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En la Patagonia, en busca de Butch Cassidy y Sundance Kid

Butch Cassidy y su “horda salvaje” coparon los titulares de la prensa de Estados Unidos a finales del siglo XIX. Se les acusaba de asaltar bancos para financiar la revolución anarquista. La banda fue diezmada, pero Butch y su amigo Sundance Kid lograron escapar y convertirse en una leyenda. Hollywood los consagró en 1969 con una película que relataba el final de su fuga en suelo boliviano. Pero eso no es cierto, como nos muestra el escritor Luis Sepúlveda, que encontró en las profundidades de la Patagonia argentina sus huellas y las de su implacable perseguidor, el sheriff Martin Sheffields.

por Luis Sepúlveda, agosto de 2004

Estábamos cerca de El Bolsón, una pintoresca ciudad en el límite que separa las provincias de Río Negro y El Chubut. El viento inclinaba los gigantescos álamos que bordeaban el cementerio, y su follaje formaba una inmensa cúpula protectora de la paz de los que ahí reposaban, gentes que alguna vez llegaron al sur del mundo llenos de sueños, ambiciones, esperanzas, planes, amores, odios, llenos de los materiales elementales que forjan el breve paso por la vida. Llegaron de todas partes con sus costumbres y lenguajes a cuestas, y ahí terminaron, en un cementerio olvidado, barrido por el viento, unidos en la quietud subterránea y en el idioma universal de la muerte.

Un hombre con un cigarrillo colgando de los labios ordenaba algunas flores resecas junto a una sepultura.

– Nos dijeron que aquí está enterrado Martín Sheffields.

– El Sheriff. Por ahí está ese mal bicho- comentó.

Era un tipo de edad indefinible, su rostro curtido por el viento y el sol podía tener cualquier edad.

– ¿Sabe cuál es su tumba?- insistí.

– Lo sé, pero hay que acercarse con cuidado porque a ese bastardo lo enterraron con los dos colts en las manos, y si está de mal humor nos recibe a tiros- respondió mientras se echaba a andar.

Lo seguimos pasando entre tumbas de polacos, italianos, gallegos, judíos, rusos, galeses y también criollos.

Martín Sheffields apareció en la Patagonia a comienzos del siglo XX. Hablaba un español chapurreado, llenos de giros mexicano-texanos, y el inventario de su patrimonio era escueto; dos espléndidos revólveres colt que cargaba pegados a los muslos, un caballo blanco bien aperado con una silla de montar texana y una estrella de sheriff prendida en la solapa del saco. Era una especie de personaje de Marcial Lafuente Estefanía muy alejado del salvaje oeste norteamericano.

– Aquí está, y espero que muy abajo- dijo el hombre indicando una sepultura sin ninguna inscripción.

La sepultura estaba cubierta por una capa de tierra ocre, seca y apretada, casi pétrea, y sobre ella había una margarita de plástico con los pétalos calcinados. Poca cosa para adornar la tumba de uno de los grandes mitos de la Patagonia.

Posiblemente murió en 1939, nadie lo sabe con exactitud, aunque se han escrito varias biografías suyas, de oídas, por algunos escritores que se atribuyen la propiedad de la historia de una región cuyas leyendas, mitos y verdades cambian según la voluntad del viento, porque en la Patagonia la historia es un género narrativo que no se molesta en asumir rigores cronológicos u objetividades graves. La historia no es más que un pretexto para adornar la oralidad y prolongar las tardes de mate junto al fogón.

Algunos dicen que lo mataron y otros que murió de un infarto al corazón montado sobre su caballo blanco, buscando oro en los cientos de ríos que nacen de los lagos andinos. Como quiera que haya sido, unos arrieros lo encontraron cuando llevaba muerto varias semanas.

Los cóndores y los chimangos se dieron un gran festín con aquel tipo de un metro ochenta y cinco y más de cien kilos de peso. Le destrozaron la gruesa ropa invernal para llegar hasta las vísceras, dejaron mondo el esqueleto, pero no consiguieron arrebatarle los dos revólveres que empuñaba. Así encontraron el esqueleto y supieron que se trataba de él, porque iba armado.

Aquellos arrieros, buenos sujetos como todos los hombres solitarios, taparon los restos con piedras y así permanecieron junto al arroyo Las Minas hasta que, en 1959, alguno de los doce hijos e hijas que tuvo con María Pichún, una mapuche que todavía es recordada con temor reverencial, decidió trasladar los huesos hasta el cementerio de El Bolsón.

