El pasado 13 de marzo la Gran Asamblea Nacional de Turquía adoptó una revisión del código electoral. La sesión parlamentaria nocturna estuvo marcada por una reyerta entre diputados ultranacionalistas aliados al Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP, mayoritario) del presidente Recep Tayyip Erdogan y los representantes del Partido Republicano del Pueblo (CHP), una de las principales formaciones de la oposición. En un contexto político marcado por la represión que siguió a la tentativa de golpe de Estado del 15 de julio de 2016, la validación de este texto de veintiséis artículos muestra la voluntad del presidente de incrementar su poder y de no dejar nada al azar para estar seguro de ganar los próximos comicios.
El 3 de noviembre de 2019 tendrán lugar las elecciones legislativas y presidenciales, las primeras desde la reforma constitucional de abril de 2017, que condujo al final del régimen parlamentario. Recep Tayyip Erdogan fue aleccionado por su relativo fracaso en ese referéndum constitucional: el “sí” a favor de la transición hacia un régimen presidencial prevaleció únicamente por el 51,3% de los votos, lejos del plebiscito esperado, y con una preferencia clara en las grandes ciudades por el “no”. Por ello, pretende ser reelegido con un resultado mucho más significativo, que conllevaría disponer de una mayor legitimidad y del prestigio necesarios para celebrar por todo lo alto, en 2023, el centenario de la fundación de la República turca. Esta ambición pasa a la vez por un mayor control del proceso electoral y por el refuerzo de la alianza inédita entre su partido islamista conservador, el AKP, y una formación ultranacionalista de extrema derecha, el Partido de Acción Nacionalista (MHP). Este último, antikurdo y antieuropeo, apoyó la reforma constitucional de 2017.
En busca de votos
El texto adoptado por el Parlamento permite la validación, en el recuento de votos, de las papeletas electorales que no lleven el sello oficial, hasta ahora obligatorio para evitar los fraudes. En abril de 2017, cerca de un millón y medio de papeletas de este tipo fueron contabilizadas por el Consejo Superior Electoral, en perjuicio de la oposición. Esta última, por otra parte, no deja de recordar que esa cifra corresponde a la diferencia de votos entre partidarios y adversarios de la presidencialización del régimen político. Para el CHP y sus ocho aliados de la oposición, esa disposición constituye “una puerta abierta al fraude y una grave amenaza para la celebración de elecciones libres y regulares” (1).
Con el fin de compensar la erosión de una parte de su electorado, Erdogan también debe encontrar nuevos apoyos. Si bien la base tradicional del AKP le sigue siendo fiel, los miembros y simpatizantes de Hizmet (“Servicio”), el movimiento de Fethullah Gülen, le retiraron su confianza en virtud de la represión que padecen, pero también de los múltiples escándalos que implican al presidente y a su entorno. Además, hay deserciones entre electores kurdos conservadores que votaban a favor del AKP.
Para Erdogan, la reserva de votos se encuentra entre los ultranacionalistas. El pasado 22 de febrero de 2018, en el palacio presidencial de Ankara, firmaba un pacto con Devlet Bahçeli, diputado y presidente del MHP. Tras varias semanas de negociaciones, los dos partidos se comprometían a hacer una campaña en común en 2019 en el seno de una alianza electoral, aprovechando que ese tipo de agrupación preelectoral ya no está prohibida por la ley. Lacónico en cumplidos y agradecimientos, Erdogan recordaba la “posición patriota” del MHP durante el golpe de julio de 2016 y alababa el principio fundamental del pacto: “cuando el país está en juego, el resto no son más que detalles”. Por su parte, Bahçeli se comprometía a que su partido apoye la candidatura del presidente en su reelección. Esta disposición favorable puede que haga olvidar que durante años Bahçeli, en el pasado cercano a los grupos de extrema derecha Hogares Idealistas (Lobos Grises), fue un adversario encarnizado del AKP, al que dirigía fuertes críticas y en ocasiones insultos.
La reforma del código electoral que da paso a una coalición AKP-MHP ofrece una perspectiva de supervivencia al MHP, porque un partido miembro de una alianza puede tener diputados en el Parlamento aunque su propio resultado sea inferior al umbral del 10% necesario para obtener escaños. Y según la mayoría de las encuestas, la formación ultranacionalista no parece que vaya a superar ese límite en 2019. Su alianza con el AKP, en consecuencia, le permitirá tener un escaño independientemente del resultado. Esto indigna a la oposición: “Esta reforma electoral instala el fascismo en nuestro país”, considera Meral Danis Bestas, diputada del Partido Democrático de los Pueblos (HDP), una formación progresista, prokurda, cuyos dirigentes han sido objeto de arrestos y represión. Su presidente, Selahattin Demirtas, oponente declarado de Erdogan, está encarcelado desde noviembre de 2016 por supuestos vínculos con el Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK), y con una posible condena de ciento cuarenta y dos años de prisión (2). El pasado enero comunicó que no se presentaría a las elecciones de 2019.
