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La pasión por la marcha

El arte de deambular en libertad

Las caminatas están de moda. El viaje a pie permite reencontrar las huellas humanas borradas por los coches. Mientras que la ruta asfaltada invita a la competición, quienes circulan a pie prefieren los caminos de tierra y las vías secundarias, vectores de solidaridad. La caminata puede ser política, en ese caso se marcha para manifestarse. La caminata implica más seguir el paso de los otros que imponerles el propio ritmo, pues caminar libremente es, antes que nada, redescubrirse a sí mismo.

por Frank Michel, agosto de 2004

La marcha a pie nos remite a la primera migración. El antropólogo Leroi-Gourhan decía que antes de unir la acción a la palabra, el hombre “comienza por los pies”. La caminata nos recuerda nuestra condición de bípedos y lo que ella nos permitió lograr: nuestras civilizaciones... Se trata de una actividad vinculada al placer. Toda caminata acaba rápidamente si quien la practica no siente placer, a pesar del sufrimiento que pueda experimentar. Para el caminante, el esfuerzo es a menudo más una bendición que un dolor, a pesar de que para algunos el caminante tenga algo de mártir voluntario.

La búsqueda de un placer inaccesible y de una armonía improbable es fundamental. Es ella la que motiva al peregrino. Simple y compleja a la vez, la marcha a pie ofrece testimonio del comienzo de la vida, de esa aventura humana que se inicia alrededor del primer año. El bebé que quiere caminar aún se tambalea. Pues caminar implica un cierto estilo, un pretexto para seducir. Desde los primeros pasos en el hogar hasta las expediciones al Himalaya, hay un gran paso que los sucesivos umbrales de la vida permiten dar.

Resistencia solitaria no desprovista de nostalgia, la caminata es siempre un paso dado en dirección al otro; un encuentro que requiere un esfuerzo; una terapia a la vez psicológica y física. Las caminatas deberían ser remuneradas por la Seguridad Social. El Estado debería analizar esta idea, que posiblemente le permitiría ahorrar dinero... Desde las ensoñaciones de Rousseau a las suelas de Rimbaud, pasando por Stevenson, Thoreau, Lacarrière, Bouvier, Lanzmann y tantos otros, muchas páginas nos incitan a calzarnos los zapatos, tanto por placer como para mantener nuestra salud. Desafiando la velocidad y el ruido, la caminata invita a la modestia, a la curiosidad, al silencio y a la meditación, a la vez que nos mueve a la introspección, la intimidad, a callarnos para escuchar mejor.

La marcha a pie puede también ser un preludio al aprendizaje de la libertad e imponerse como el primer paso de un acto de resistencia... pues caminar es además una llamada a la unidad en medio de la multitud. La marcha alude al movimiento, es decir, a la acción. Cuando toda la sociedad se mueve, y no el individuo solo, se genera el movimiento social: la marcha como actitud política.

El hombre que camina es un ser de pie. El escultor suizo Alberto Giacometti, célebre por sus personajes filiformes, consideraba que el hombre de pie es ante todo un hombre que camina, con dignidad y sensibilidad. El caminante es el manifestante por excelencia, el que protesta contra la injusticia, el que se alza en contra o lucha por, en fin, el que progresa y avanza, paso a paso, y el que se niega a mantenerse en silencio y oculto. La historia guarda las huellas de grandes o pequeñas marchas: desfiles políticos y peregrinaciones religiosas que formaron ese vasto movimiento.

La revolución es uno de esos ca­minos. Así, para el anarquista ruso Kropotkin, “la revolución social es una ruta que hay que recorrer; parar en medio del camino es como volver para atrás. Ella sólo se detendrá cuando haya completado su carrera y alcanzado el objetivo deseado: un individuo libre en una humanidad libre” (1). Ha transcurrido más de un siglo, y todo conduce a pensar que, o bien el camino es demasiado largo, o nos hemos equivocado de ruta. Cuando el hastío nos invade, la marcha se impone. El que camina está necesariamente de pie, ni resignado, ni abatido, ni de rodillas y eso alimenta el furor del caminante.

