El 23 de enero de 2020, las autoridades anunciaban que ponían en cuarentena a Wuhan debido a una “epidemia de neumonía de coronavirus”.
Como residente de esa megalópolis del centro de China, me descubrí encerrada, al igual que millones de otras personas. Muy pronto, el miedo y el pánico se apoderaron de nosotros. La sombra de la muerte se cernía sobre la ciudad. Diversas informaciones hablaban de hospitales al borde del colapso. De repente, nuestra vida se sumió en la incertidumbre más total. ¿Estaba contagiada? ¿Lo estaban mis seres queridos? Y si resultaba que lo estábamos, ¿nos admitirían en el hospital? ¿Quizá la ciudad había sido abandonada a su suerte (según el rumor, Wuhan estaba rodeada por unidades militares de defensa bioquímica)? Cuando surgió, el virus era desconocido. Feroz. Terrorífico. En la mente de todos atraparlo suponía, casi con certeza, la muerte. Bloqueados en la ciudad, estábamos a su merced, sobrecogidos (...)