A un líder cuestionado, designar un enemigo interno le permite convertir a sus rivales políticos en facciosos, alborotadores, agentes extranjeros. Pero también le resulta útil designar un enemigo exterior y aparentar que reacciona frente a sus amenazas: presentándose como el garante de los intereses superiores de la nación, adquiere majestuosidad. Según los occidentales, eso explica que Vladímir Putin haya endurecido la represión contra sus opositores y que, al mismo tiempo, en la cuestión ucrania haya exigido garantías de seguridad a Estados Unidos a sabiendas que no serían satisfechas (véase artículo de David Teurtrie, “Ucrania, ¿por qué la crisis?”). Ahora bien, puestos a señalar, Joseph Biden está, como mínimo, tan interesado como su homólogo del Kremlin en entablar un pulso diplomático para poner remedio a su impopularidad...
La prensa estadounidense, cuyos análisis enseguida son reproducidos por los medios de comunicación franceses, nos explica que “una Ucrania democrática representaría un peligro estratégico para el Estado represivo construido por Putin. Podría alentar a las fuerzas prodemocráticas en Rusia” (1). Sin embargo, ¿quién puede creer que los vientos de libertad que soplan desde un país tan pobre y corrupto como Ucrania, cuyos dos principales líderes de la oposición tienen abiertos procesos judiciales, hayan aterrorizado al Kremlin? Y no es el compromiso de Kiev con las libertades civiles lo que le ha valido el apoyo militar de Turquía.
Pero nada como grandes frases sobre la democracia en peligro, una escalada militar y presupuestos descomunales destinados al Pentágono (2) para unir a los políticos republicanos y demócratas, que el resto del tiempo están enfrentados y representando un remedo de insurrección o guerra civil. “Para defender la paz en el extranjero, el presidente Biden necesita establecer un poco de paz aquí”, le aconseja hasta el Wall Street Journal. “La resistencia contra Rusia une a los senadores progresistas y conservadores” (3). En resumen, un conflicto con Moscú apaciguaría los odios políticos estadounidenses…
La presidencia errática de Donald Trump, sus dos procesos de destitución en el Congreso, las patrañas del “Russiagate”, el asalto al Capitolio, las acusaciones de fraude o manipulación electoral han socavado la pretensión de Washington de dar lecciones de democracia al mundo entero. Admitiendo que los hechos habían desmentido sus profecías sobre el “final de la historia”, Francis Fukuyama avanzaba “dos factores clave que [este] había subestimado en su día”. Uno de ellos era, precisamente, “la posibilidad de una descomposición política de las democracias avanzadas” (4). Y, alertaba Fukuyama, las divisiones internas de Estados Unidos afectan al poder de disusión de Occidente.
Pero unos meses después de la debacle occidental en Afganistán, consumada sin que los europeos involucrados en esta aventura fueran consultados sobre su desenlace, seguida de la afrenta estadounidense infligida a Francia en el Pacífico, Washington puede valerse de la crisis ucrania para reprender a sus aliados y cerrar filas en el Viejo Continente.