Poco antes de que se desatara la crisis financiera, el ayuntamiento de Detroit hizo construir un gran centro comunitario en un barrio pobre del sudoeste de la ciudad. Una vez terminada la construcción, en 2008, el edificio permaneció desesperadamente vacío: la ciudad se hundía en la depresión y recortaba sin medida los programas sociales. En diciembre de 2012, los directivos de la empresa Ford, que había deslocalizado gran número de fábricas, tal vez sintiéndose culpables por los infortunios de la capital del automóvil, hicieron una donación de diez millones de dólares (ocho millones de euros) al centro comunitario. Finalmente, este pudo abrir y distribuir cajas de alimentos y organizar actividades recreativas para los jóvenes.
Algunos meses más tarde, la ciudad fue declarada en bancarrota. Entonces, para no tener que suprimir las pensiones de jubilación de sus empleados, el Ayuntamiento decidió subastar algunas pinturas del Instituto de las Artes, entre ellas obras de Rembrandt, Henri Matisse o Diego Rivera. Pero las fundaciones Ford, Knight y Kresge, asociadas con algunos ciudadanos adinerados, lograron reunir trescientos treinta millones de dólares para consolidar los fondos de pensión de los empleados municipales y poder evitar la venta.
En octubre de 2013, le tocó al Estado Federal apostar por la generosidad privada para garantizar los trabajos de interés público. Ante la incapacidad de los demócratas y los republicanos para ponerse de acuerdo sobre el aumento del techo de la deuda pública, Washington debió cerrar los servicios públicos “no esenciales” durante dieciséis días. Para mantener en actividad alrededor de treinta guarderías administradas por el Departamento de Sanidad, una pareja de millonarios texanos hizo una donación de diez millones de dólares. “Este dinero permitirá que miles de niños permanezcan en un entorno seguro y familiar. Es una buena noticia” (1), se alegraba la periodista Eleanor Barkhorn en The Atlantic.
La movilización de las grandes fortunas al servicio de obras sociales no es algo nuevo en Estados Unidos. A comienzos del siglo XX, mientras el número de millonarios crecía de manera espectacular –eran alrededor de un centenar en 1870, más de cuatro mil en 1892 y casi cuarenta mil en 1916–, surgió el concepto de filantropía. Para dar una imagen generosa de sí mismos y legitimar su opulencia ante los ojos de los ciudadanos, los ricos comenzaron a invertir en causas nobles: construyeron bibliotecas, hospitales o universidades, como Johns Hopkins en Baltimore o Ezra Cornell en Ithaca; crearon fundaciones, a semejanza del industrial petrolero John D. Rockefeller o del magnate de la siderurgia Andrew Carnegie. Mientras que la caridad tradicional era local y religiosa, y se centraba en causas puntuales (aliviar temporalmente la miseria de los pobres, brindar cursos de alfabetización, etc.), estas fundaciones apuntaban al “bienestar del género humano” o incluso al “progreso de la humanidad”.
En esa época, la idea de que el dinero privado podía obrar por el bien común no era algo evidente. Desde lo más alto del Estado, el presidente republicano Theodore Roosevelt denunciaba a los “representantes de la riqueza depredadora” que, “por medio de donaciones a universidades […], ejercen influencia en su propio interés sobre los dirigentes de algunas instituciones educativas” (2). Por su parte, los trabajadores desconfiaban de esos industriales, generosos y altruistas cuando se trataba de arte, salud o ciencia, pero avaros y brutales en sus fábricas. Resumiendo con ironía la posición de su sindicato, el dirigente de la Federación Estadounidense del Trabajo (AFL, del inglés American Federation of Labour) Samuel Gompers explicaba que “lo único que el mundo aceptaría con alegría de Rockefeller es que financiara la creación de un centro de investigación y educación que ayudara a la gente a no volverse como él” (3). A principios de la década de 1890, mientras en las fábricas siderúrgicas de Pensilvania se multiplicaban los agresivos lock-out (cierres patronales), numerosos obreros se negaban a frecuentar los establecimientos construidos con el dinero de Carnegie. Veinte de las cuarenta y seis ciudades del Estado con las que contactó el industrial declinaron su ofrecimiento de construcción de bibliotecas (4).
