Frente a la necesidad de tanta gente de tener un dios, ¿debemos enfurecernos o escapar ante el peligro? ¿Qué educación humana es capaz de evitar la sangre de los mártires? ¿Por qué esos “sacrificadores” consideran que su persona es lo más precioso que pueden ofrecer a su Dios? ¿En qué consisten esas “promesas de eterna recompensa” que los reconfortan? ¿De qué se protegen? ¿Por qué ese deseo de castigos y de recompensas, sino para entrar inmediatamente en el paraíso, sin necesidad de haber aportado nada a las maravillas de ese paraíso, que se presenta como una mesa bien servida? En realidad lo que temen es volver a la Tierra. Por supuesto, les dijeron que sólo era posible a condición de olvidar que habían estado allí. ¿Entonces, para qué? Es preferible, pues, instalarse en el paraíso de las vírgenes, que tal vez no sean más que uvas blancas.
Yo no hago brotar (...)