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Vida y honor de los boxeadores norteamericanos

En un libro que se publicará en Francia el 15 de septiembre, el sociólogo Loïc Wacquant recuerda su experiencia como boxeador hace unos treinta años en Chicago. En este análisis, que abarca a un tiempo la esperanza de ascenso social de sus compañeros –a menudo frustrada–, su vida, su trabajo diario y los sacrificios que consienten para ganar sus peleas, rinde homenaje a un deporte que va perdiendo público y prestigio.

por Loïc Wacquant, agosto de 2022
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LOÏC WACQUANT. – Eddie y Roy se preparan para el combate, torneo de los Golden Gloves, 1990

Aterricé en la sala de boxeo de Woodlawn en agosto de 1988 por defecto y por accidente. Como doctorando en Sociología de la Universidad de Chicago, buscaba un punto de observación para ver, oír y palpar la realidad cotidiana del gueto. Se me antojó imposible, de entrada, escribir sobre el South Side sin darme un garbeo sociológico por sus calles, que extendían su abrumadora miseria bajo mi balcón. En sentido literal, porque la universidad me había asignado el último piso disponible, situado en la línea divisoria del barrio negro de Woodlawn, jalonado cada doscientos metros por teléfonos blancos que permitían realizar llamadas de emergencia a los coches de la policía privada de la universidad en caso de peligro.

Tras varios meses de búsqueda infructuosa de un lugar en el que colarme para observar la escena local, un amigo yudoca francés me llevó al gym (1) de la calle 63, que había descubierto rastreando la guía telefónica, distante de solo dos manzanas de mi casa, pero como en otro planeta. En esta devastada arteria, una lúgubre hilera de edificios abandonados, tiendas calcinadas y descampados, la sala de boxeo era como un islote de vida protegida en medio de un océano de abandono. Al salir de la primera sesión de entrenamiento, emprendí la redacción de un diario etnográfico para superar la aguda sensación de encontrarme “fuera de lugar”, sin sospechar ni por un momento que había de frecuentar aquel gimnasio con creciente asiduidad durante más de tres años y, en el proceso, abarrotar 2300 folios con notas en bruto que registraban religiosamente, cada noche y durante horas, los acontecimientos, las interacciones y las conversaciones del día.

Al principio, los boxeadores del club me veían como un bicho raro: era el único blanco del gimnasio, el único que llevaba gafas, el único con formación universitaria, por supuesto, por no mencionar el hecho de que era francés. Encima, ¡era bastante torpe! Boxear no es tan fácil como parece y todos los habituales del lugar apostaban (a mis espaldas) que más pronto que tarde me iba a rendir y desaparecería. Me llevé mi ración de golpes y moratones y me partieron la nariz, como a todo quisque. En resumen, estaba dedicado a mi arte y los entrenadores, así como los demás boxeadores, podían constatarlo. En consecuencia, me trataron como a uno de los suyos.

Por poco que te sometas al exigente régimen del boxeador y “pagues tu cuota” en el cuadrilátero, la hermandad del mamporro te recibe con los brazos abiertos. Negro, blanco, moreno o amarillo, rico o pobre, instruido o excluido de la escuela: tu identidad fuera de la sala de boxeo no cuenta para nada; lo que sí importa es respetar escrupulosamente las reglas del oficio y el ethos del gym, que implica, entre otras cosas, no preguntar nada sobre la vida personal de sus miembros. Mis compañeros del gym se sentían orgullosos de haberme enseñado no solo el arte pugilístico, sino también a comportarme en el día a día del gueto: cómo caminar por la calle, cómo responder a una amenaza, cómo fingir que llevas un arma, proteger mis pertenencias, salir del coche sin quedar expuesto, cómo regatear si compras artículos robados, etc.

La mayor parte de los que duran y triunfan en el oficio no proceden de los sectores más precarios de la clase obrera. Los padres de los boxeadores de Woodlawn ejercían trabajos manuales estables: camionero, trabajador de una cadena de montaje, panadero, albañil, soldador, transportista repartidor, cartero, capataz, reparador de teléfonos. Los entrenadores más curtidos coinciden en que los aspirantes criados en hogares desestructurados, cuyas vidas carecen de un mínimo de seguridad y regularidad, tienen pocas probabilidades de adaptarse a los rigores del entrenamiento diario, que requiere estabilidad personal, frugalidad y espíritu castrense.