María Pichún, según los relatos, debió ser tan alta y fuerte como él. De otro modo no se explica la pasividad de los hombres que, al verla aparecer en las pulperías, abandonaban la mesa de juego y preferían que los naipes volaran por los aires a recibir uno de los sopapos que le propinaba a su hombre hasta dejarlo grogui. Desde una prudente distancia veían como lo cargaba hasta el caballo mientras rezongaba: “nadie toque sus cartas, me hace un hijo más y vuelve”.

Cuentan que el esqueleto no resistió el viaje en “chata” –una enorme camioneta– por los desiguales caminos patagónicos y se desarmó, pero los colts siguieron aferrados a los huesos de las manos.

Una margarita de plástico sobre su tumba y la estrella de sheriff en una vitrina del museo de San Carlos de Bariloche es todo lo que quedó de Martín Sheffields. ¿Todo? No. Dejó también una historia que divierte, divide y apasiona. Así ocurre siempre con los pícaros y los aventureros.

Algunos sostienen que nació en Baltimore y otros que vino al mundo en Tom Green, Texas. En los archivos de la agencia de detectives Pinkerton hay documentos que aseguran que pasó su juventud en el estado de Utah. Era un cowboy más, aunque bastante diestro con las armas, y le tocó ser testigo de primera fila del exterminio de la “Pandilla Salvaje”, un mini ejército de asaltantes de bancos y trenes integrado entre otras celebridades por Black Jack Ketchum, Harry Tracey, “PO8” Logan, un bardo que acostumbraba a escribir poemas épicos sobre sus fechorías, Flat Nose Curry y Butch Cassidy.

A finales de 1898 los hombres de la Pinkerton habían conseguido establecer la ley del más fuerte -los ganaderos y empresarios del ferrocarril- en los territorios del oeste norteamericano, luego de capturar o eliminar a casi todos los bandidos. Pero les faltaba uno: Butch Cassidy.

En 1901 la Pinkerton recibió una noticia alarmante: Butch Cassidy había abandonado el territorio de la Unión a bordo del vapor “Soldier Prince” que navegaba rumbo a Buenos Aires. Y no viajaba solo. Le acompañaban, una maestra llamada Etta Place, y un hombre sin prontuario policial que se hacía llamar Sundance Kid. De inmediato, la Pinkerton dispuso que un detective les siguiera el rastro y comisionaron para ello a Frank Dimaio, un italiano que llegó a Buenos Aires, averiguó que el trío había comprado seis mil hectáreas de tierras cerca de Cholila, en la Patagonia, y cuando se aprestaba a viajar hacia el sur del mundo empezó a conocer las bondades de la capital argentina. Conoció a una bella chica hija de italianos, sintió el llamado de una vida sedentaria, y mandó al infierno a la Pinkerton estableciéndose como negociante de calzado.

Hasta 1976 en San Telmo, muy cerca de la plaza donde cada domingo se celebra el mejor mercado de antigüedades del mundo, existía “Calzados Dimaio”, y en el lugar de honor de la tienda colgaba la chapa de detective del fundador. En América Latina el destino siempre tuerce la voluntad de los gringos.

En el mismo año 1901, Martín Sheffields se acercó a la Pinkerton. Según algunos fue contratado por la sede que la agencia de detectives mantenía en Houston, Texas. Según otros fue en San Francisco, donde cumplía una breve condena por vagancia reiterada. Sea como quiera que haya sido, la recompensa de cincuenta mil dólares por la cabeza de Butch Cassidy le pareció una estupenda razón para conocer Argentina.

Llegó a Buenos Aires el 6 de febrero de 1902. En el hotel de inmigrantes del puerto, que recibió a los miles de recién llegados entre 1830 y 1960, se registró como Martín Sheffields, sheriff de los Estados Unidos, y tal vez enseñó la estrella de plata que varios años antes había escamoteado a un sheriff de verdad pero acabado por el alcohol, en Montana. Con su peculiar español “tex-mex” ha de haber preguntado cómo diablos se iba a la Patagonia.

