
No perdamos tiempo defendiendo la causa de la salud: “Los que se preguntan si una mejor salud es un buen instrumento de desarrollo ignoran quizás el aspecto más importante de la cuestión, esto es, que salud y desarrollo son indisociables –insiste Amartya Sen–. No se necesita instrumentalizar la salud para establecer su valor, es decir, intentar mostrar que una buena salud puede también contribuir a estimular el crecimiento económico”. Privilegiemos, para cada habitante del planeta, la idea de una salud sostenible, en vez del mecanismo de financiación que encarna la cobertura sanitaria universal, presentada ahora como un objetivo de desarrollo sostenible.