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LOÏC WACQUANT. – Anthony "Ice" Ivory lanza un directo de izquierda, International Amphitheater, 1989

Antes de albergar la esperanza de ascender en la jerarquía social, embarcarse en una carrera profesional de boxeador es una estrategia de resistencia al trabajo descualificado, una forma de escapar, aunque solo sea por un tiempo, de los trabajos degradados y denigrantes que proliferan en los peldaños inferiores del mercado laboral o, más sencillamente, de la rutina del trabajo asalariado ordinario y de la subordinación que implica. El boxeo ofrece durante un tiempo la ilusión de vivir en un estado de ingravidez social, la posibilidad de ser el jefe de uno mismo y la sensación de controlar el destino propio. La profesión ejemplifica los valores masculinos que dominan la cultura del gueto: el arrojo físico, la estilización de la vida, la valorización del cuerpo, especialmente la fuerza y la destreza. También es una profesión glamurosa, porque forma parte de la constelación formada por el deporte, los medios de comunicación y la industria del espectáculo, el mundo de las estrellas que es una fábrica de sueños. Por último, la zona indefinida en que se mueve el boxeo propicia la ilusión del éxito: la gente no sabe cuánto gana un boxeador profesional.

A los púgiles les gusta considerarse “gladiadores” o “guerreros” modernos que luchan “sin ceder un palmo”. El término “guerra” se utiliza habitualmente con una connotación apreciativa para describir una pelea especialmente intensa en la que los adversarios se devuelven los golpes concienzudamente. Hablando de su mentalidad en el ring, Mike Tyson decía: “Soy un boxeador. Soy un guerrero. Hago mi trabajo”. No es casualidad que el boxeo gozara durante largo tiempo del aprecio y activo patrocinio de las fuerzas armadas de muchos países.

Por último, el cuerpo queda a menudo equiparado con una herramienta, un instrumento de trabajo objeto de constantes reajustes para que pueda cumplir su función: “Es mi herramienta, lo que me da de comer”, dice de su cuerpo Henri, un trabajador negro de una fábrica de aluminio. La repetición hasta la saciedad y la vertiginosa monotonía del régimen diario del boxeador, con su interminable sucesión de ejercicios idénticos, ciclos de tiempo repetidos y sensaciones y sonidos lancinantes, recuerdan las vivencias de los trabajadores de las cadenas de montaje.

Existe un tema recurrente en la imaginería que proyectan los boxeadores cuando hablan de sus cuerpos vivos: el de la limpieza. Se le compare con un motor, un arma o un utensilio, el cuerpo es algo que debe ser protegido de las tentaciones y contaminaciones del mundo profano: la comida “mala”, el alcohol, las drogas y las mujeres, y no necesariamente en ese orden. Las metáforas religiosas que a menudo invocan los boxeadores para describir su cuerpo –“Es algo realmente sagrado y lo cuidas, aunque no tengas un combate a la vista”, “un templo que tienes que preservar”– tienen predicamento entre ellos por su estrecha relación con ideales de pureza y distinción en lo cotidiano.

El primer mandamiento del catecismo pugilístico consiste en respetar los preceptos y tabúes dietéticos que supuestamente aumentan la potencia y la resistencia del boxeador en el combate. Al entrar en la fase de entrenamiento intensivo que precede un combate, el boxeador debe seguir una dieta estricta de verduras al vapor, pescado hervido, carne blanca y fruta fresca, té y agua mineral. No se permiten alimentos grasos y azucarados. ¿Qué comer, qué cantidad ingerir y a qué hora del día? Estas decisiones, a primera vista triviales, son motivo de preocupación permanente para los boxeadores, que hablan constantemente entre ellos de los asiduos esfuerzos que deben consentir para “dar el peso”, es decir, para conseguir el peso reglamentario requerido para el próximo combate.