La cabaña de troncos que Etta Place, Butch Cassidy y Sundance Kid construyeron cerca de Cholila todavía está en pie, y la solidez de su construcción la mantendrá así por muchos años. La habita ahora una familia de apellido Sepúlveda. Una tarde de cielo revuelto mi socio y yo charlamos y mateamos con don Aladín Sepúlveda, el patrón de la casa, un vejete de mirada infantil y astuto como un zorro.

– Claro que los encontró. Vino aquí y habló con ellos. Yo no nacía aún, tengo recién ochenta y cuatro años, pero mi padre me lo contó. Debe haber ocurrido en 1907, Sheffields llegó montado en un caballo blanco, nunca tuvo caballos de otro color, y desde la tranquera gritó: “¡Butch, Sun!”, y los hombres le respondieron en castellano que se llamaban don Pedro y don José. Entonces Sheffields empezó a reír, casi cae del caballo de la risa, y luego hablaron entre ellos en gringo.

Nunca sabremos de qué hablaron pero es evidente que llegaron a un acuerdo de convivencia, pues los telegramas remitidos por Sheffields a la Agencia Pinkerton entre 1902 y 1905 tenían siempre el mismo argumento:
“Argentina es un país muy grande y les sigo la pista”.

En 1905, un norteamericano que viajaba bajo el nombre de Andrew Duffy llegó hasta la cabaña de Cholila. En realidad se llamaba Harvey Logan, uno de los socios fundadores de la Pandilla Salvaje, y dos años antes había dejado la prisión de Knoxville-Tennesse, a su manera, a tiros, y la fuga se saldó con cuatro guardianes condenados al tranquilo oficio de criar malvas. Ese mismo año, Butch Cassidy, Etta Place, Sundance Kid y el recién llegado atracaron el Banco del Sur, en Santa Cruz.

Mientras tanto, Sheffields escribía notas que jamás envió a la Pinkerton. Jo Giglian, un neozelandés y apasionado coleccionista de todo cuanto se refiere a Butch Cassidy, en su casa del archipiélago de Las Guaitecas me enseñó una libreta encuadernada en piel marrón cuya propiedad se atribuye a Martin Sheffields. En una nota fechada en octubre de 1907 se lee: “pude dispararles cuando salían cargando el dinero de los galeses. Pude, pero no lo hice”. En 1907 los muchachos y la maestra atracaron el Banco de la Nación de Villa Mercedes y el asunto se complicó porque Harvey Logan mató al gerente. En la libreta de Sheffields se lee: “al principio no reconocí a la mujer porque iba vestida de hombre. Ese muerto nos traerá dificultades”.

Nunca conoceremos los límites del acuerdo al que llegaron Butch Cassidy, Sundance Kid, Etta Place y Martin Sheffields en la cabaña de Cholila, pero es muy probable que una parte del botín de los atracos a varios bancos comprara el silencio del sheriff, porque en 1907 adquirió cinco mil hectáreas cerca de El Maitén, en El Chubut. Ha de haber sido una negociación dura e interesante. Si Harvey Logan también participó, entonces fueron cuatro contra uno, cuatro argumentos de diversos calibres contra los dos colts 45 del cazador de recompensas.

Don Aladín Sepúlveda nos aseguró que, según su padre, el encuentro de Sheffields con los bandidos duro varios días con sus noches. Se emborracharon, gritaron, rieron, maldicieron con palabras que el criollo no comprendía, y finalmente el sheriff se alejó de ahí con su caballo blanco.

– ¿Quieren saber lo que creo?- consultó don Aladín Sepúlveda.

– Claro que queremos saberlo- le respondí sacando unas astillas de la cabaña. Aún las conservo.

– Sheffields les dijo que no quería muertos. Los muertos siempre complican las cosas. Uno puede ser el hombre más inofensivo del mundo, pero apenas se muere, a más de uno le complicará la vida.

Se sabe que el negocio de la banca tiene dos formas de protagonismo: como ladrón de cuello y corbata o como asaltante enmascarado. Luego de los sucesos de Villa Mercedes, Butch Cassidy, Etta Place y Sundance Kid dejaron temporalmente la actividad bancaria. Harvey Logan desapareció sin dejar huellas, Etta Place regresó clandestinamente a los Estados Unidos donde murió de cáncer. Butch y Sundance vendieron la estancia de Cholila y se fueron más al sur, a los confines del mundo, cruzaron el Estrecho de Magallanes y se metieron a la Tierra del Fuego, y allá pasaron a la leyenda como dos románticos veteranos que asaltaban bancos y pagadores para financiar revoluciones anarquistas.