¿Qué ciudades se plantearían hoy rechazar el regalo de un millonario? Cuando el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, destinó un cheque de cien millones de dólares a las escuelas públicas de Newark, el alcalde de la ciudad aprovechó la oportunidad para subsanar, en parte, los recortes presupuestarios operados por el gobernador republicano Chris Christie. Así, la contracción de las finanzas públicas hizo que, en apariencia, la filantropía fuera indispensable (5) y que los actos de generosidad ya no suscitaran sarcasmos. Tras el compromiso que asumieron Warren Buffett, Bill Gates y cerca de cuarenta millonarios de donar al menos la mitad de su fortuna –en parte adquirida gracias a técnicas de optimización que les permitían escapar de los impuestos y, por ende, de la redistribución nacional–, el presidente Barack Obama no se preocupó por la influencia de la “riqueza depredadora”: invitó a los dos precursores de la campaña “Promesa de donación” a la Casa Blanca.
Ampliamente difundida, la generosidad de los ricos y de las empresas no constituye, sin embargo, más que la parte emergente del iceberg filantrópico. En efecto, en Estados Unidos existe una “filantropía masiva”, que moviliza cada año a decenas de millones de ciudadanos de todas las condiciones sociales. El domingo en la iglesia, en las fiestas de la escuela, en los negocios o las administraciones, por teléfono o por Internet, se recurre a los estadounidenses de manera permanente. En 2013, más de nueve de cada diez hogares dieron el gran salto: suministraron el 72% de los 335.000 millones de dólares que se donaron ese año (es decir, el 2% del Producto Interior Bruto), frente al 15% de las fundaciones filantrópicas y el 5% de las empresas. Por lo demás, estas pueden integrar sus gastos caritativos en sus gastos de marketing, lo que manifiesta una visión extensiva del objetivo de las empresas, pero también una concepción limitada del abuso de bien social.
Un tercio del dinero que se recolecta cada año se asigna a parroquias y grupos religiosos caritativos. El resto se entrega a organismos comunitarios de barrios, grandes asociaciones nacionales, pero también a universidades, escuelas, hospitales, o incluso think tanks y estructuras humanitarias (6). A esas entidades, dado que están desprovistas de fines lucrativos y actúan en ámbitos tales como la educación, la ayuda social, la cultura o la salud, se las reconoce como de utilidad pública. Como se enmarcan en el “tercer sector”, se benefician del preciado estatus 501(c), que les permite obtener donaciones exentas de impuestos. En otras palabras, dinero público disfrazado de generosidad…
El arraigo de la cultura de la donación en Estados Unidos se explica, ante todo, por el peso de la religión: más del 80% de los habitantes declaran creer en Dios y el 40% ir de forma regular a la iglesia. Como otras creencias, el cristianismo concede un valor central a la caridad. Enseña la ayuda mutua y la participación de cada uno en su “comunidad” (7). Desde el siglo XIX, la caridad cristiana va acompañada de cierta desconfianza respecto al Estado, que es percibido como un competidor en la ayuda a los pobres. Por lo tanto, el Evangelio social, católico y protestante, defiende la primacía de lo local, de la iniciativa privada y de la proximidad, garantías de eficacia. La encíclica Quadragesimo Anno del papa Pío IX, pilar del cristianismo social, afirma: “Así como no se puede despojar a los particulares de las atribuciones que son capaces de desempeñar por su única iniciativa y medios propios, para transferirlas a la comunidad, retirar a las agrupaciones de orden inferior las funciones que puedan cumplir por sí mismas, para confiarlas a una colectividad más amplia y de rango superior, sería cometer una injusticia, a la vez que se perturbaría de una manera muy perjudicial el orden social” (8).
De esta manera, en Estados Unidos, el Estado no es considerado ni como el único depositario del interés general ni como el instrumento más eficaz para combatir los problemas sociales. Para los representantes del Partido Demócrata, el Estado y las instituciones de caridad se complementan de manera virtuosa. “Sabemos que las Iglesias y los organismos de caridad aportan un beneficio real en relación con un programa público aislado”, explicaba, por ejemplo, Obama en agosto de 2012, durante la última convención de su partido. En cambio, del lado republicano, poderes públicos y caridad privada parecen estar en las antípodas. Fieles a la ideología neoliberal, los conservadores ven al Estado como un monstruo burocrático, ineficaz, que favorece el asistencialismo y que se opone en todo a las asociaciones locales, cercanas a los pobres y, por tanto, responsables de ellos. “Lo que nosotros hacemos en nuestra comunidad es cuidarnos unos a otros. Esto es lo que la hace tan especial, esto es lo que el Estado no puede reemplazar”, se maravillaba en 2012 el candidato republicano a la vicepresidencia de Estados Unidos, Paul Ryan. Por su parte, la nueva estrella en ascenso del Partido Republicano, Joni Ernst, elegida senadora de Iowa el 4 de noviembre pasado, consideraba que “los estadounidenses pueden ser autosuficientes. No necesitan depender del Estado para obtener todo aquello que necesiten o deseen” (9).