La oposición también teme que la celeridad con la que fue modificada la ley electoral oculte una voluntad de organizar elecciones anticipadas. Además, para eso se necesitaría que el Parlamento suspenda el estado de emergencia, prorrogado cada trimestre (la última vez, el pasado enero) desde el verano de 2016. Los diputados del HDP y del CHP creen que el presidente quiere aprovechar el imperativo de unidad nacional nacido a la vez del golpe de Estado fallido y de la intervención del Ejército contra las tropas árabes y kurdas de las Unidades de Protección del Pueblo (YPG), la sección armada del Partido de la Unión Democrática (PYD), una formación siria considerada cercana al PKK, en el norte de Siria. A mediados del pasado marzo, el dirigente turco desmintió que quisiera anticipar las elecciones presidencial y legislativa, pero estas declaraciones no convencieron ni a la oposición ni tampoco a la prensa favorable al AKP. “Si tiene una oportunidad de actuar, el presidente convocará elecciones anticipadas –asegura un periodista del periódico Milliyet–. Lo que más le preocupa es la perspectiva de un retroceso masivo de su base electoral”.
La OTAN, en el punto de mira
¿Está guiado Erdogan por simples cálculos electorales o existe una convergencia entre sus convicciones y las del MHP? Históricamente, el movimiento ultranacionalista estaba vinculado con un componente religioso. A finales de los años 1970, su fundador, Alparslan Türkes, afirmaba que el nacionalismo representaba “la política de su partido”, mientras que el islam “constituía su alma”. Esto no impidió una escisión interna en los años 1990, cuando varios militantes criticaron las tendencias laicas del partido. Algunos se habían unido a diversas formaciones islámicas nacionalistas, entre ellas el Partido de la Gran Unidad (BBP), que tiene poco que ver con el AKP. Las palabras de un empresario de Estambul y exdiputado del AKP, que pidió conservar el anonimato por miedo a represalias, son claras: “El discurso antieuropeo del MHP no está alejado de las ideas del presidente. Y los dos partidos coinciden hoy en la necesidad de controlar a los kurdos. Erdogan siempre tuvo inclinaciones nacionalistas, aunque no rechace la idea de una umma [‘comunidad de creyentes’] que supere las fronteras. En la actualidad, todo su discurso está destinado a convencer a los nacionalistas de que lo apoyen. Por otra parte, el MHP no hizo ninguna concesión en materia de ideas políticas para firmar el pacto electoral, sino todo lo contrario”.
Las recientes iniciativas del jefe del AKP deben ser analizadas desde el punto de vista de su acercamiento al MHP. La intervención militar que fue desencadenada el 20 de enero pasado en el norte de Siria, bautizada “Operación rama de olivo”, le permite no dejarle a nadie el terreno de la escalada nacionalista. El primer objetivo son los “terroristas” de las YPG, pero también sus “aliados mercenarios llegados de Occidente”, una referencia a varios cientos de voluntarios que combaten junto a las tropas kurdas que se enfrentaron y vencieron a la organización del Estado Islámico (EI) con el apoyo de la aviación de la coalición internacional. El pasado 11 de marzo, Erdogan llegó incluso a criticar severamente a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), de la que su país es miembro desde 1952. “¡Eh, OTAN! Sobre el conflicto en Siria, ¿cuándo se van a unir? –expresó durante un discurso ante sus partidarios reunidos en Bolu, al este de Estambul–. Apelaron a nosotros en Somalía, en Afganistán y en los Balcanes, y nosotros acudimos. ¿Dónde están cuando somos permanentemente hostigados por grupos terroristas en nuestras fronteras?”.
