- RENÉ MAGRITTE. – Poids et mesures (‘Pesos y medidas’), 1950
Es como el juego de las siete diferencias, solo que al revés. En lugar de buscar las desemejanzas en dos dibujos casi idénticos, de lo que se trata es de advertir puntos comunes en imágenes dispares, aunque tan ricas en detalles que siempre puede hallarse alguna similitud. Los tiempos de guerra se prestan especialmente a este ejercicio. Comentaristas y responsables políticos hurgan en el pasado en busca de cualquier acontecimiento susceptible, de un modo u otro, de relacionarse con la situación actual.
La guerra en Ucrania lleva dos años siendo comparada con el primer conflicto mundial, en el sentido de que también se desarrollaba en trincheras embarradas; con la crisis de los misiles de Cuba (octubre de 1962), que también amenazó a la humanidad con un holocausto nuclear; con todas las intervenciones de la URSS en el extranjero (Berlín en 1953, Budapest en 1956, Praga en 1968, Kabul en 1979); con la guerra entre Irán e Irak (1980-1988), también entre dos Estados vecinos; con la de Kosovo, que trataba de deshacerse del control de Serbia… Volodímir Zelenski y sus comunicadores descuellan en este pequeño juego. Hambruna de 1933, Gran Terror estalinista, conflictos en Afganistán, Chechenia o Siria, e incluso el accidente de Chernóbil: no hay tragedia histórica que no les haga pensar en la invasión de su país. El presidente ucraniano es ducho incluso en adaptar las referencias a su auditorio. Ante los diputados belgas, cita la batalla de Ypres. En Madrid, saca a colación la guerra civil española y la masacre de Guernica. Y en la República Checa, la Primavera de Praga (1).
Cuanto más dramático es el acontecimiento, más eficaz es la analogía, cuyo propósito es suscitar la empatía para mejor ganarse la adhesión. Como es natural, la Segunda Guerra Mundial figura a la cabeza de las referencias. A Vladímir Putin no se le cae de los labios la referencia a la Gran Guerra Patria (nombre que recibe en Rusia la guerra contra la Alemania nazi), y todos sus enemigos son “nazis”. Pero el presidente ruso es comparado a su vez con Adolf Hitler, Mariúpol con Stalingrado, la anexión de Crimea con la de los Sudetes… A ello hay que añadir la sempiterna referencia a los Acuerdos de Múnich de septiembre de 1938, cuando Francia y el Reino Unido llegaron a un acuerdo con la Alemania nazi para abandonar al Tercer Reich la región checoslovaca de los Sudetes con la esperanza de frenar sus apetitos expansionistas. Convertido en sinónimo de cobardía y traición, el episodio sirve desde entonces para descalificar a los defensores del “apaciguamiento”, de hasta el menor compromiso frente a la escalada bélica: quienes se opusieron a la intervención franco-británica en la crisis de Suez en 1956, a la guerra de Vietnam en la década de 1960, a la del Golfo en 1990-1991… Hasta el general De Gaulle fue tachado de “muniqués” por haber firmado los Acuerdos de Evian, que pusieron fin a los combates en Argelia.
Esta avalancha de analogías no solo tiene un efecto retórico. La elección de las comparaciones a veces pesa en las propias decisiones estratégicas. El politólogo Yuen Foong Khong ha mostrado cómo el recuerdo de Múnich impregnó el pensamiento de los dirigentes políticos estadounidenses durante la guerra de Vietnam, no solo sus discursos, sino también sus reflexiones y sus debates, hasta el punto de justificarse a sus ojos la necesidad de una intervención militar. Como señala el investigador, si hubieran pensado en la experiencia francesa en Indochina en la década de 1950 y en la derrota en la batalla de Dien Bien Phu, puede que hubieran juzgado al país inconquistable, lo que los habría llevado a mostrarse algo más prudentes. Pero “los dirigentes políticos son pésimos historiadores –escribe–. […] Su repertorio de paralelos históricos es limitado, por lo que eligen y aplican las analogías incorrectas” (2).
La pertinencia de la referencia a Múnich es inversamente proporcional a su omnipresencia en el debate público. En particular en lo que concierne a Ucrania. Es verdad que Europa vuelve a vivir una guerra de invasión, pero, al margen de ese rasgo común, todo difiere. De entrada, las fuerzas involucradas: la Alemania nazi disponía de un poderío militar mucho más amenazante que el de la Rusia contemporánea, capaz de conquistar en unos cuantos meses Checoslovaquia, Polonia, los Países Bajos, Bélgica y Francia. Las tropas de Putin, por su parte, no han logrado tomar Kiev en dos años de combates, y cuesta ver cómo podrían multiplicar los frentes y atacar a la OTAN. En segundo lugar, están las intenciones estratégicas: a diferencia de Putin, Hitler –que había teorizado sobre el déficit de territorio de la Alemania nazi (léase el artículo de Hélène Richard, “Rusia, lecciones del pasado”)– no podía argumentar seriamente que se sentía amenazado por una alianza militar hostil. Nada podía detener los deseos expansionistas del canciller alemán, y Édouard Daladier se dio cuenta perfectamente de ello: al firmar los acuerdos de 1938, el jefe de Gobierno francés buscaba sobre todo ganar algo de tiempo con el fin de preparar su Ejército para un enfrentamiento ineluctable. Una estrategia que por entonces recibió el aval de la práctica totalidad de la clase política, salvo los diputados comunistas, un socialista –Jean Bouhey– y el diputado de derechas Henri de Kérillis. Por último, también difiere el contexto internacional, con un mundo más interdependiente, en el que el equilibrio de las potencias se ve trastornado por la amenaza nuclear.