La geografía de la generosidad estadounidense revela la imbricación entre religión, caridad y neoliberalismo. Así, los diecisiete Estados más generosos del país –proporcionalmente– (Utah, Mississippi, Alabama, Tennessee, Georgia, Carolina del Sur, etc.) son también los más religiosos. Todos optaron por Willard (“Mitt”) Romney en el último escrutinio presidencial. A la inversa, los siete Estados que figuran en los puestos más bajos del ranking (Connecticut, Massachusetts, Rhode Island, Nueva Jersey, Vermont, Maine, Nuevo Hampshire) votaron al candidato demócrata.
El proyecto republicano de hacer que las comunidades locales y la iniciativa privada soporten el peso de la asistencia social no es nada nuevo. Ya en marzo de 1929, en su discurso de investidura, el presidente Herbert Hoover subrayaba la “capacidad de los estadounidenses para cooperar entre sí y por el bien público”. Y anunciaba el “desarrollo sistemático de la cooperación entre el Estado Federal y las múltiples organizaciones, locales y nacionales, públicas y privadas, que trabajan para mejorar la sanidad pública, las actividades recreativas, la educación y el hogar” de los estadounidenses. La Gran Depresión que comenzó en octubre le brindó la oportunidad de poner en práctica ese programa. Ante el aumento del desempleo, Hoover alentó la creación de comités de ciudadanos y comisiones municipales destinadas a recolectar donaciones. Luego, el dinero se distribuía a organismos caritativos que organizaban sopas populares para los desempleados, distribuían carbón o dispensaban cuidados médicos. No obstante, a la generosidad privada por sí sola le costaba absorber el aumento de la demanda, sobre todo porque el empeoramiento de la crisis disminuía la capacidad de donación de los ciudadanos. El proyecto de “gobernanza a coste cero (para el Estado)”, según la expresión del historiador Olivier Zunz, finalmente fue abandonado por Franklin D. Roosevelt en beneficio del New Deal.
Si, desde Hoover, la mayoría de los presidentes estadounidenses alentaron el compromiso voluntario de los ciudadanos, el movimiento se ha acelerado en estos últimos treinta años, en un contexto en el que el Estado tiende a desentenderse de sus responsabilidades. A partir de 1981, Ronald Reagan delegó múltiples servicios sociales, a través de contratos, a organismos sin ánimo de lucro, cuyo número aumentaría un 40% durante su presidencia (10). Después le tocó el turno a George H. Bush quien, en 1988, en su discurso de investidura ante los delegados de su partido, alabó a la sociedad civil estadounidense y sus “mil puntos de luz, esas organizaciones comunitarias esparcidas como estrellas a través de la nación”. Una vez presidente electo, también multiplicó las subcontrataciones con el tercer sector y alentó el voluntariado, entregando él mismo a asociaciones y ciudadanos meritorios los premios “Puntos de luz”. En cuanto a William Clinton y George W. Bush, uno estableció una reforma de la ayuda social destinada a abrir una “nueva era de la colaboración con la sociedad civil” (según su vicepresidente Albert Gore), y el otro no dejó de presentarse como “conservador caritativo” incitando a los estadounidenses a donar a su comunidad.
Contrariamente a la imagen que a sus precursores les gusta dar, el tercer sector no es, sin embargo, únicamente fruto del compromiso espontáneo de los ciudadanos. También es producto de una estrategia concertada por los sucesivos Gobiernos para desentenderse de los servicios sociales al menor coste: además de contratar a asalariados poco protegidos, los organismos comunitarios y caritativos se basan en millones de voluntarios cuyo trabajo gratuito representa un ahorro anual de varias decenas de miles de millones de dólares (11). Además, actualmente, Estados Unidos es el primer cliente (a través de contratos) y el primer mecenas (a través de subvenciones) de los cerca de un millón de organismos sin fines lucrativos, religiosos o no, que obran en el ámbito social. Las donaciones privadas sólo representan entre el 10 y el 15% de su presupuesto. En parte asumidas por la colectividad a través de deducciones fiscales, estas ocasionaron que el Tesoro estadounidense dejara de ingresar 53.700 millones de dólares en 2011 (12).
