En 2010, el Estado griego perdió la capacidad de garantizar el pago de su deuda. En otros términos, se volvió insolvente y se vio privado del acceso a los mercados de capitales.
Europa, preocupada por evitar el default de bancos franceses y alemanes ya frágiles –los cuales habían prestado miles de millones de euros a Gobiernos griegos tan irresponsables como ellos–, decidió conceder a Atenas el plan de ayuda más importante de la historia. Con una condición: que el país procediese a una consolidación presupuestaria (fenómeno más conocido con el nombre de austeridad) de una amplitud jamás imaginada anteriormente. Sin sorpresas, la operación provocó una caída del ingreso nacional sin precedentes desde la Gran Depresión. Así se ponía en marcha un círculo vicioso: la deflación, consecuencia directa de la austeridad, hacía más pesada la carga de la deuda y empujaba la hipótesis de su reembolso al ámbito de lo quimérico, abriendo (...)