- Emma Corrin interpreta a Lady Di en la cuarta temporada de la serie "The Crown", de la plataforma Netflix
La emoción suscitada por la trágica muerte de la princesa Diana de Gales ha centrado la atención sobre la fotografía. “Todos nosotros vendemos emoción a quienes nos leen” (1), declaró el redactor jefe de Voici, al día siguiente del accidente (2). Vender emoción, conseguir beneficios con los sentimientos: esa es la razón de ser de este tinglado. Beneficios para los dueños de las revistas; beneficios para las agencias, que “están inmersas en una carrera desenfrenada por las cifras de negocios”; beneficios para los fotógrafos, que “se lanzan a esta carrera de la rentabilidad”, explica Raymond Depardon (3); pero también beneficios para las estrellas.
Los famosos han aprendido a sacar dinero de su imagen, a conseguir que se les pague por posar o, al menos, a servirse de las revistas para fines publicitarios. Si bien Diana seguramente no cobraba, sí se había vuelto hábil para actuar sobre las imágenes que se tomaban de ella. A pesar de todo, no pudo evitar que se la transformara en imagen de consumo.
Pues el destino de los famosos es ser transformados en imágenes. Estrella entre las estrellas, Diana era una imagen pura. Una imagen sobreexpuesta: pura exterioridad, sin interioridad, sin intimidad. Era un ser enteramente público, cuya vida privada no tenía otro destino que convertirse en pública. Ya no era un ser humano real, sino un producto de consumo. Su aura no reposaba, como la de las divinidades tradicionales, en la rareza y la unicidad de sus apariciones, en la subexposición, sino, al contrario, en la sobreexposición, en la infinita multiplicidad: era un aura mediática. (…)
Situada, por su matrimonio principesco, bajo el foco de los reflectores, Diana, deslumbrada, se quedó, en primer lugar, petrificada. Pero en seguida aprendió a jugar. Y fue su brillo lo que le permitió ocupar un lugar privilegiado en los medios de comunicación. Bella y frágil, víctima y rebelde, princesa y humana, riquísima y caritativa, amante y engañada, etc. Reunía todos los ingredientes de la emoción, perfectamente conformados por la prensa amarilla. Diana fue (y sigue siendo) un maná para los negocios de los sueños y la emoción en papel satinado. Un producto puro de la fría maquinaria que finalmente la ha triturado y la ha explotado hasta su muerte. Esto no le resta valor a sus méritos personales ni pone en duda la eventual sinceridad de sus convicciones y sus sentimientos, pero indica que no se puede ser un engranaje esencial de la maquinaria y querer al mismo tiempo servirse de ella, como intentó Diana.
Es el voyeurismo insaciable de los lectores el que, dicen, legitimaría el fotoperiodismo sensacionalista. Pero los lectores son los únicos que pagan sin que se les devuelva la inversión y quienes quizá den más de lo que reciben. Son, en todo caso, los únicos que creen y lloran; los únicos que no son cómplices.
Pero, ¿por qué compran este tipo de prensa? Simplemente, para olvidar un poco la sombría realidad cotidiana gracias al encanto de las puestas en escena –y en página–, sabiamente orquestadas y altamente propicias a la identificación y la evasión. Este doble movimiento de identificación y de evasión es posible porque las estrellas son ambivalentes. Emocionalmente, se supone que experimentan las mismas alegrías y penas que los lectores. Socialmente, evolucionan, como ingrávidas, en un universo encantado, aparentemente al margen de contingencias materiales y económicas: exactamente al contrario que los lectores. (…)
El comportamiento de Jacques Langevin revela una especie de “deriva sensacionalista” de la fotografía de información. Gran reportero de la agencia Sygma, fue inculpado la noche del accidente. De creerle, se encontraba en el Puente del Alma por azar, porque estaba de guardia en la agencia. Aunque intenta desmarcarse de los paparazzi, declara: “Si tuviera que volver a hacer la foto de Diana en ese automóvil que era su ataúd, la volvería a hacer en nombre de la idea que tengo de mi oficio. Fui testigo de un acontecimiento cuyas resonancias podía adivinar cualquier profesional. La muerte de la princesa, se quiera o no, es información. He registrado muchas otras imágenes macabras. […] ¿Por qué iba a tener Diana derecho a un status particular? […] Yo soy un testigo, enseño la vida y la muerte de los hombres” (4). La idea del oficio, el profesionalismo y la situación de testigo, en nombre de la ética, autorizan a todo: el rechazo a la intimidad de las personas, incluso en la muerte; la extensión, hasta el extremo, de la noción de información: estos son precisamente los elementos que llevan a la fotografía de información hacia la fotografía people. (…)
Al día siguiente de la muerte de Diana, ¿no se felicitaba Paris-Match de haber “contado la historia de una vida” con ayuda de la fotografía? Y añadía: los lectores “no tendrán, como nosotros después de la muerte de Cenicienta, más que respeto y pena, ya que la imagen era inseparable del propio ser al que van a llorar” (5). El ser-imagen de Diana, el cuento de hadas y la historia de su vida, la pena y los llantos. Dicho de otra forma, la ficción, el espectáculo, la emoción, el pathos.
En contraste con el periodismo gráfico de información, la maquinaria “people” no busca la verdad, sino que juega con ella. Si reconoce voluntariamente su comercio con lo falso es porque la cuestión de lo verdadero se ha vuelto secundaria para ella. En el reportaje documental, la fotografía daba a la verdad la fuerza del contacto directo con lo real; en el sensacionalista, este contacto desaparece detrás de la práctica de las verdaderas-falsas imágenes robadas, y la puesta en escena y en página. Es esta oscilación permanente entre lo verdadero y lo falso, entre el documento y la ficción, entre la información y la emoción, la que caracteriza a la maquinaria sensacionalista. Coloca al lector en una situación inestable en la que se mezclan la ficción y la realidad y en la que cualquier certeza se vuelve aleatoria. A la pura verdad (o a lo que se supone como tal) del documento sucede la verdad híbrida de ficción de lo “people”.
¿Hay que extrañarse entonces de que algunos crean que Lady Di no está muerta? Puesto que ella no ha existido nunca, al menos para la mayor parte de nosotros, el trágico accidente del Puente del Alma no la habría hecho desaparecer, sino, simplemente, pasar del mundo de las imágenes al de los iconos.