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LOÏC WACQUANT. – Desolación urbana en la calle 63, Chicago, 1990

Más allá de su evidente finalidad material –perder los kilos de más para quedarse en la categoría de peso estipulada por contrato–, las observancias dietéticas sirven para alejar al boxeador de su vida cotidiana y desvincularlo de sus colegas profanos (que comen y beben a su antojo) y, correlativamente, sumergirlo en el universo pugilístico, hermanándolo con sus miembros, que viven según estas reglas compartidas. Este ayuno también contribuye a desarrollar un sentimiento de autocontrol y elevación existencial en quienes lo practican, que surte efectos hasta en el ring la noche del combate.

Todos los compromisos extrapugilísticos –en el trabajo, en casa o con los colegas en la calle– deben reducirse drásticamente, cuando no descartarse, ya que interfieren con la necesaria concentración en el entrenamiento, el descanso y los objetivos profesionales. Para el boxeador, cumplir con su deber profesional con devoción implica una domesticación total de su vida personal. El requisito más duro que acarrea la vocación del boxeador es la falta de vida social que implica tanto para él como para su pareja: “La vida de un boxeador no cuadra con una esposa, punto pelota, porque es muy incómoda y muy exigente, y no es bueno para una mujer estar con un tipo que siempre está hablando de acostarse temprano, levantarse temprano, que no puede salir nunca por las noches y todo eso. Una mujer no necesita un tipo así para casarse. Se puede decir así: que no es una vida normal”. Sin embargo, al mismo tiempo, esta vida estrictamente regimentada da lugar a un sentimiento de orgullo y realización: “Levantarme, correr, comerme mi filete, mantenerme alejado de las chicas... Vamos, que yo era el guerrero definitivo en lo que es disciplina y preparación para el combate”.

Para muchos, el más difícil de respetar es el tercer mandamiento del catecismo pugilístico, es decir, el que impone abstenerse de toda relación sexual. Este mandato no solo se aplica a las veinticuatro o cuarenta y ocho horas previas al gran día, como en otros deportes: debe cumplirse durante varias semanas, entre quince días y un mes para un combate de cuatro a ocho asaltos, y hasta tres meses o más para un combate destacado de diez asaltos o un combate de campeonato. El mundo del boxeo considera que las relaciones íntimas debilitan físicamente al boxeador: se las acusa de “cortar las piernas”, de hacer que flaqueen las rodillas y los golpes sean menos punzantes, de reducir la resistencia y de malograr las capacidades de recuperación. A la eyaculación se la considera especialmente perniciosa, ya que expulsa “sangre de tu columna vertebral”, advierte DeeDee. Mentalmente, se dice que tener relaciones sexuales “te embrolla el cerebro”, te hace “blando” disipando la agresividad y la concentración, y el resultado es que todo el “instinto” del luchador queda embotado. Por el contrario, se supone que “dejarse de revolcones” es acumular reservas extra de pugnacidad para el combate.

Los entrenadores pueden recurrir a métodos insistentes para asegurarse de que sus boxeadores están “limpios” en este ámbito: les preguntan sin rodeos (así como a sus parejas) sobre sus relaciones íntimas; se informan sobre cualquier aventura extramatrimonial y comparten habitación con sus pupilos cuando viajan (los veteranos cuentan que antaño hasta dormían a veces en la misma cama que el boxeador para asegurarse de que este no se escapaba en mitad de la noche). La amarga ironía es que el entrenamiento intensivo pone a los boxeadores en una forma resplandeciente y, por tanto, los hace físicamente más atractivos. Además, cuanto más alto asciende un boxeador en la jerarquía pugilística, a más chicas está en condiciones de seducir (especialmente las que coquetean con los atletas profesionales) y más tiene que renunciar a estas oportunidades de escapadas sexuales. El beneficio de la victoria –y, de rechazo, el coste de la derrota– aumentan en consecuencia. Es comprensible que este mandamiento sea la causa de una persistente frustración entre los boxeadores y el motivo de fricciones, incluso de discordia, entre ellos y sus parejas sentimentales. Los boxeadores solteros temen que, si se muestran esquivos, estas los engañen o los dejen por un compañero más fogoso en la intimidad. Pero en la mayoría de los casos, las parejas negocian los términos del sacrificio en lo que respecta a temas de alcoba.