En vista de las anteriores divergencias, parece absurdo inspirarse en Múnich para esclarecer la situación actual. Pero, en materia de comparaciones históricas, las desemejanzas a menudo se cubren con un velo de silencio. Ahora bien, “quizá el más importante objetivo del método comparativo (aunque con mucha frecuencia el menos buscado) sea la percepción de las diferencias –escribió el historiador Marc Bloch–. Gracias a ella medimos la originalidad de los sistemas sociales y por ello podemos esperar con llegar algún día a clasificarlos y a penetrar en lo más profundo de su naturaleza” (3). Es así como una analogía puede resultar fructífera, permitiéndonos prescindir de lo particular para extraer reglas generales. Pero el método requiere rigor y minuciosidad, dos cualidades que más vale no buscar entre los comentaristas, mediáticamente hiperactivos pero históricamente perezosos.
Sin embargo, al adoptar esta perspectiva y considerar los conflictos en su diversidad, el paisaje que se nos aparece es totalmente distinto, y ciertos fenómenos chocan entonces por su carácter recurrente: la descalificación de las voces discordantes, a las cuales con frecuencia la historia les acaba dando la razón; la propensión a presentar toda crisis como “existencial”; la demonización del enemigo; la ineficacia de las políticas de sanciones… la Segunda Guerra Mundial –referencia obligada de toda crisis internacional– aparece entonces no como la regla, sino como la excepción. Pocos son los conflictos en los que las culpas estuvieron tan poco repartidas, en los que uno de los bandos, diabólico y malhechor sin ambages, disponía de un plan de dominación mundial, y cuyo desenlace fuera tan neto, con el aplastamiento total de los vencidos y el suicidio o la ejecución de los principales culpables. Ese maniqueísmo caricaturesco la convierte en un arma excelente para quienes aspiran a justificar una intervención militar, pero es un punto de comparación sesgado.
Por regla general, las guerras son el resultado de escaladas en las que la responsabilidad es compartida, al menos en parte. Un hecho que a veces solo se revela al cabo de décadas de investigaciones, cuando acaba la propaganda. Así, durante mucho tiempo Alemania fue considerada la única responsable de la Primera Guerra Mundial: había alimentado la carrera armamentística, animado a Austria-Hungría a atacar Serbia tras el asesinato en Sarajevo, invadido Bélgica… Pero hoy ya nadie niega que la Rusia imperial tuvo su parte de responsabilidad, en especial al favorecer al nacionalismo serbio. Al igual que Francia, tanto más inclinada al enfrentamiento por cuanto gran parte de su clase política deseaba cobrarse la revancha tras la derrota de 1870 y la pérdida de Alsacia y Lorena. Alemania “encendió la mecha”, pero “no fue la única que alimentó el polvorín”, resume el historiador Gerd Krumeich (4). Una situación que suele volver a encontrarse en la mayor parte de los conflictos. “Hoy en día, todos estamos de acuerdo en imputar la responsabilidad principal de esta guerra al Gobierno ruso, que decidió invadir Ucrania –escribe el politólogo Anatol Lieven (5)–. Pero ¿acaso los historiadores del futuro le atribuirán toda la responsabilidad, exonerando a Estados Unidos y la OTAN del reproche de haber tratado de integrar a Ucrania a Occidente, amenazando así lo que los rusos (al igual que una larga lista de expertos occidentales, entre ellos el actual director de la CIA, William Burns) percibían y describían como ‘intereses vitales’?”. No, si se toman en serio su trabajo…
Y también es frecuente que las guerras no acaben con la victoria absoluta de uno de los bandos y la aniquilación del otro. Ese es el resultado que buscan los beligerantes, pero en vista de que no pueden lograrlo, acaban por avenirse a compromisos, abandonar algunas exigencias y firmar tratados de paz patituertos, frustrantes para todas las partes. La búsqueda de una victoria total a veces puede conducir a callejones sin salida estratégicos cuando un bando, embriagado por sus éxitos, trata de aumentar su ventaja hasta sufrir un contragolpe. Por ejemplo, Estados Unidos se involucró en la guerra de Corea con el propósito de detener el avance de las tropas norcoreanas y rechazarlas al otro lado del paralelo 38. Una vez logrado con facilidad ese objetivo, acabaron por contemplar una reunificación bajo tutela estadounidense. Los soldados del general Douglas MacArthur avanzaron entonces hacia el norte, atravesaron la línea de demarcación y llegaron incluso a acercarse a la frontera china. Pekín entró en escena y envió un millón y medio de voluntarios al campo de batalla. Semanas más tarde, los comunistas recuperaban Seúl y el conflicto entró en dos años de estancamiento antes de volver al statu quo que precedió a las hostilidades. El regreso a la casilla de salida también caracterizó a la guerra entre la India y Pakistán de 1965 y a la que enfrentó a Irán e Irak: ocho años de enfrentamientos, un millón de muertos y ningún vencedor.
Zelenski, apoyado por las cancillerías occidentales, amplió sus ambiciones tras constatar las debilidades del Ejército ruso. Al unísono con Joseph Biden –según el cual lo que está en juego es “el futuro de la libertad”– ya no habla sino de “victoria total”. Con el fracaso de su contraofensiva en el Donbás, Ucrania ha podido comprobar que no le será fácil recuperar esta región –tanto menos Crimea– a menos que logre precipitar un despliegue de tropas europeas y estadounidenses que sumiría al planeta en lo desconocido. Más tarde o más temprano, Kiev y Moscú tendrán que decidirse a negociar, y los demás Estados podrían animarlos a hacerlo en vez de alimentar el incendio durante años y al precio de decenas de miles de muertes.