Ya en 2010, Erdogan había reclamado la ayuda de la OTAN contra las bases del PKK en el norte de Irak. Estos llamamientos, y él lo sabe, nunca serán correspondidos, sobre todo cuando varios miembros de la organización, en particular Estados Unidos y Francia, apoyan a las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS) –dominadas por las YPG– mediante una cobertura aérea, equipamiento y tropas especiales. Pero le sirven para explotar la fibra nacionalista turca. En un país donde una novela que pone en escena una guerra con Estados Unidos sigue siendo un best seller (3), la explotación del sentimiento antiestadounidense permite ampliar la búsqueda de adeptos. “La OTAN y Estados Unidos están detrás de las organizaciones que amenazan a Turquía, su soberanía y su integridad territorial –se indigna el periodista Kurtulus Tayiz en el periódico progubernamental Aksam (13 de marzo de 2018)–. Es tiempo de cuestionar nuestras relaciones con Washington y la OTAN”. Una modificación de las relaciones con la Alianza marcaría una ruptura capital, ya que el Ejército turco constituyó la “primera línea de defensa” frente a la Unión Soviética durante la Guerra Fría. Un papel clave que los dirigentes turcos recuerdan una y otra vez a los dirigentes europeos y estadounidenses; el presidente insiste a menudo en la “ingratitud” de Occidente. Y cuando la prensa estadounidense anuncia que Washington, preocupado por las tensiones con Turquía, reduce progresivamente el uso de sus bombarderos estratégicos estacionados en la base de Incirlik (4) (una información desmentida por el Pentágono), el ministro de Asuntos Exteriores turco, Mevlüt Cavusoglu, no tarda en recordar que esa instalación “es ante todo una propiedad de Turquía y no de la OTAN” (5).
El MHP, simulando olvidar que la organización paramilitar de los Lobos Grises, de la que estuvo muy cerca, tenía en los años 1970 y 1980 una relación estrecha con la Central Intelligence Agency (CIA) y las redes clandestinas anticomunistas “stay-behind” establecidas por la OTAN, sostiene el discurso del gobierno contra Europa y Estados Unidos. También aplaude la promesa regularmente reiterada del presidente de examinar el restablecimiento de la pena de muerte. Sus representantes, en cambio, son más discretos acerca de un posible acercamiento con Moscú y Teherán. Para Bahçeli, Irán “es el país que se aprovecha de las dificultades de Turquía en la región”, y la perspectiva de un “tratado de no agresión” con Rusia, evocada por el periódico progubernamental Sabah (11 de marzo de 2018), “no le gusta mucho”. En ambos casos, el MHP sigue siendo fiel a una visión turcocéntrica de las relaciones internacionales. Una realidad que Erdogan debe tener en cuenta.
Sin embargo, su estrategia es arriesgada. En primer lugar porque una parte de la órbita de influencia islamista ve con malos ojos su giro nacionalista. Temel Karamollaoglu, presidente del Partido de la Felicidad (Saadet Partisi, SP), una formación islamista que vive a la sombra del AKP desde 2002, apoya la intervención en el norte de Siria, pero intenta movilizar el apoyo de los musulmanes conservadores que no están muy de acuerdo con el MHP, considerado extremista y antirreligioso. Por otra parte, nada dice que ese partido constituya realmente la reserva de votos extra que busca Erdogan. Gran parte de sus militantes se unieron al Buen Partido (İyi Parti), fundado en octubre de 2017 por Meral Aksener, en el pasado una de las personalidades del MHP, que criticó la alianza con el AKP. Definiéndose como “nacionalista y laica”, quien fue ministra del Interior (2008-2009) y ministra de Defensa (1996) no oculta sus ambiciones presidenciales. Su discurso, muy crítico respecto del Gobierno, también le asegura el apoyo de una parte de los electores entre los más derechistas del CHP, así como de ex simpatizantes del AKP tranquilizados por las “convicciones religiosas” que ella no deja de reivindicar en sus discursos. El pasado febrero, una encuesta del instituto Gezici provocaba mucho revuelo al predecir su victoria frente a Erdogan en una eventual segunda vuelta de las próximas elecciones presidenciales (6).
De ser reelegido, nadie conoce las intenciones del presidente turco, fuera de su obsesión por hacer del país una de las diez primeras potencias económicas mundiales. Un objetivo que, a su juicio, “hará olvidar la imagen debilitada y demostrará el potencial de Turquía”, una referencia a la situación degradada del Imperio otomano a partir de mediados del siglo XIX. Símbolo de esta ambición son las grandes obras emprendidas por el Gobierno: el nuevo aeropuerto de Estambul, que será inaugurado el próximo otoño, tendrá una capacidad anual de 150 millones de pasajeros, un récord mundial. Si permanece en el poder, el reis (“jefe”), como lo llaman sus adeptos, ¿volverá a un programa más tradicionalista, con una islamización de las instituciones de la República, como sospechan el HDP, el CHP o el Buen Partido? Sus aliados de hoy serán entonces sus oponentes, y por lo tanto estarán en el punto de mira. ¿No fue el dirigente turco más abierto al diálogo con los kurdos, antes de volverse violentamente contra ellos?