El ritual pugilístico de la abstinencia sirve para redirigir el deseo sexual del boxeador transportándolo del dormitorio al cuadrilátero y de la mujer al hombre. Su libido sexualis (profana y heterosexual) se desvía de su tradicional objeto predilecto para reconvertirse en libido pugilistica (sagrada y homoerótica), en un deseo urgente de entablar un violento combate cuerpo a cuerpo con otro hombre que también se ha sometido al imperativo del “sacrificio” y se ha preparado para este encuentro nocturno. En lugar de desear a su pareja, el boxeador debe desear a su oponente masculino y soñar con el momento orgásmico de su violento abrazo, casi desnudos en el ring. Este es el significado profundo de la expresión de Mike Tyson cuando comparaba con una “cita romántica” el largo camino hacia el ring donde lo esperaba el rival que le tocaba aquella noche.

La posibilidad de morir con los guantes puestos es algo que se reprime con esmero, aunque algunos púgiles admiten tener pesadillas la noche anterior a los combates, en las que se ven muriendo o matando a su oponente en el ring. Michael, un gasista de 33 años que ha colgado los guantes, me lo confesó cuando le pregunté si tenía en mente el riesgo de sufrir una lesión grave cuando se metía entre las cuerdas: “A veces incluso pensé que me iban a matar en el ring. Antes de la pelea, solía sentarme y oler los guantes y pensaba en la muerte y me decía a mí mismo: ‘Vas a morir a fuerza de hacer esto’. Siempre es una idea que me ha perseguido. Y, sin embargo, seguí haciéndolo y aquí estoy”.

En el fondo, los boxeadores profesionales no pueden ignorar el hecho de que probablemente nunca se habrían puesto los guantes de no haber nacido en los estratos más bajos de la sociedad y de haber tenido el privilegio de heredar una aptitud y una inclinación por lo académico. “A un tipo con un MBA no lo ves en el cuadrilátero”: los profesionales son muy conscientes de que su “cruel oficio” es solo un “juego de pobres chicos”, en la ácida frase de James Baldwin, y de que por lo tanto su apego es forzado y su amor, cautivo, arraigado en la necesidad de clase, la exclusión étnica y el orgullo masculino, por más que les planten cara con valor.

Mohamed Alí lo decía así el día después de su épico enfrentamiento con George Foreman en Kinshasa en 1974: “Es cierto que yo solo había hecho una cosa en mi vida, pelear, pero siempre hubo una parte de mí que se rebeló contra eso. Tal vez porque los que se beneficiaban no creían que los boxeadores tuvieran inteligencia. Solo nos veían como instrumentos de un entretenimiento para ricos... Además, siempre tuve presente esa imagen de pesadilla de dos esclavos negros que pelean hasta aniquilarse mutuamente mientras los amos fuman grandes puros, gritando y animándonos, excitados por la sangre”.

Una contradicción fatal atraviesa la pasión del boxeador de cabo a rabo. Ocho de cada diez boxeadores consideran que el boxeo ha sido una fuerza positiva en sus vidas y volverían a ponerse los guantes si tuvieran que hacerlo; ocho de cada diez boxeadores desean que su hijo no se convierta en boxeador profesional: “Ya me llevo yo suficiente castigo por todos”, “Hago esto para que mi hijo no tenga que hacerlo”.

El noble arte ha decaído estrepitosamente desde su apogeo en las décadas de 1920 a 1940 y su breve resurgimiento en la de 1960, y ahora no es más que una sombra de lo que fue. Cuesta imaginar hoy hasta qué punto el pugilismo ocupó en el pasado, y hasta mediados del siglo XX, un lugar epicéntrico en la vida nacional y que una lucha por el título de campeón absoluto paralizaba a toda la sociedad, desde las élites económicas, políticas y culturales hasta el pueblo más modesto. Las estrellas del ring eran figuras públicas destacadas, e incluso algo más: iconos de la nación; por ejemplo, Papa Jack Johnson, Jack Dempsey, Joe Louis y Mohamed Alí en el caso de Estados Unidos, Georges Carpentier y Marcel Cerdan en el de Francia. En la década de 1960, todos los barrios obreros de Chicago tenían su gym; los boxeadores amateurs peleaban tres veces por semana e incluso cobraban a escondidas; los profesionales podían esperar actuar en tres o cuatro espectáculos semanales, en comparación con apenas uno cada dos o tres meses en 1990.

