Prefiere que la llamemos Clarence. Porque “es más bonito”. Y porque tiene miedo de dar su nombre. ¿Miedo a qué, a quién? Clarence se encoge de hombros. Sus respuestas son murmullos apenas audibles. Esta sexagenaria vive tras una puerta con la cerradura echada en compañía de su hijo de 42 años, con diversidad funcional y no apto para trabajar, en un sombrío y atestado apartamento de dos habitaciones, aislados en mitad de una torre de catorce plantas. Una de las docenas que integran la urbanización Grigny 2, en las afueras de París: 5000 viviendas para 17.000 habitantes. El mayor condominio privado de Francia, hoy en quiebra y que poco a poco va quedándose vacío.
Para llegar al domicilio de Clarence desde la estación hay que sortear un primer bloque de inmuebles engalanados de alambradas y redes de seguridad, cruzar una agrietada puerta de cristal junto a un portero automático fuera de (...)