Cualquier lector habitual de prensa ha podido constatar que el titular de un artículo, en ocasiones, tiene poco que ver con su contenido. Esto es, seguramente, lo que los lectores de Le Monde (de la edición del 15 y 16 de marzo) pueden haber pensado cuando descubrieron un artículo cuyo titular era tan inverosímil, que parecía un caso de manual de fake news: “Bruselas presiona a los Estados a intervenir sin límites”.
¿Cómo ha podido la Comisión Europea, otrora guardiana de la ortodoxia liberal de la Unión Europea (UE), en un momento de desconcierto, alentar a los Gobiernos de los Estados miembros a liberarse de las disposiciones de los tratados que, en nombre de la “competencia libre y no distorsionada”, impiden la injerencia del Estado y las ayudas públicas a las empresas? Y, para no quedarse a mitad camino, el ejecutivo bruselense llegó incluso a especificar que esta intervención debía de ser “sin límite”.
Este rechazo radical a los dogmas que han ido moldeando a la UE tal y como la conocemos hoy en día no es el resultado de una milagrosa conversión ideológica, como la que tuvo San Pablo en su camino a Damasco. Es la reacción a la incapacidad del sistema neoliberal para autoorganizarse de manera eficiente con el fin de gestionar los desastres que él mismo ha causado.
Después de un acontecimiento espectacular, cualquiera que sea su naturaleza, y ya sea nacional o internacional, a menudo aparece una y otra vez un comentario que se repite en los discursos de los líderes políticos y en los análisis de tertulianos y editorialistas: “Habrá un antes y un después”; o “Las cosas ya no se harán como hasta ahora”. Por lo general, estas declaraciones perentorias son refutadas más tarde por los hechos, y ese “después” termina por asemejarse mucho al “antes”. Sin embargo, este no es el caso de la crisis mundial desencadenada por la pandemia de coronavirus (covid-19). Esta crisis va a enviar a la papelera de la historia la lectura ingenua o complaciente de la globalización neoliberal que en los últimos treinta años han hecho sus monaguillos, en particular en Europa, y los ahora les lleva, presa del pánico, a adoptar medidas que de otro modo no habrían tomado.
Así, en la UE, los Estados han sido absueltos de antemano si no respetan el hasta ahora sacrosanto límite del 3% de déficit presupuestario. Por su parte, el Banco Central Europeo, que está dispuesto a hacer cualquier cosa para salvar el euro, ha lanzado un programa de compra de activos del Estado y de empresas por valor de 750.000 millones de euros. Mientras que el presidente francés Emmanuel Macron se niega a subordinar la salud pública a las leyes del mercado, y uno de sus ministros habla de la posibilidad de nacionalizaciones...
Sin duda, este debe ser un momento de gran sufrimiento para los ideólogos de la ortodoxia económica. No se atreven a criticar abiertamente las medidas que desaprueban, so pena de ser considerados cómplices de un virus al que todas las autoridades públicas han declarado oficialmente la “guerra”. La singularidad de la situación actual radica en el entrelazamiento de tres crisis mundiales: la sanitaria, hoy, la económica, mañana, y probablemente la financiera pasado mañana. Mientras que, según un modelo clásico, son las clases trabajadoras las que pagan la factura de las dos últimas, la primera es en cierto modo “democrática”: el virus está afectando a diputados, ministros y consejeros de multinacionales, así como a los desempleados y a los “sin techo”. Además de su carácter dramático –decenas, incluso cientos de miles de víctimas potenciales– esta universalidad es un factor de coherencia en el análisis crítico de la globalización neoliberal. Por ello, las preocupaciones humanitarias y sociales que se están planteando continua y legítimamente pueden servir también de escudo para aquellos que quieren salvar a toda costa un sistema fallido.
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