Marchar para manifestarse es también cortar las carreteras, instalar barricadas u ocupar la vía pública. Las huelgas de camioneros lo muestran; cuando se corta la circulación, el corazón de la economía mercantil se sofoca. Sin transporte, se detiene el tráfico de bienes y de personas, y con las carreteras bloqueadas el ciudadano ya no puede consumir como desea. De esa forma, es la base del sistema la que amenaza con hundirse, y con ella, muchas ilusiones de la sociedad de la felicidad mercante, que no debe confundirse con la felicidad marchante.

¿Pero cómo comparar la marcha con el mercado, el que marcha con el que merca? Hay cosas que ya no existen; como los vendedores a domicilio que desaparecieron o son rechazados; pero en algunas raras ocasiones se ve a comerciantes nerviosos que también marchan para manifestarse, o contramanifestarse...

La madre de las marchas de protesta tiene una fecha: el 1° de mayo. Es la fecha mítica de la marcha social, la que permite al pueblo avanzar y hacer retroceder al patrono. En ese caso, la marcha se hace oír. El ritual se instaura, la multitud enardecida vira al rojo, levanta banderas y pancartas, grita consignas, canta himnos revolucionarios. El primero de todos los 1° de mayo fue el de 1890 en Chicago, que transformó una simple huelga de protesta en una marcha organizada y colectiva. El camino quedó abierto: la marcha se imponía cada vez que el mundo andaba mal, convirtiéndose así en un acto militante. Y en una preocupación más para los gobiernos. Marchar es rebelarse y eso altera el orden público: nomadismo rebelde opuesto al orden sedentario.

Pero si la marcha evoca las manifestaciones, la militancia, la protesta o la reivindicación, también dan lugar a los desfiles militares que afirman el poder. La marcha de Aníbal sobre Roma, de Julio César sobre la Galia, de las tropas napoleónicas (y luego de las hitlerianas) sobre Rusia, son algunos de los muchos ejemplos de las marchas guerreras, movidas ante todo por un ansia de conquista. Si bien la Marcha sobre Roma de Mussolini en 1923 no es la Larga Marcha de Mao en 1934-1935, ambas prefiguran la marcha hacia el poder supremo.

Se marcha para poder alcanzar algún día el poder y la gloria. En un año, del otoño de 1934 al de 1935, Mao concretó un magistral golpe político, pero el coste humano de esa epopeya fue terrible. Cien mil hombres recorrieron entre 8.000 y 12.000 kilómetros, entre Juichin (en el sur de China) y Wuchichen (en el norte), luchando permanentemente a lo largo de la ruta contra las tropas enemigas, más numerosas y mejor armadas. La perseverancia y la motivación hicieron fracasar la ley del más fuerte, en una proeza inmensa como el país donde se produjo. La historia recordará el camino recorrido, tanto por los hombres como por China, y minimizará el sufrimiento.

Hay que evocar también las célebres marchas pacíficas: la de la sal, realizada por Gandhi en 1930, y la de la paz, que llevó a cabo Martin Luther King en 1963. Ambas son formidables testimonios de la fuerza de la no-violencia. La primera tuvo lugar en la India a lo largo de 400 kilómetros, entre el 12 de marzo y el 6 de abril de 1930. Todo comienza con un puñado de sal en la mano de Gandhi, que protesta contra el monopolio impuesto por Inglaterra a los colonizados. La marcha, de carácter económico, se vuelve política, acentuando, precipitando la historia de la India contemporánea.

Martin Luther King organizó varias marchas. Al principio en Alabama, para obtener el fin de la segregación racial en los autobuses, y luego en otros Estados del Sur, contra todo tipo de apartheid (principalmente escolar), hasta llegar a la inmensa manifestación de Washington del 28 de agosto de 1963, y al inolvidable discurso: “I have a dream”. Es interesante señalar que el líder negro prodigaba a los manifestantes “consignas de no violencia, que incluso recomendaban no obstruir la calzada y limitarse a las aceras y los arcenes” (2). Eran marchas lentas, silenciosas y pacíficas, destinadas a hacer avanzar la legislación. La discriminación retrocedió muy lentamente y ese método no-violento no impidió que Martin Luther King fuera asesinado.