Una tumba sin nombre y una margarita de plástico. Poca cosa dejó el sheriff tras su paso por la Patagonia.

– ¿Vive alguien que lo haya conocido?- pregunté al hombre con el pitillo colgado de los labios.

– Queda una hija. La última hija viva de ese bribón- respondió con un tono que mezclaba la admiración con el desprecio.

Al día siguiente fuimos a conocer a la hija de Martín Sheffields. Cómodamente instalados en los asientos de madera del viejo Expreso Patagónico, del Patagonia Express, o la Trochita según el decir cariñoso de los patagones, empezamos a descubrir la vinculación entre la construcción del ferrocarril y el sheriff.

En 1933 se empezó con el trazado de las vías que unen Ñorquinco con El Maitén, y fueron los corderos de Sheffields los que alimentaron a las cua­drillas de trabajadores. Le gustaba entretener a los hombres con su sorprendente habilidad de tirador. Era capaz de volarle el cigarrillo de los labios a un mocito desprevenido, e incluso de chamuscarle el bigote a otro, y hacer eso con una bala calibre 45 no deja de ser meritorio. Cuando el trazado ferroviario estuvo por fin terminado, Martín Sheffields obsequió seis novillos y treinta corderos para el gran asado de los festejos. Encontramos a varios viejos de El Maitén, Esquel, Leleque y Cholila que recordaban la generosidad del gringo, y ese desprecio por la fortuna, sumada a las hijas e hijos que regó por las tierras australes terminó por arruinarlo. Por eso buscaba oro cuando murió, o lo mataron.

La Trochita avanzaba lentamente, la trocha angosta, el notorio envejecimiento de las vías y la sinuosidad de las curvas le impedían sobrepasar los cuarenta kilómetros por hora. La vetusta locomotora de vapor bufaba como un dragón cansado, y la estela de humo que dejaba a su paso era rápidamente disuelta por el viento eterno, que no permite otra presencia que la suya en el cielo austral. El vaivén invitaba a una dulce somnolencia, o a hablar en voz baja con el compañero de asiento.

– ¿Sabe quién fue Martín Sheffields?- pregunté a un veterano que de inmediato me ofreció la calabaza del mate.

– ¡Cómo no voy a saberlo! Fue más conocido que el hilo negro- respondió mientras aceptaba un cigarrillo.

– Cuénteme, paisano. Cuénteme.

– Era un hombre solo. Tuvo muchos amigos, muchos hijos, pero era un hombre solo. Nadie supo de dónde sacó el dinero para comprar las muchas tierras que después perdió. Dicen que vino a capturar a los bandidos gringos, pero no lo hizo. Era un gran tirador y cuando estaba borracho le gustaba hacer apuestas pesadas. Por ejemplo, apostaba a que le volaba los tacones a una dama, empuñaba un revólver, y lo hacía. Si el novio o el marido reclamaba le regalaba un par de ovejas y asunto arreglado. Llegó a tener más de cien mil ovejas cuando la lana valía su peso en oro, y sin embargo se vestía como un vagabundo. Iba de aquí para allá, siempre solo. En su caballo blanco cabalgaba de Cholila a Esquel, de Ñorquinco al Portezuelo, siempre solo. A veces se detenía en las pulperías, jugaba, perdía a raudales, cantaba con una hembra sentada en sus piernas, pero de improviso se paraba y se alejaba a un rincón para seguir bebiendo solo. En el fondo era un hombre abandonado, pero no porque los amigos, las mujeres o los hijos lo hubieran abandonado, sino porque se abandonó solo. Un hombre solitario, extraño, pero de muy buen humor. ¿Conoce la historia del plesiosaurio?

La gran broma de Sheffields. Un día de 1922 escribió una carta al director del jardín zoológico de Buenos Aires describiéndole la existencia de un animal, vivo, cuyo hábitat estaba bajo la superficie de la Laguna Negra. La descripción que hizo era tan exacta, tan rigurosa, que a ningún científico o naturalista le cupo la menor duda de que se trataba de un plesiosuario. Docenas de sociedades científicas de todo el mundo se disputaron el derecho a cazar al plesiosaurio. Warren Harding, presidente republicano de los Estados Unidos amenazó con represalias si no se dejaba el porvenir del plesiosuario en manos del instituto Smithsoniano, la corona británica consideró inconcebible que el plesiosaurio no fuera examinado por doctores del museo británico, hasta se le cantó, luego de que un compositor popularizara el tango del plesiosaurio.