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LOÏC WACQUANT. – Gary “Ashante” Moore posa delante de su taquilla, 1991

La razón principal de esta vertiginosa caída es la imparable transformación de la condición obrera, con la correlativa integración social de las oleadas de inmigrantes. Se ha reducido el trabajo físico intenso, ha subido espectacularmente el nivel de vida y se ha generalizado la educación como medio de acceso al empleo, aun descualificado, secándose así la oferta de voluntarios para el frente pugilístico. Por las mismas causas se ha desinflado la demanda de espectáculos de boxeo, al difundirse en la población una sensibilidad cultural de clase media educada que santifica la integridad corporal y se ofende ante cualquier ataque violento al cuerpo, pese a la creciente popularidad de la lucha libre y de las artes marciales mixtas. Un tercer factor ha rubricado y acelerado este declive: el cambio en la organización comercial del boxeo de élite, que se reserva los combates más populares de los campeonatos del mundo para transmitirlos en régimen de “pago por visión” (pay-per-view). Este método de difusión permite ciertamente a las estrellas cobrar cachés estratosféricos (cifrados en millones de dólares), pero les priva de notoriedad entre el gran público, lo que contribuye a disminuir el atractivo del pugilismo como práctica y como espectáculo vivo.

Por eso, el boxeo ocupa ahora un rango menor en la jerarquía de las actividades deportivas en Estados Unidos: algo tiene de deporte paria, practicado principalmente por minorías estigmatizadas y por quienes han fracasado en otras disciplinas (chicos demasiado bajos para jugar al baloncesto, demasiado flacuchos para el fútbol americano, demasiado rígidos para la lucha libre). No es popular en la escuela secundaria y no hay becas para dedicarse a él en la universidad, a diferencia de los deportes de equipo y de otros deportes individuales como el atletismo, el tenis, la natación y los deportes electrónicos, que tienen la ventaja añadida de ser mucho menos exigentes para el cuerpo. A esto se suman los galopantes efectos diferenciadores propios de la industria del entretenimiento y la profusión de nuevas formas de diversión que ponen el broche a la marginación del noble arte: ir a una gala de boxeo un martes por la noche en un gimnasio donde vas a pasar frío es el tipo de velada que no provoca gran entusiasmo.

Para quienes se dedican a él, el boxeo se ha convertido en una especie de droga de consumo propio, una enfermedad que no saben cómo superar, una pasión amorosa que los mantiene jadeantes y atrapados. Henri, que sigue peleando a los 43 años (miente declarando 34 a los promotores, que no se lo creen, pero hacen la vista gorda), me confiesa al final de nuestra entrevista: “Hay una cosa sobre los boxeadores: que nunca se retiran. Renuncian, pero nunca se jubilan. No sé qué otra cosa podría darme ese tipo de emoción. ¡Man, es la pelea, man! Es difícil, es difícil de explicar. Hay que ser boxeador para entender de qué estoy hablando”. Y así lo expresa Alphonzo, que ostentó brevemente el título mundial de pesos semipesados: “Lo único que me daría la misma sensación que subir al ring sería subir al cielo”.

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(1) La sala de boxeo.

Loïc Wacquant

Profesor en la Universidad de California, Berkeley, y en la New School for Social Research, Nueva York, Investigador en el Centre de sociologie européenne en París. Autor de Voyage au pays des boxeurs, Éditions Dominique Carré / La Découverte, que se publicará el 15 de septiembre de 2022. Otros de sus libros son: Entre las cuerdas. Cuadernos de un aprendiz de boxeador (Siglo XXI); Castigar los Pobres: El Gobierno Neoliberal de Inseguridad Social (Gedisa); Las cárceles de la miseria (Manantial);Los condenados de la ciudad. Gueto, periferias y Estado (Siglo XXI).