En Francia, desde la Marcha de los Beurs (jóvenes magrebíes nacidos en Francia) hasta la Marcha de las Mujeres, la lucha contra todo tipo de discriminación incluye el acto de caminar, muchas veces con probados resultados al final del camino. Entre la marcha al paso, retirada forzada y la marcha de liberación, hay muchas maneras de marchar... Por otra parte, hay motivos para preocuparse cuando una calle se transforma en carretera o en bulevar, pues ello significa más controles y menos libertades. Las anchas avenidas permiten ver lejos y facilitan la circulación... de vehículos de fuerzas antimotines o de tanques de guerra. Viene a la memoria la imagen del tanque detenido por un hombre en la plaza Tienanmen de Pekín, en junio de 1989. Pero por un tanque detenido, cuántas personas aplastadas, pisoteadas, asesinadas...

También hay marchas vinculadas con el exilio. Hace más de un milenio que los gitanos –o sus ancestros– salieron del noreste de la India escapando de la esclavitud: una “larga marcha” que aún permanece oculta. Las marchas forzadas toman diversos aspectos. Algunas son más sombrías que otras: la de los esclavos de antaño o la de los niños-esclavos de hoy en día. En ambos casos, africanos y negros, que avanzan en columnas humanas y encadenados en medio de la selva africana bajo la mirada de los traficantes.

Otras marchas forzadas tuvieron por escenario Siberia o Asia central, como las extraordinariamente descritas por Ferdynand Ossendowski y Slavomir Rawicz en sus emocionantes relatos (3). El primero se halla en Siberia, en 1920, cuando es denunciado a los bolcheviques que acaban de llegar al poder. Pero logra escapar del pelotón de fusilamiento, y se interna en el bosque y consigue llegar, a pie, a la India y a Mongolia.

El segundo va desde el Círculo Polar hasta el Himalaya durante la II Guerra Mundial. Una singular caminata, después de evadirse, en abril de 1941, de un gulag del norte de Siberia: el autor sobrevive tras recorrer 6.000 kilómetros en 15 meses, incluido el cruce del desierto de Gobi. Su perseverancia provoca la admiración del lector: “Nunca toqué fondo, ese punto último donde se impone la capitulación. Una parte ínfima de mi mente se aferraba a la idea de que renunciar significaba aceptar la muerte”. Resistir es fundamental en la actitud que impulsa al caminante decidido en el camino de la esperanza.

Por último, está la marcha final, que es del orden de la indispensable utopía, que in fine invita a un mundo mejor, como lo sugería en Los condenados de la tierra Frantz Fanon, muerto en 1961 a los 36 años, y que intentó abrir nuevos horizontes de esperanza: “Queremos caminar todo el tiempo, tanto de día como de noche, junto a los hombres, a todos los hombres (...) Por Europa, por nosotros mismos y por la humanidad, camaradas, hay que tratar de renovarse, de desarrollar un pensamiento nuevo, intentar crear un hombre nuevo” (4). Las últimas palabras de su libro fueron también las últimas palabras de Fanon, ese médico-militante extraordinario, que no cejó en su intento por extirpar el miedo del otro.

Caminar es inseparable de la vida: ¿acaso no decimos que algo “camina” para significar que funciona? Caminar es negarse a detenerse (a menudo “en tan buen camino”), negarse a apagarse, a morir. Símbolo de la vida, la marcha niega la muerte. Por otra parte, ¿los fantasmas que recorren los cementerios o nuestros sueños no son acaso muertos que caminan, muertos-vivos? El debate sigue abierto. La marcha es sin duda una forma de vagabundeo activo, colmado de experiencias y cuyos senderos aguardan ser explorados. Frente al turismo masivo del verano, la caminata constituye un viaje verdaderamente humano.

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(1) Jean Préposiet, Histoire de l’anarchisme, Tallandier, París, 2002, p. 278.

(2) André Rauch (ed.), La marche, la vie, Autrement, París, n° 171, mayo de 1997, p. 85.

(3) Ferdynand Ossendowski, Bestias, hombres y dioses, Abraxas, Barcelona, 2001. Slawomir Rawicz, La llarga caminada: la increïble història de la fugida d’un camp de persones de Sibèria cap a l’Índia, Símbol Editors, Sant Cugat del Vallés, 2001.

(4) François Maspero, Les abeilles et la guêpe, Seuil, París, 2002, pp. 165-166.

Frank Michel

Antropólogo. Profesor de la Universidad de Córcega y director de la asociación Déroutes & Détours (www.deroutes.com). Autor, entre otras obras, de Désirs d’Ailleurs (PUL, Quebec, 2004).