Finalmente llegaron a Buenos Aires todos lo que ansiaban con apropiarse del animal antediluviano, y en medio de zancadillas avanzaron en tropel hacia la Patagonia. Encontraron que el animal de la Laguna Negra era un tronco forrado de cueros de vaca. Los patagones rieron a carcajadas con la broma de Sheffields, aún lo hacen, pero ni los científicos de aquel tiempo ni el gobierno argentino tomaron el asunto con el mismo humor.

En El Maitén dejamos el Patagonia Express y emprendimos un camino polvoriento rumbo a la casa de Juana Sheffields, la última hija del aventurero bromista. Para darnos ánimos entre la polvareda que nos secaba la garganta y nos hacía temer por la suerte de las cámaras, cantábamos a todo pulmón “el Uruguay no es un río es un cielo azul que pasa” entre graznidos desaprobatorios de los teros, hasta que, luego de un par de horas de marcha, vimos aparecer la cabaña construida por el sheriff para su hija.

Estaba en un lugar de belleza sobrecogedora, crecían los robles, las tecas, álamos, encinas, el aire olía a la madera virgen de la Patagonia andina, a boñigas de animales sanos, a hierbas que alegraban el alma.

Doña Juana Sheffields tenía ochenta y seis años. Se veía altiva. Había mucho orgullo en esa mujer que se apoyaba en un bastón para caminar. Su rostro lleno de territorios que tal vez fueron poblados por todos los amores y todos los odios, era definitivamente patagónico, porque en él estaba latente la mezcla de una madre mapuche y un padre gringo, portador a su vez de quién sabe cuántas sangres.

Me ofreció asiento frente a ella y la calabaza del mate. Con gestos coquetos alisó el delantal y comprobó la simetría de su blanca cabellera recogida en un enérgico moño. Mientras mi socio la fotografiaba preguntó qué nos llevaba hasta ahí.

– Su padre. Háblenos de su padre.

– Martin Sheffields. El sheriff Martín Shefields. Él construyó esta casa y muchas otras. Era un hombre. Lo quisieron y lo odiaron por eso, porque era un hombre. Nunca fue fácil ser un hombre.

– Un hombre muy dado a las bromas fuertes.

– Tonterías. Tenía buen humor, pero jamás le hizo daño a nadie. Es cierto que, a veces, cuando se emborrachaba le daba por hacer apuestas. Alguna vez apuntó mal y le voló la nariz a un gaucho, pero nunca le hizo daño a nadie.

– Hay quienes dicen que la nariz y el resto de la cabeza.

– Qué diablos, así era la vida antes. No era fácil, jamás fue fácil la vida en la Patagonia, además, en todas partes se vive y se muere. Él murió solo. Así deben morir los hombres.

– Visitamos su tumba. Está muy abandonada.

– Fue un error llevar sus huesos al cementerio. Debimos dejarlo allá, en el arroyo Las Minas, donde lo encontraron, pero los hijos y las hijas son débiles. Ya no quedan hombres como mi padre y la mejor forma de respetarlo es no visitar el cementerio.

Antes de salir de su casa, doña Juana Sheffields nos entregó pan recién horneado y huevos cocidos para el viaje. La amorosa manera como envolvió todo en un paño contradecía la dureza de sus palabras y sus gestos.

Emprendimos el regreso bajo un cielo revuelto que presagiaba tormenta, pero no nos importó pues sabíamos que el camino es una constante sorpresa. A la media hora de marcha vimos como el chaparrón se dejaba caer sobre un amplio valle, más allá cruzamos bajo un imponente arco iris, y al alcanzar la carretera de Cholila nos detuvimos a contemplar a un grupo de jinetes galopando en lontananza.

Uno de ellos montaba un caballo blanco, y nos preguntamos si aquellos jinetes galopaban por la llanura de éste o del otro lado de la vida, y si el del caballo blanco no llevaría por casualidad una estrella de sheriff prendida en la solapa.

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P.-S.

Este relato es un avance del libro titulado Últimas Noticias del Sur, que será publicado próximamente.

Luis Sepúlveda

Escritor chileno. Historia de una ballena blanca (Tusquets, Barcelona, 2019) es su última novela publicada.