Ahora bien, la solidaridad local a veces puede producir efectos adversos. Un ejemplo, en Woodside, California: entre 1998 y 2003, la única escuela primaria de esta localidad acomodada de California recibió diez millones de dólares por parte de padres, vecinos, ex alumnos, etc. Gracias a esas donaciones, los quinientos niños de la escuela pudieron recibir clases de música, arte o informática. En cambio, a quince kilómetros de allí, las escuelas del distrito de Ravenswood no recaudaron nada: con sus ingresos cuatro veces inferiores a los de los hogares de Woodside, las familias de Ravenswood no pueden ofrecer clases de violín a sus hijos... El problema también existe en la enseñanza superior, donde, en 2013, el 1% de las universidades –las más elitistas como Stanford, Harvard, Columbia, Yale, etc.– retuvieron el 17% de las donaciones (13). El problema afecta, asimismo, al sistema de ayuda mutua religiosa: las parroquias de los barrios ricos disponen de más fondos que sus homólogas de los barrios desfavorecidos, incluso cuando se enfrentan a necesidades menos importantes (14). Las deducciones fiscales propuestas por el Estado alimentan este sistema generador de desigualdades.
Pero estas deducciones también benefician a las sociedades especializadas en la colecta de donaciones. Las grandes fundaciones recurren a ellas para estimular la generosidad de los estadounidenses. Así, estas empresas, que remuneran a un ejército de operadores telefónicos y empleados que van de puerta a puerta, a veces pueden retener una parte considerable del dinero recogido. Por ejemplo, entre 2007 y 2010, la empresa InfoCision trabajó para unos treinta organismos de caridad, como la American Heart Association, la American Diabetes Association o la Cancer Society. De los 424,5 millones de dólares recaudados durante este periodo, 220,6 millones se quedaron en sus arcas, es decir, el 52%. En general, los empleados se cuidan de revelar este porcentaje a quienes se lo preguntan. Incluso afirman, con el visto bueno de los organismos concernidos y a riesgo de infringir la ley, que el 70% de las donaciones va directamente destinado a la causa defendida (15).
En las asociaciones de barrio, que no tienen los recursos para subcontratar la colecta de fondos a sociedades especializadas, son los empleados los que se encargan de hacerlo, dedicándole una parte importante de su tiempo de trabajo. Contactan con los usuarios; coordinan rifas, bingos o cenas caritativas; organizan ventas de objetos usados cuyas ganancias son para la asociación, etc. Algunos se consagran enteramente a completar expedientes de petición de solicitudes o responder peticiones de licitación.
Siempre listos para desproticar contra el derroche del Estado social, los promotores de la acción caritativa denuncian los fallos del tercer sector usando siempre los mismos argumentos (gastos excesivos de estructura, rendimiento insuficiente del personal, etc.). Algunos querrían, pues, aplicarle los métodos de gestión que han triunfado en el sector privado. Así, el empresario Charles Bronfman, que preside la fundación del mismo nombre, considera que “para tener una influencia duradera e importante, la filantropía debe ser administrada como una empresa –con disciplina, estrategia y con los ojos puestos en los resultados–”. “Las organizaciones caritativas que reciben su apoyo le rinden cuentas, como los directivos de una empresa a sus accionistas”, le explica a los lectores de The Wall Street Journal (16). En suma, mientras los mecenas se transforman en accionistas, las personas que reciben la ayuda se convierten en consumidores de servicios.
Además, desde hace algunos años, han hecho su aparición los gabinetes de consultoría especializados en el tercer sector. A fin de orientar la elección de los donantes, Bridgespan Group, Rockefeller Philanthropy Advisors, Philanthropic Initiative, pero también Charity Navitors, GuideStar o incluso Jumo analizan, evalúan y clasifican a las instituciones caritativas, de la más grande a la más pequeña, en función de sus objetivos concretos, transformando a los voluntarios y trabajadores sociales en proveedores de servicios.
Pero nadie evalúa a los evaluadores. El sector de la caridad representa una fuente de ingresos considerable que escapa al control democrático. Apodado el “comisario escolar no elegido” por la ex secretaria de Educación Diane Ravitch, Bill Gates dirige dos fundaciones (Gates Foundation y Gates Trust) cuyos capitales ascienden a más de 65.000 millones de dólares. Gates puede elegir libremente si destina esos fondos a causas humanitarias, a su ex universidad, a las asociaciones de su ciudad natal o a la investigación médica. Nada le obliga a preocuparse por el interés general o por un imperativo cualquiera de redistribución. Sin embargo, si esas dos fundaciones formaran un Estado, este ocuparía el puesto número 71 del Producto Interior Bruto mundial, por delante de Birmania, Uruguay o Bulgaria. Y su presidente no habría sido elegido por nadie.