La crisis financiera concluye, dos años después de la quiebra del banco Lehman Brothers, con dureza extrema para la población del Viejo Continente, firmemente “invitada” al sacrificio para expiar faltas que no cometió. Aunque desde la era Reagan-Thatcher se conoce bien la propensión de los gobiernos neoliberales a agitar el espantajo de la deuda pública (mantenida por los bajos impuestos consentidos a su clientela acomodada) para reducir los gastos del Estado, privatizar las empresas públicas, recortar los programas sociales y debilitar los sistemas de protección social, no podía predecirse que lo conseguirían otra vez, dado que la habitual “estrategia de shock” parecía tener que deslizarse esta vez por una puerta bastante estrecha.
En efecto, había que asustar a la población lo suficiente para que admitiera que no es posible vivir eternamente “por encima de los medios de que se dispone” y, simultáneamente, tranquilizar a los mercados, ya enloquecidos por el monto (...)